Los españoles arribaron al Plata con la actitud de hazte-rico-rápido y-vuélvete-a-casa que marcó su conquista de las Antillas Occidentales y México. Sin intención de permanecer en la región, trajeron muy pocas mujeres con ellos. Los vínculos con las mujeres guaraníes recibieron la amplia aprobación de los líderes indígenas (mburuvicha), quienes esperaban forjar una alianza necesaria para su propio poder futuro. Los guaraníes y los españoles de hecho se usaron unos a otros. Como resultado, crearon un prodigioso grupo de mestizos que tomaron los apellidos de sus padres, preservaron muchas de las costumbres de sus madres y construyeron un tipo diferente de sociedad.
El primer gobernador del Paraguay, Domingo Martínez de Irala (1509-56), bosquejó la formación de esta nueva sociedad. Desde el principio el gobernador reconoció legalmente a sus hijos nacidos de diferentes mujeres indias. Cada hijo creció sin el estigma social que los descendientes de parejas blanco-indias soportaron en otras áreas del continente. Sus hijos varones gozaron muchos derechos de españoles al tiempo de continuar hablando y pensando en guaraní. A sus hijas les fue casi igual de bien, todas ellas casándose con conquistadores. (1)
Esto podría sugerir que la sociedad hispano-guaraní se sustentaba en partes cuasi-iguales entre Europa y el Paraguay indígena. Ese no era el caso. De los guaraníes provenía un apetito por ciertas comidas y una preferencia por la melódica y profundamente evocativa lengua guaraní, que aún hoy predomina en el habla de los paraguayos. Los indios también preservaron una sensibilidad hacia lo sobrenatural, una fascinación por los fenómenos naturales —vientos, cataratas, rocas que rompen la corriente de los rápidos arroyos— y la creencia en una profusión de taimados personajes mitológicos que viven en las sombras tras los árboles.
Los españoles hicieron sus propias contribuciones a esta nueva sociedad. Inauguraron una economía basada en implementos de hierro, gallinas, animales de tiro y labranza. Organizaron un comercio extraprovincial en trigo, tabaco y yerba mate que conectó al Paraguay con consumidores de otras áreas de Sudamérica. También crearon estructuras burocráticas de gobierno que pronto trascendieron el tradicional liderazgo del mburuvicha. Más importante aun, introdujeron la religión católica romana, la cual proporcionó una nueva dirección. El concepto de un diluvio universal, de un redentor que purificaría a la gente con fuego y de una tierra sin mal (yvy maraney) a la cual todos deberían migrar se convertirían en parte del imaginario paraguayo. Tales innovaciones fueron cruciales. Le dieron a la sociedad paraguaya un corazón orientado a Europa, aunque reteniendo asociaciones perdurables con el pasado indígena. (2)
La casi ausencia de nuevos inmigrantes de España por los siguientes dos siglos permitió que estas tendencias originales se consolidasen, lo que le dio al Paraguay la semblanza de un lugar sin tiempo, fuera de la historia y alejado del progreso. Pero el estatismo era engañoso. En realidad, se estaba produciendo un cambio casi permanente debido a la presión de los saqueos guaicurúes. Los nuevos paraguayos —ya que así deben ahora ser llamados— tenían que resistir una continua amenaza externa. Esto dio lugar al crecimiento de un sentido de identidad y comunidad.
Y había también nuevos enemigos que enfrentar, los llamados mamelucos de São Paulo. Estos conquistadores autónomos se ganaron un lugar especial en la historia del Brasil, ya que fueron ellos los que llevaron la bandera de Portugal por las tierras vecinas de Sudamérica, a miles de kilómetros de la costa, en busca de esclavos indígenas. Antes que portugués, comúnmente hablaban una jerga basada en el tupí llamada lingua geral. Los mamelucos llevaban una vida de privaciones y violencia y había poca profundidad en su existencia de día-a-día, a excepción quizás de su fe. Su religión se centraba en una simple e irregular adoración de santos con adopción libre de preceptos africanos e indígenas. Al igual que el pueblo hispano-guaraní del Paraguay, los mamelucos eran culturalmente ambiguos. La mayor diferencia entre ellos era el más fuerte sentimiento de comunidad que mostraban los paraguayos. Ambos eran duros luchadores, acostumbrados a vivir de la tierra. Y, por períodos, encarnizados enemigos.
