El sol daba sus últimos retozos juguetones sobre el preñado vientre de las lomas. La galera se bamboleaba incómoda, ebria de tierra y caminos. Las horas de la tarde se demoraban indisciplinadamente, enredándose en las crines improlijas de cuatro caballos overos.
En una tarde de noviembre
Por una boscosa senda,
En su galera viajaba
El Gobernador Heredia
Las ruedas masticaban acompasada y torpemente el pedregullo que germinaba sin vida por el camino. La vegetación se atiborraba pujando por romper filas, ganosa de atestiguar el paso último de aquella galera. Adentro, un hombre parpadeaba el paisaje. Meditaba o divagaba. Las crónicas nada nos dicen al respecto. En el gesto altivo, se incrustaba una arrogante mirada. Adusto y enjuto como una oliva, su rostro arquitecturaba el macilento garbo heredado de un otrora virginal.
El uniforme –un severo azul desangrándose en rutilantes bordados-, militarizaba con elegancia su porte. Era el antiguo rito guerrero de engalanarse para frentear a la muerte, pero esta vez la batalla era otra, y él aún no lo sabía:
No lleva escolta a su lado,
Que en su vanidad ingenua,
Cree que lo escolta su fama
De héroe de la Independencia
Había estudiado en una Córdoba teologal y barroca, apuntalada en frailes, novenas y campanarios. Los libros y las batallas, el latín y las espadas, lo cautivaron por igual. Las pausadas meditaciones religiosas no fueron para él menos que las heroicas borracheras de los campos de batalla ganados. Pensó que no podíamos seguir pidiéndole migajas de vida a España, cuando nosotros también teníamos nuestro propio mendrugo de cielo y de sol. Por eso asumió la espada, como quien empuña el hierro fundacional de un arado.
Salió a defender la memoria de esa irreparable sucesión de vidas y de muertes enclavadas en ese átomo de universo y de tiempo que llamamos patria. Porque su sangre le decía que también esa era una forma de cumplir con el cuarto mandamiento. Y porque en la lucha se jugaba a perder o ganar nada menos que un pedazo de la Creación. Su carácter solía facetarse en duras aristas. Meses atrás, en Salta, había crucificado de dos bofetones una insolencia de Gabino Robles, su comandante y subordinado militar.
Mientras el país se escindía en facciones irreconciliables, él proponía en sus feudos una “fusión de partidos”. Por eso se complacía señorialmente en posar de mecenas ante un liberal y selecto grupo de jóvenes unitarios.
No era malo el indio Heredia
Que sabía perdonar:
Que lo diga si no Alberdi,
Que lo diga Marcos Paz
Y hasta el mismo Avellaneda
Lo podría atestiguar
Los vericuetos del camino parecían bostezar monótonamente, mientras la tarde se descalzaba de ruidos para epilogar el día. Repentinamente, la galera dio un brusco vaivén y se detuvo en seco. Un rumor sordo de voces duras le tensó los músculos. Abre la portezuela entonces y sale. Un grupo de hombres, un puñado apenas, detienen su viaje. Conoce a uno de ellos: es Gabino Robles, el de lo de Salta. Y son cinco jinetes y cinco pistolas que le cortan el paso y la vida. Una brisa ronca se astilla sobre las grupas de los cuatro overos. Siente al miedo maneándole minuciosamente el brillo a sus ojos pardos. Y trata, pueril y humanamente, de perdurar algunos segundos.
-¿Qué hay Robles? –pregunta- Todo lo que usted pida le daré…
No continúa. Sabe que es inútil. Sabe que en los ojos temerosos de Robles hay algo más que dos bofeteadas en Salta, y que ya es tarde, muy tarde para comprender.
Sabe también que su vida termina allí, en Lules, rumbo a la Arcadia, porque Dios (así lo cree) y la historia (la intuye), lo quieren así.
Doctorcitos unitarios
Lo mandaron a matar,
Mal hicieron los doctores
Y caro lo pagarán.
Tres balazos en el bosque le quemaron las estrofas y blasonaron su cuerpo de rojo punzó. Quizá Dios pensaba que esa vida era demasiado vino para que se añejara en odre tan estrecho. Y quiso darle, en renombre, cien veces lo que de vida y de verbo descuajaba de su nombre.
Era el 12 de noviembre del año 1838, y atardecía. Vísperas del funesto trece, lo enancaba la muerte para aparearlo a la historia. Un cielo inmenso y un murmullo de arreboles, lapidaron el cadáver de Alejandro Heredia, héroe de la Independencia y Gobernador de Tucumán.
(Las estrofas transcriptas anteriormente son coplas tradicionales provincianas recogidas de labios del pueblo y compiladas por Juan Alfonso Carrizo).
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar
Prevedel, Enrique – El “Indio” Heredia.
Revisión Histórica – Instituto de Estudios Históricos y Sociales Argentinos “Alejandro Heredia”, Nº 3, julio de 1968, Tucumán.
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