Nació en las proximidades de la ciudad de Mendoza, el 7 de setiembre de 1784, siendo sus padres, Luis Bertrand, francés de origen, que poseía un almacén en las inmediaciones de la plaza mayor de aquella capital; y Manuela Bustos. El niño fue bautizado en la iglesia de Mendoza, de 3 días de edad, el 10 de setiembre de 1784, con los nombres de José Luis Marcelo, y por un error de escritura fue asentado como hijo de “D. Luis Betrán”, a lo que se debe que su apellido quedase alterado para el porvenir. Fue apadrinado en óleos, por Simón Videla y María Josefa Reyes.
Siguió sus estudios primarios en el curso de carácter social, histórico, filosófico y teológico, que dictaban los sacerdotes del Convento de San Francisco, donde se especializaban los conocimientos en geografía, latín, gramática castellana, caligrafía, aritmética, etc. El ambiente religioso pronto hizo inclinar su vacilante vocación por la Iglesia y el 20 de agosto de 1800 formulaba su testamento abandonando las prerrogativas terrenales para optar por la Sagrada Religión. Casi seguidamente fue trasladado al Convento Provincialito de Santiago de Chile, acompañado por el Provincial de la Santísima Trinidad de aquel país, Fray Teodoro de Villalón.
Algunos años después es nombrado vicario de coro, permaneciendo en Chile hasta el año 1812, en el Convento de referencia. En el curso de este último año fue designado para desempeñar las funciones de capellán del ejército de Carrera, con el cual asistió al combate de Hierbas-buenas, donde los patriotas sufrieron una derrota. Después de este combate fue preciso pensar urgentemente en la recomposición del material inutilizado (que era numeroso), razón por la cual debió crearse una maestranza. Beltrán, que en el convento se había dedicado al aprendizaje de muchos oficios manuales, especialmente en el ramo de la mecánica, frecuentemente se trasladaba a aquella maestranza, donde repetidamente formulaba sus observaciones, muy juiciosas, Sus conocimientos técnicos fueron valorados de inmediato y su asesoramiento oficioso se consideró poco después que no era suficiente y se le nombró teniente de artillería a cargo de la maestranza, teniendo el título en propiedad, pero sin abandonar los hábitos.
Prestó servicios en el sitio de Chillán y acompañó a los Carreras en su última campaña, precursora del desastre de Rancagua, que se produjo el 2 de octubre de 1814. Después de este contraste, Beltrán regresó a pie a su patria, con un saco de herramientas al hombro, conteniendo todos los instrumentos que había inventado o construido con sus manos para elaborar por “adivinación los variados productos de su genio”. “Todo caudal de ciencia –dice Mitre en su Historia de San Martín-, lo había adquirido por sí en sus lecturas, o por la observación y la práctica. Así se hizo matemático, físico y químico por intuición; artillero, relojero, pirotécnico, carpintero, arquitecto, herrero, dibujante, cordonero, bordador y médico por la observación y la práctica; siendo entendido en todas las artes manuales; y lo que no sabía lo aprendía con solo aplicar a ello sus extraordinarias facultades naturales”.
Llegado a Mendoza, Beltrán bien pronto se incorporó al ejército que alistaba febrilmente San Martín en el campamento de El Plumerillo, con el fin de realizar la colosal empresa que debía afianzar la independencia argentina, y emancipar Chile y el Perú de la dominación española. Capellán del Ejército de los Andes, Beltrán no tardaría en trocar el evangelio y la cruz por la espada, siendo nombrado el 1º de marzo de 1815, teniente 2º del 3er Batallón de Artillería. Casi al mismo tiempo se hacía cargo de la maestranza de aquel Ejército, pues el General en Jefe de éste, con su visión de águila, adivinó excepcionales méritos en el sacerdote soldado; le encomendó el montaje del Parque y Maestranza, llegando a disponer de 700 hombres en sus talleres, y allí se preparaba desde las piedras de chispa para los fusiles, herrajes para los caballos y hasta el calzado para la tropa.
