De regreso en Buenos Aires en febrero de 1839, Guillermo Brown se mantuvo en su hogar durante parte del bloqueo francés, que duró 942 días, atendiendo sus asuntos comerciales y domésticos. El 18 de julio de 1840 recibió el título correspondiente a seis leguas de tierras públicas, acordados en cumplimiento de la ley de 1839 y “…en premio de sus servicios y fidelidad al juramento santo de nuestra Independencia, a la sagrada causa de nuestra Confederación, de nuestra Libertad, de nuestro honor, de nuestra dignidad y de la de América”. No usufructuó nunca esas tierras, ni las vio en su vida y fueron transferidas a su muerte por su mujer, para pagar deudas al sastre del almirante.
La declaración de guerra a la Confederación, por parte de Fructuoso Rivera, se mantenía latente. Los emigrados argentinos en Montevideo, apoyados por Francia, junto con fuerzas orientales proseguían las operaciones militares, después del levantamiento del bloqueo. Rosas decidió entonces aplicarlo a Montevideo; formó una escuadra y la puso en manos del nuevamente convocado almirante Brown, el que asumió el cargo el 3 de febrero de 1841, cuando se acercaba a los sesenta y cuatro años de edad.
Rivera, por su parte, designó a John Halsted Coe, antiguo capitán de bandera de Brown, como jefe de una escuadrilla que formó con el aporte francés, enfrentándose ambas formaciones en aguas del Plata, en cuatro oportunidades durante 1841, con distintos resultados.
El 24 de enero de 1841, frente a Montevideo, Brown venció a Coe y lo obligó, con daños, a refugiarse dentro del puerto, con la pérdida de la goleta Palmar que se pasó a las filas argentinas. El 3 de agosto, a 8 kilómetros de Montevideo, se enfrentaron ambas escuadras, sin definición, pero perdió Coe la goleta Rivera por colisión al tomar puerto. El 9 de diciembre, a 25 kilómetros de Montevideo, Coe atacó a Brown que bloqueaba el puerto y volvió a perder otro buque -el Cagancha- que fue llevado a Buenos Aires. Por último, el 21 de diciembre una nueva escaramuza sin definición, selló el destino de Coe y su escuadrilla, que fue disuelta por orden de Rivera.
En 1842 el italiano Giuseppe Garibaldi asumió el mando de una fuerza naval de Rivera y se dirigió por el río Paraná a Corrientes, en apoyo a la rebelión de esa provincia contra Rosas. Luego de dos acciones menores -frente a Martín García y en la Bajada del Paraná- remontó Garibaldi el río haciendo varias presas mercantes. Perseguido por Brown y vencido el 15 de agosto en Costa Brava, debió huir por tierra hacia el norte, perdiendo sus buques.
En 1843 dispuso Rosas el bloqueo a Montevideo, que cumplió Brown, al par que el brigadier Manuel Oribe sitiaba a la ciudad por tierra. Inglaterra desconoció el bloqueo y el comodoro Purvis y su escuadra se ocuparon de suministrar víveres a la ciudad sitiada. El bloqueo fue levantado parcialmente por la presión anglo-francesa y reimplantado a partir de junio, al ser desautorizado Purvis por el gobierno británico.
Las acciones terrestres de la guerra favorecieron a la Confederación y el general José María Paz, jefe unitario de la sitiada Montevideo, renunció a su cargo y se asiló en Río de Janeiro.
En abril de 1845 llegó al Plata el ministro inglés Roberto G. Ouseley y en junio el barón francés de Defaudis. Entre ambos exigieron a Rosas el abandono del territorio oriental y el cese del bloqueo. Ante su negativa dispusieron el robo de la escuadra Argentina, orden que cumplieron los almirantes F. H. Inglefield y M. Lainé el 2 de agosto de 1845, al apresar a Brown y seis buques argentinos de guerra de la escuadra a su mando, situación a la que se arribó luego de una serie de incidentes creados ex profeso por navíos de guerra franceses, ingleses, norteamericanos, brasileños y hasta sardos, todos comprometidos en una u otra forma en la contienda colonialista anglo francesa de la región.