La influencia de los misioneros
La imposición de las instituciones católicas podrían haber mitigado la animosidad entre los mamelucos y los guaraníes, pero la cristiandad afecta a los pueblos de manera diferente. Las menos asentadas poblaciones de las pampas y el Gran Chaco activamente resistieron muchos de los esfuerzos de las órdenes religiosas por convertirlos (3). Los guaraníes, en cambio, generalmente aceptaron de buen grado a los misioneros como aliados adicionales contra los guaicurúes y, luego, los mamelucos. Estos mismos curas a veces protegían a los indios contra los encomenderos españoles locales. La protección venía con muchas derivaciones, sin embargo, ya que los clérigos demandaban a cambio una absoluta obediencia en asuntos temporales a la par de demostraciones convincentes de piedad.
Los franciscanos, que arribaron en los 1560, y los jesuitas, quienes llegaron medio siglo después, fueron las más influyentes de las distintas órdenes que apuntaron al Paraguay como campo misionero. Ambas eran celosas en su objetivo de poner a los guaraníes bajo las reglas eclesiales y en enseñarles los rudimentos de la fe. Lo conseguían adaptando sus homilías a la sensibilidad indígena, ofreciendo a los indios doctrinas que hacían parecer al cristianismo una extensión lógica de creencias precolombinas. Por ejemplo, transformaron a un legendario héroe guaraní, Pa’i Luma, en un equivalente de Santo Tomás. Ya sea por el ejemplo o por la prédica, hicieron más ordenada y regimentada la vida guaraní.
Los guaraníes no estaban acostumbrados a trabajar bajo supervisión. En tiempos previos, su trabajo era intermitente, ejecutado solamente cuando el hambre los compelía a cazar, pescar o cavar en busca de raíces. Producir un superávit no tenía lugar en su pensamiento y se sentían ambivalentes acerca de adoptar esa práctica como forma de vida. También sentían el tener que renunciar a ciertas creencias y costumbres tradicionales, lo que incluía la poligamia, el infanticidio y las borracheras rituales.
Pese a algunas dudas en los detalles, los guaraníes aceptaron que el mundo que los sacerdotes ofrecían tenía muchos aspectos positivos, no en menor medida el suministro regular de alimentos. En cuando a los cambios del orden social, los mburuvicha se vieron desplazados por consejos de indios que regían con consentimiento eclesiástico. Los guaraníes frecuentemente aplaudieron este reordenamiento de responsabilidades, dado que facilitaba la adaptación mutua entre las costumbres indias y europeas. En tiempos de tensión, las misiones jesuíticas y los pueblos franciscanos ofrecían a los guaraníes un valioso sentido de estabilidad. Pero, en última instancia, los indios tenían pocas opciones. El principio de la compulsión siempre permeó el ambiente de la misión o el pueblo. En esto, los clérigos eran similares a los encomenderos.
En otros sentidos, eran decididamente diferentes. En materia de políticas, los jesuitas buscaron evitar los contactos entre las misiones de indios y sus vecinas poblaciones europeas, fueran españolas o portuguesas. Su estrategia ubicaba a los guaraníes en una posición de estricta subordinación al residente jesuita local, dejando a los oficiales seculares, los agentes de la más amplia sociedad española, fuera de escena. Esto generó el nivel de obediencia que los jesuitas demandaban, pero también garantizó que, cuando tales contactos ocurrían, fueran proclives a verse socavados por la desconfianza.
Una serie de desastrosos saqueos mamelucos contra misiones jesuíticas del Guairá en los 1620 ilustra este punto. Guairá estaba localizada bien arriba del río Paranapanema, cerca de las posesiones portuguesas. El virrey de Lima nunca había destinado recursos a defender esta área. Esto llevó al superior jesuita, Antonio Ruiz de Montoya, a organizar una evacuación al sur con unas 1.500 familias. Muchos indios murieron antes de que los sobrevivientes pudieran reconstituirse en treinta nuevas comunidades cerca de la gran curva del Paraná.