Dice Mitre: “Al soplo del padre Beltrán, se encendieron las fraguas y se fundieron como cera los metales que modeló en artefactos de guerra. Como un Vulcano vestido con hábitos talares, él forjó las armas de la revolución. En medio del ruido de los martillos que golpeaban sobre siete yunques y de las limas y sierras que chirriaban, dirigiendo a la vez 300 trabajadores, a cada uno de los cuales enseñaba su oficio, su voz casi se extinguió al esforzarla, y quedó ronco hasta el fin de sus días. Fundió cañones, balas y granadas, empleando el metal de las campanas que descolgaba de las torres por medio de aparatos ingeniosos inventados por él. Construía cureñas, cartuchos, pertrechos de guerra, mochilas, caramañolas, monturas y zapatos; forjaba herraduras para las bestias y bayonetas para los soldados; recomponía fusiles y con las manos ennegrecidas por la pólvora, dibujaba sobre la pared del taller, con el carbón de la fragua, las máquinas de su invención con que el Ejército de los Andes debía transmontar la Cordillera y llevar la libertad a la América”.
Frecuentemente se le veía pasear vestido de uniforme en un excelente caballo chileno, y a veces acompañaba al general San Martín en sus paseos; otras, andaba solo, pues se había hecho ya entonces algo reconcentrado y taciturno. Realizaba incursiones para obtener salitre y azufre y hasta se trasladó a San Juan una vez, donde le habían informado sobre la existencia de una mina de plomo.
El 31 de mayo de 1816 fue ascendido por San Martín a teniente 1º con grado de capitán; y en el memorable pasaje de los Andes por el ejército de San Martín, Beltrán condujo el parque, maestranza, obreros y pasó rodando siete cañones y dos obuses, los que condujo hasta la misma ciudad de Santiago de Chile.
Para atravesar la Cordillera construyó medios apropiados para su transporte en aquellos pasos fragosos y difíciles. El mismo celo e infatigable actividad que se le vio desplegar constantemente en los talleres de Mendoza, exteriorizó en el cumplimiento de sus tareas en el arduo pasaje, destacando en forma memorable las dotes superiores de inteligencia y capacidad de trabajo que han inmortalizado su nombre. (1)
Bueno es recordar aquí, que el coronel José Gazcón, Inspector General del Ejército de las Provincias Unidas, había antepuesto el año anterior un dictamen completamente contrario a la incorporación del fraile-soldado, a las listas de oficiales de las fuerzas acampadas en El Plumerillo, por considerar tal procedimiento como anticatólico. Afortunadamente los reparos formulados por Gazcón no los tuvo el jurista canónico doctor Diego Estanislao Zavaleta, el 4 de noviembre de 1816, que dictaminó haciendo desaparecer todo reparo que había sido ocasionado por el mencionado Inspector General, en el expediente de San Martín proponiendo el ascenso de Beltrán. En virtud del dictamen de referencia, por acuerdo de 8 de noviembre de aquel año, el Superior Gobierno accediendo a la propuesta, mandaba expedir los correspondientes despachos de capitán de artillería graduado al teniente 2º Fray Luis Beltrán, pero con la antigüedad que le había otorgado el general San Martín.
Concurrió a la batalla de Chacabuco el 12 de febrero de 1817, por cuya acción el Gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata le concedió la medalla de plata otorgada por decreto de 15 de abril de aquel año. Además, en el parte detallado de la acción, el ilustre General vencedor entre otros jefes, recomienda de un modo especial al capitán Beltrán que se había distinguido en el cuerpo de artillería y en la conservación del Parque, y dice textualmente:
“A sus conocimientos y esfuerzos extraordinarios, auxiliado del benemérito emigrado chileno Don N. Barrueta, se debe el trasmonte de la artillería con el mejor suceso por las escarpadas y fragosas cordilleras de los Andes, y nada se ha resistido al tesón infatigable de aquel honrado Oficial…..”.
