Alberdi, los unitarios y Rosas

Juan Bautista Alberdi (1810-1884)

En su Fragmento Preliminar para el Estudio del Derecho, de 1837, dice Alberdi: “Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego, por su razón espontánea, de no sé qué de imponente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios, importados y desnudos con toda originalidad nacional, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen exótico: que, por tanto, un sistema propio nos era indispensable (…) la abdicación de lo exótico por lo nacional; del plagio, por la espontaneidad; de lo extemporáneo, por lo oportuno; y por el triunfo de la mayoría sobre la minoría popular (…) ¿En qué consiste esta situación? En el triunfo de la mayoría popular que algún día debía ejercer los derechos políticos de que había sido habilitada. Esta mayoría buscaba representantes, los encontró, triunfó (…) El señor Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe”.

El idealista Alberdi, preocupado por la definitiva conformación de la nacionalidad argentina, abjura de los unitarios rivadavianos, ilustrados, iluministas, racionalistas para quienes la razón es la ley de la historia, y postula (se postula) como el elemento ausente y necesario para fungir entre Rosas y las masas, para dotar de originalidad filosófica al proceso de organización nacional. El historicismo de Alberdi supone una brecha múltiple en el campo ilustrado: por un lado, los “viejos unitarios” rivadavianos, agrupados en la Comisión Argentina donde destacan Julián Segundo de Agüero, Salvador María del Carril, Valentín Alsina y Florencio Varela. Distanciados de ellos, militan los ex miembros del Salón Literario: Miguel Cané, José Mármol, Andrés Lamas y Juan María Gutiérrez; Esteban Echeverría. Para este grupo de románticos ilustrados, la oposición a la tiranía de Rosas era común con la oposición al “despotismo ilustrado” de los emigrados que habían estado íntimamente comprometidos con el partido “directorial” primero, y luego con el ex presidente Rivadavia. El presidente oriental, Rivera, anfitrión de los argentinos anti-rosistas, confabulaba con Francia para lograr la secesión de las provincias de Entre Ríos y Corrientes.

Conviene recordar que esta posición alberdiana, expectante, vacilante, esperanzada en el régimen rosista, en Rosas en particular, no era solitaria. Marcos Sastre, al inaugurar el Salón Literario en 1837 (Ojeada filosófica sobre el estado presente y la suerte futura de la nación argentina) decía: “Porque tengo por indudable que estamos en la época más propia y que presenta más facilidades para dar un empuje fuerte a todo género de progresos. Porque el actual gobierno es el único conveniente, el único poderoso para allanar los caminos de la prosperidad nacional. El gran Rosas es el hombre elevado por la sola fuerza de su genio al alto grado de influencia y de fama, que le pone en aptitud de rechazar toda reacción extraña o anárquica que intente oponerse a la realización de las esperanzas de la nación… El único poder que puede suceder a la anarquía es el absoluto… llegó la hora en que para evitar el naufragio que la amenazaba, se presentaba la necesidad de un poder fuerte; y encontrando un hombre dotado de valor y virtudes, de tanta actividad, como energía, de tanto amor al orden, como inflexibilidad, se apodera de él, lo eleva al poder, y este hombre, superior a la pesada carga que se le impone, consiente en aceptarla; el genio lo inspira; se engrandece su alma; se multiplican las fuerzas de su espíritu: ¡Salva a la Patria!”.

Es tan extensa la defensa y exaltación que Marcos Sastre, delante y de frente a todos los futuros “nuevos unitarios” de Montevideo, que nos preguntamos ¿Usaban la máscara de Rosas como alguna vez, en el pasado, la de Fernando VII? Porque estamos en 1837, no en 1829 ó 1832 ó 1834. Dos años largos de Suma del Poder ya han pasado, y aquí tenemos a estos jóvenes fundando su Salón Literario y sólo unos meses después, ¡Abominando y abjurando de todo lo dicho y hecho a favor de Rosas! Pero Rosas no escucha. Rosas se vuelve proteccionista (Ley de Aduana de 1835), Rosas se enfrenta con la Humanidad, es decir, con Francia y su “intervención humanitaria” (el bloqueo de 1838-40) La culpa la tiene Rosas que cambia. ¿Cambia? Ni Rosas ni Sarmiento cambian, nunca cambiarán en toda su vida. Tampoco es Francia la que “cambia”. Es la Joven Argentina que cambia por la Asociación de Mayo, y lo hace abruptamente, intempestivamente, veremos basados en qué razones.