Subsecuentemente, los jesuitas peticionaron al Consejo de Indias permitir portar armas a los guaraníes, con el argumento de que España corría el riesgo de perder la totalidad de la región en manos de Portugal. El consejo accedió al requerimiento en 1642, autorizando a Ruiz de Montoya a establecer una milicia bajo el comando de los jesuitas, quienes eran de por sí ex soldados. Los guaraníes procedieron de esa forma a aplastar varias expediciones enviadas contra ellos desde São Paulo. Las depredaciones de los mamelucos rápidamente declinaron.
Desde ese momento, siempre que las autoridades seculares sintieron el peligro de revueltas indígenas, descontento en los asentamientos o invasiones de los portugueses, recurrían a los servicios del ejército guaraní (4). Por más de un siglo, los principales contactos que las misiones de indios experimentaron con el mundo exterior fueron en un contexto militar.
Las cosas se desarrollaron de manera diferente en los pueblos franciscanos. En las áreas densamente pobladas alrededor de Asunción y el más pequeño pueblo de Villarrica, los franciscanos y los curas seculares predominaron y ninguno de los grupos promovió el ideal segregacionista de los jesuitas. Los indios que vivían en los pueblos franciscanos obtenían ingresos para sus comunidades trabajando para patrones con apellidos españoles junto con indios mantenidos en encomienda. Otros indios del pueblo servían en cuadrillas de baquianos y recolectores de yerba, a menudo a gran distancia de sus hogares. Los jesuitas denunciaban tales contactos entre europeos e indios. Era el trabajo, sostenían, de frailes autoindulgentes que, como los fariseos, se preocupaban más por el oro del templo que por el templo mismo.
Ciertamente algunos españoles se mudaron a pueblos franciscanos y vivieron abiertamente con mujeres indias. Ambas prácticas eran ilegales. Sin embargo, estos contactos entre indios y la sociedad secular tuvieron una función social que estaba ausente entre los jesuitas. Las partes centrales de la provincia, mucho más que en territorios jesuitas, experimentaron una mezcla de culturas que moldeó un conjunto hispanoguaraní reconocible. De esta identidad común evolucionó una comunidad distinta de las que se observaban en todo el resto de Sudamérica.
Referencias
(1) No fue sino hasta 1604 que los descendientes mestizos de los primeros conquistadores recibieron acceso legal a puestos dentro del Paraguay, aunque en la práctica venían ejercitando tal autoridad desde hacía al menos veinte años antes. Ver Tomás de Garay al Virrey, Asunción, 12 Oct. 1598, citado en Efraím Cardozo, El Paraguay colonial: las raíces de la nacionalidad (Buenos Aires y Asunción, 1959), pp. 155-6. En cuanto a la carrera de Martínez de Irala en Paraguay, ver Rodrigo Lafuente Machaín, El gobernador Domingo Martínez de Irala (Buenos Aires, 1939). Sobre las experiencias de sus hijos y descendientes, ver Alfredo J. Otarola, Antecedentes históricos y genealógicos: el conquistador don Domingo Martínez de Irala (Buenos Aires, 1967), pp. 120-31.
(2) Rubén Bareiro Saguier ha sugerido la sugestiva comparación entre el pueblo hispano-guaraní y los Métis de Canadá. Ver su “Le Paraguay, nation des Métis”, Revue de Psychologie des Peuples (Caen) 4 (1963): 442-63.
(3) James Schoefield Saeger, The Chaco Mission Frontier: The Guaicuruan Experience
(Tucson, 2000).
(4) En 1679, por ejemplo, una expedición portuguesa estableció un fuerte en Colonia de Sacramento sobre la orilla izquierda del Río de la Plata. Tomado completamente por sorpresa por esta incursión, el gobernador de Buenos Aires pidió ayuda a los jesuitas y los padres respondieron enviando una fuerza miliciana de tres mil indios. El ejército jesuita aplastó a los portugueses en un asalto al fuerte, matando a doscientos defensores y tomando prisioneros a los sobrevivientes. Los indios no recibieron ni un real por sus servicios a España y tuvieron que marchar de regreso inmediatamente a sus misiones, no fuera cosa que los residentes españoles de esa zona del Plata comenzaran a inquietarse por su presencia. Ver Warren, Paraguay, pp. 97-8.
Fuente
Thomas Whigham – La guerra de la Triple Alianza. Ed. Taurus, Asunción (2010)
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