Tan nobles y patrióticos esfuerzos fueron premiados con la efectividad de capitán de artillería, cuyos despachos le fueron conferidos con fecha 7 de mayo de 1818 pero con antigüedad de 15 de mayo de 1817. Al llegar a Santiago, el capitán Beltrán al frente de su maestranza, fue ubicado en el cuartel de San Pablo. Un decreto posterior de O`Higgins, dado el 21 de febrero de aquel año (1817), mandó que se le entregara cuanto antes la casa de ejercicios espirituales llamada “Loreto”, ubicada en los arrabales de la capital, lugar denominado callejón de la Ollería, actual calle de la Maestranza. Allí se establecieron los almacenes de armas y municiones del ejército y la maestranza del mismo. Esta última adquiere una importancia enorme, pues los elementos son menos escasos que en Cuyo y el salitre está más a mano. Además, ya contaba con una respetable cantidad de obreros y el propio Beltrán había adquirido una gran práctica para el desempeño de sus altas e importantísimas funciones. El Director O´Higgins, con la patriótica supervisión que puso en todos sus actos públicos, le dio carta blanca para que trabajara a su antojo y le facilitó la creación de un establecimiento ejemplar, el más grande y mejor organizado que hubo en aquella época en toda América.
Beltrán forjaba entonces las armas destinadas a la culminación de la campaña transcontinental que imaginara el vencedor de Chacabuco, yendo a libertar a los hermanos del Rimac. El 12 de febrero de 1818 se declaró la independencia de Chile, encargándose Beltrán de los fuegos de artificio con los cuales se celebró tan fastuoso acontecimiento.
Por tan eminentes servicios, el 1º de febrero de aquel año, el Gobierno de Chile le confirió despachos de comandante del Batallón “nuevamente creado de ambos ejércitos, de los diversos gremios que están destinados a los trabajos de maestranza, en el Parque de Artillería y con el sueldo que goza por capitán”.
El desastre de Cancha Rayada puso a Beltrán en el más difícil trance: el parque se había perdido y solo 5 cañones fueron salvados en aquella tremenda noche. El incansable sacerdote-soldado recogió por todas partes cuanto hierro, acero y demás metales que pudieran servir para la confección de armas y municiones, y otra vez los yunques y las fraguas resonaron armoniosamente: 93 hombres, 22 mujeres y 47 niños de 14 a 18 años, blancos y negros, de todas las esferas sociales, trabajaron afiebradamente para dotar a los futuros vencedores de Maipú de las armas con las que iban a derrotar a los audaces atacantes de Cancha Rayada. 22 cañones, parque, pertrechos, proyectiles, etc., estuvieron listos en breves días, para contribuir poderosamente al glorioso triunfo de Maipú, el 5 de abril de 1818. Por los méritos que adquirió Beltrán por su actividad extraordinaria en aquellas memorables jornadas, y por su participación en aquella batalla decisiva, el Gobierno de Chile lo condecoró con una medalla de plata; y el de Buenos Aires, con un cordón de plata de honor, declarándolo al mismo tiempo “Heroico Defensor de la Nación”. El 9 de abril de 1818 solicitaba su retiro del Ejército de los Andes, que le fue concedido por el Director Pueyrredón el 14 de mayo, regresando a Mendoza por orden de San Martín, expedida el 5 de enero de 1819, por haberlo así solicitado el gobernador de aquella provincia. En Mendoza, Beltrán permaneció unos ocho meses, reorganizando la maestranza y actuando con el respeto de sus semejantes. Al cabo de ellos volvió a Chile, por requerirlo así las necesidades del alistamiento de la campaña libertadora del Perú.
Preparó todos los pertrechos con que se contó para esta admirable empresa, completando el parque del ejército expedicionario, embarcándose el propio Beltrán en Valparaíso, el 20 de agosto de 1820, en el carácter de Director de la Maestranza del Ejército Libertador, cargo que desempeñó desde aquella fecha hasta agosto de 1824.
Por los servicios que prestó en esta campaña, obtuvo una medalla de oro que le concedió el Protector del Perú con el lema: “Yo fui del Ejército Libertador”. Fue declarado Asociado de la “Orden del Sol”, creada el 8 de octubre de 1821 para premio de los ciudadanos virtuosos y en recompensa a los hombres meritorios, siéndole asignada a Beltrán la pensión de 250 pesos anuales.