La razón universal hace necesaria la ruptura de Alberdi con Rosas. Una ruptura trágica, tanto para la Argentina como para el propio Alberdi, siempre un paria entre los emigrados montevideanos. Alberdi versus Sarmiento. Ambos opositores a Rosas, más ambos enfrentados entre sí por la contradicción entre distintas formas de civilizar la Argentina: integracionista la alberdiana, genocida la sarmientina. Nunca abandonará Alberdi ese sabor amargo de lo que entiende es la deserción rosista. Así, intentará volver a Rosas en 1847, desde Chile, con su “La República Argentina, después de 37 años de la Revolución de Mayo”, y luego de la caída de Rosas, se alineará con la Confederación urquicista, una vez más contra Sarmiento y los unitarios puros, ahora devenidos en “autonomistas”. Y aún más. Años después de Caseros, Alberdi y Rosas, exiliados, comparten amables y conciliatorias conversaciones en la finca del ex Restaurador, saldando sus diferencias.

Alberdi ha transitado hacia el materialismo en el que confluyen las ideas sociales sansimonianas y el economicismo de Adam Smith. Esta confluencia, que supone la instauración definitiva en Europa de la hegemonía y el poder económico de la burguesía, que ahora ve al resto del mundo como objetivo de su dominación, es que lleva a Alberdi, en sus Escritos Económicos, a enfrentar, una vez más las tesis sarmientinas: “La economía política de América del Sud debe favorecer, sobre todo, al comercio internacional y a la industria rural y agrícola, cuyos productos alimentan ese comercio llamado a probarla; a convertir en riqueza su producción barata, cambiándola por la riqueza fabril de Europa. Este destino de nuestros territorios está en el movimiento de las cosas (…) Desdeñar las campañas y tratarlas como brutas porque sólo producen materias brutas, es propio de un charlatanismo idiota y suicida que no se da cuenta de que esa producción bruta es toda la razón que vale a Sud América la adquisición y goce de la producción fabril que el comercio de Europa derrama en sus ciudades sin artes ni fábricas (…) El menor hacendado o estanciero, el simple labrador, el humilde gaucho, hacen a la riqueza, a la población, a la civilización europeísta del país, servicios más importantes y directos que todos nuestros literatos y poetas y retóricos y oradores más pintados y más pretenciosos”.

Es, claro está, una singular forma de reivindicar el elemento popular y la necesidad de integración de las provincias litorales y mediterráneas en una única Nación Argentina, con Buenos Aires, en la civilización mundial del capitalismo en expansión. Para Alberdi, siguiendo el decurso de la filosofía europea que sigue el decurso del desarrollo del capitalismo, “Europa es la Humanidad”, y la burguesía es la clase universal que unifica, con su predominio, la razón con la historia y la libertad.

“El arraigo nacional del Restaurador ofuscaba a unos jóvenes que no vivían sino con la imaginación puesta en el extranjero. La Suma del Poder no les repugnaba sin duda tanto como la índole del que disponía de ella, y sobre todo el uso a que la destinaba. Tal vez les pareciera bello emplear la fuerza, encarcelar, fusilar, pero no como lo hacía Rosas, para que el país no se disolviera en una serie de republiquetas, sino, como Rivadavia y Lavalle, para establecer aunque fueses en un solo punto del país un núcleo de vida europea, cortado por el patrón de París o de Londres, de preferencia lo último, bien libre, es decir, bien protestante, bien civilizado, es decir bien extranjero. El conflicto franco-argentino no fue siquiera dilema para ellos. Con rara unanimidad vieron en él un conflicto entre la civilización y la barbarie. ¿Podía ser dudosa la opción? Los que no se habían ido, tomaron el camino del voluntario destierro, o se dedicaron a zapar en el interior la fuerza del bárbaro que se resistía a los civilizados representantes de Francia (…) No obstante el carácter expansivo de la agresión francesa, probado por su simultaneidad con otras en América, Africa, Asia, los emigrados tomaron las armas contra su Patria, junto a los agresores de la misma. Recibieron oro en pago del nefando servicio. Y siguieron creyéndose los mejores argentinos” (Rodolfo y Julio Irazusta, “La Argentina y el imperialismo británico”, Buenos Aires, 1934).

Esta expansión civilizatoria no es sólo en el ámbito de las ideas, la cultura o la filosofía, sino por su base material, la creación del mercado mundial, del comercio mundial, a partir del cual las ideas, la cultura, la filosofía, puede ser nacional sin por ello dejar de estar en sintonía con la razón universal. El comercio mundial es el progreso, y la expansión de la economía europea es el desarrollo (de Europa en la misma medida que del resto del mundo, en particular América), y el progreso y el desarrollo necesitan de organización. El librecambio se convierte, entonces, en elemento a la vez civilizador e integrador, ya que promueve el progreso y el desarrollo, “mundializando” la hegemonía francesa e inglesa a través del comercio internacional.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Fanlo, Luis – Caudillo entre caudillos: Juan Manuel de Rosas y las guerras civiles argentinas.
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Revista Contratiempos – Año 1, Nº 2, Buenos Aires (2003).

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