El 22 de octubre de 1821 ascendió a sargento mayor graduado. En marzo de 1822 fundió 24 cañones de montaña, arma de que se hallaba carente el ejército. Aprestó en el ramo de pertrechos de guerra, cuatro expediciones marítimas: una, la que marchó a las órdenes del brigadier Domingo Tristán; las dos a Puertos Intermedios, al mando de los generales Rudecindo Alvarado y Andrés de Santa Cruz, respectivamente; y la última, la que fue a Arequipa a las órdenes del general Sucre.
Por tantos merecimientos, el 20 de septiembre de 1822, recibió la efectividad de sargento mayor y el 18 de agosto de 1823, los despachos de teniente coronel graduado. En el curso de este último año se retiró con el parque y la maestranza a los castillejos del Callao, en el mes de junio, ante la aproximación del ejército de Canterac. Allí permaneció hasta el mes de julio, en que los enemigos levantaron el sitio que habían impuesto a aquella plaza fuerte y se retiraron.
A consecuencia de la sublevación del Callao, el 5 de febrero de 1824, encabezada por los sargentos Moyano y Oliva, el comandante Beltrán se retiró a Trujillo, conduciendo la maestranza y obreros, donde continuó sus tareas para pertrechar el ejército del general Bolívar, cuyo cuartel general estaba instalado en aquella ciudad.
Un día Bolívar visitó personalmente el parque y maestranza, donde halló entre otras armas, un millar de tercerolas y fusiles; dio la orden terminante a Beltrán de limpiar ese armamento, aceitarlo y encajonarlo en el perentorio término de 3 días, pues conceptuaba que aquellas armas eran indispensables para las operaciones del ejército.
No obstante que Beltrán puso todo su infatigable celo para cumplimentar lo ordenado, 8 días después aún no había terminado la pesada tarea, pues escaseaban los obreros y los armeros eran pocos para recorrer tanto armamento, a fin de dejarlo en condiciones de ser utilizado en las futuras operaciones. Cuando al cabo de aquel tiempo se presentó nuevamente Bolívar al Parque, al ver que su orden no estaba cumplida, no sólo reconvino en tono altanero y despótico a Beltrán, sino que lo amenazó con mandarlo fusilar. Esta escena, que no era una excepción en los procedimientos despóticos del Libertador de Colombia, acostumbrado a tratar muy mal a sus subordinados según es fama entre los recuerdos que nos legaron los gloriosos soldados que fueron actores en la última etapa de la libertad del Perú, dejó una profunda impresión en Beltrán; aquella injusticia extravió su inteligencia y la idea del suicidio atenazó su espíritu.
Resuelto a cumplir tan fatal designio, se encerró en la pieza donde se alojaba, con un brasero de carbón, sobre cuyas brasas derramó asafétida (2); acostándose después sobre su cama, de la cual esperaba no levantarse más con vida.
Pero la familia en cuya casa se hospedaba sintió el fétido olor de aquella humareda, e impuesta de la escena que había sucedido entre Beltrán y Bolívar, echó abajo la puerta de la habitación del primero, sacándolo semiasfixiado. Se le prodigaron los cuidados que la ciencia aconseja, concurriendo médicos del ejército y sus amigos, pero desgraciadamente el insigne sacerdote-soldado se había vuelto loco.
El mal era grave y debió por supuesto abandonar sus tareas. Se le veía por las pobres calles del pueblito de Huanchaco, recorrerlas gritando: “¡Ahí viene…. ahí viene…. No le dejen llegar…. Es Bolívar…. Es Bolívar!”. Otras veces lo hacía llevando un cajoncito vendiendo “agua fresca y cigarros fuertes”. Así anduvo 5 días vagando por las calles, seguido por los pilluelos que gritaban: “¡El loco! ¡El loco!”.
Extenuado por la fiebre y por la fatiga, fue recogido por la familia de la buena mujer que le lavaba la ropa. Allí lo pusieron en cama y le dieron un caldo; el desventurado patriota estaba debilitado, durmió y con un régimen de tranquilidad fue convaleciendo. Una profunda postración física le quedó algún tiempo, pero al fin recobró la razón.
Restablecido completamente de su enfermedad, el 14 de agosto de 1824 se alejó de Huanchaco, embarcándose con destino a Chile, para de allí pasar a Buenos Aires. En el barco en que lo hizo se encontró con el coronel Espejo, que habiéndose embarcado en un puerto norteño, tenía el mismo objetivo en su viaje que Beltrán. También iban otros oficiales del Ejército Libertador que regresaban a su patria. En la travesía, un furioso temporal desarboló el buque, y por instantes se creyó que se hundiría y tan inminente fue el riesgo de vida que corrieron los pasajeros y tripulantes que una vez desembarcados en Valparaíso, realizaron una demostración pública piadosa, en agradecimiento al Ser Supremo por la salvación extraordinaria.
El 17 de junio de 1825 llegó Beltrán a Buenos Aires. Desde Mendoza, en marzo y abril de aquel año, había solicitado sin resultado, que se le concediese licencia con medio sueldo, a fin de atender su quebrantada salud, señalando al Gobierno, que se había visto obligado por la estrechez de sus recursos “a recibir el alimento diario por favor, pues absolutamente no me ha quedado para subsistir”.
Después de un corto descanso de dos meses, en agosto de aquel año, Beltrán y Espejo fueron destacados al ejército que organizaba sobre la línea del río Uruguay, el general Martín Rodríguez: el primero como Jefe del Parque y el segundo, como ayudante del Estado Mayor General. El 13 de noviembre de 1826 le fue revalidado su grado de teniente coronel por el Gobierno Argentino, habiendo obtenido despachos de sargento mayor el 7 de septiembre del mismo año.
Las funciones del teniente coronel Beltrán fueron de gran importancia, pues no solo alistó armas para los varios de miles de soldados que se instruían en las costas entrerrianas, sino que también proveyó armamento a los diferentes buques de la escuadra confiada a la hábil dirección del Almirante Brown; el cual debió hacer frente en todos los encuentros a fuerzas navales muy superiores, de donde resultaron averías muy importantes para los barcos republicanos y sus piezas de combate quedaron frecuentemente fuera de uso. Sin bien es cierto de que la escuadra tenía sus talleres de reparaciones, también lo es de que Beltrán tuvo influencia importante en su dirección.
Actuó en la batalla de Ituzaingó, pero el mal estado de su salud lo obligó a abandonar la campaña y regresar a Buenos Aires y sintiendo que se aproximaba su fin, pasó sus últimos meses reconcentrado en las prácticas religiosas, haciendo penitencias y nuevos votos de castidad, pasando días de prueba y de tortura. Reclamó la presencia de un sacerdote para comulgarse y reconciliarse con el Ser Supremo. Durante dos días los sacerdotes franciscanos rodearon su lecho y finalmente, pidió ser vestido nuevamente con el hábito de la Orden, renunciando a las armas. Nombró albacea a su antiguo amigo, el después general Manuel Corvalán.
El teniente coronel Luis Beltrán, falleció a las siete de la mañana del 8 de diciembre de 1827; y al día siguiente fue sepultado en el Cementerio del Norte “en clase de sacerdote que era, por haber renunciado a la carrera militar antes de morir”, según expresa la comunicación de Corvalán al Inspector y Comandante General de Armas de fecha 10 del mismo mes y año. El otro acompañante de su cadáver fue el general Tomás Guido.
A pesar de que en su testamento de 29 de agosto de 1800, Beltrán dice ser nacido en San Juan, se considera que este suceso se produjo viajando su familia de esta ciudad a la de Mendoza, ya que solo tenía tres días cuando llegaron sus progenitores a esta última, donde fue bautizado, como queda dicho. Su madre sobrevivió hasta 1847.
Referencias
(1) En realidad la artillería transportada sumaba: 2 obuses de 6 pulgadas, 7 cañones de batalla de a 4, 9 cañones de montaña de a 4 y dos cañones de hierro de un calibre, y dos de 10 onzas con sus respectivas cureñas y armones. Las municiones eran considerables: 300 granadas, 200 tarros de metralla para obús, 2.100 tiros de bala, 1.400 tiros de metralla, 2.700 tiros a bala para las piezas de montaña, etc. etc. etc..
(2) La asafétida (Ferula asafoetida) es una especie botánica de olor muy fuerte, bastante repugnante, vagamente similar al ajo.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1938).
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