Brown, con órdenes reiteradas por escrito de no escalar el conflicto bajo ningún concepto y de no proceder -aún ante el ataque- sin explícitas directivas para cada caso en particular, acató con sumo dolor esas órdenes y cumplidas, abandonó el servicio naval, ahora para siempre, dejando para la historia su parte de los hechos, en el que expresó:
“Tal agravio demandaba imperiosamente el sacrificio de la vida con honor, mas también, la subordinación religiosa a las Supremas órdenes del Exmo. Sr. Gobernador y Capitán General de la Provincia, comunicadas por el Ministerio, para evitar la aglomeración de incidentes, que complicasen las circunstancias pudo resolver al que firma, para arriar a un Pabellón, que por 33 años de continuos triunfos, ha sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata…”.
Algo más grande que su vida en combate ofrendó a la nación a la que servía el entonces viejo almirante de 68 años: su dignidad y honor de soldado. Esas virtudes que Alfredo de Vigny, el poeta francés delineó sabiamente: “el honor es el pudor viril. Siempre y por todas partes mantiene, en toda su belleza, la dignidad personal del hombre”.
Preso en un buque de guerra inglés, se le prometieron honores, fortuna y cuanto pidiera si se plegaba a la lucha en favor de los unitarios, lo que rechazó indignado. Su respuesta acerca del lugar donde deseaba ser conducido fue breve: “Mi destino será siempre donde tremolara el pabellón argentino”. Regresado a Buenos Aires en el vapor de guerra Fulton, recibido en el puerto con los honores de ordenanza por los buques extranjeros allí surtos, se encerró en su quinta de Barracas: su carrera naval había terminado.
En un estado anímico próximo a la desesperación -que narró sin entenderlo el entonces emigrado político Ignacio Alvarez Thomas: “Lo visité en la rada, antes de su partida, convenciéndome del estado de desorganización mental en que hallaba mi buen compadre y amigo”- condiciones que no impidieron el rechazo de nuevas tentaciones que le llevaba, si elegía radicarse en Montevideo. Así, fiel a su conducta de siempre, fue el almirante en el momento más crucial de su vida.
Brown, el hombre, entre 1838 y 1845
La vuelta a la actividad naval produjo en Brown su inevitable contacto con la realidad política de la Confederación Argentina, de la que como no nativo, se había apartado prudentemente.
Supo siempre dirimir entre lo partidario y lo oficial, y fueron raros gestos los suyos, en una época en que abundaron la adulación sin límites o el rechazo total hacia el gobierno y especialmente a la figura de Juan Manuel de Rosas, extremismos ambos y como tales reñidos con la sensatez y la cordura necesarios en tales casos.
No asistió a los funerales de Doña Encarnación Ezcurra de Rosas, esposa del Restaurador, pero saludó al cañón, donde se encontrara, los cumpleaños de Rosas. No obligó el uso de la divisa federal a sus subordinados, pero la llevó -pequeña y reglamentaria- en sus uniformes. Al enterarse, bloqueando Montevideo, de la muerte del emigrado brigadier general Martín Rodríguez, le rindió honores póstumos en sus buques, olvidando o fingiendo hacerlo, que se trataba del presidente de la “Comisión Argentina” -unitaria- en esa ciudad.
Estas y otras posturas fueron comunicadas a Rosas por sus adulones y aceptadas por éste como “cosas del viejo Bruno”, como lo llamó castellanizando el sajón Brown. Un código exclusivo de respeto mutuo regló las relaciones entre ambos hombres, que no quebraron ni el tiempo ni las circunstancias. Tal vez quien mejor haya expresado, por observación directa, esas relaciones haya sido el general Paz, en sus Memorias póstumas, al escribir:
“Cuando tomó servicio con Rosas, fue cuando el bloqueo francés; a nadie admirará que un inglés se alistase en bandera opuesta a sus enemigos tradicionales. Después combatió contra el Estado Oriental, que estaba en guerra con la República Argentina, o contra Rosas, si se quiere; mas en su calidad de extranjero y de argentino adoptivo en su limitado alcance político, no es de extrañar que no llegase a esas distinciones, que a los demás nos habían puesto las armas en las manos, asociándonos a los orientales. El no veía más que la bandera de la patria de su adopción y otra que le era contraria.
Que tuvo cierta influencia sobre el Restaurador -o sobre su hija que en la materia actuaba de intermediario lo confirman las numerosas cartas conservadas solicitándole intercediera ante aquél, en distintos tópicos que van desde las de familiares de presos por ser “federales tibios” y hasta por “haber servido en las filas de Lavalle”, a la de reabrir una escuela no Católica Romana, “aunque cristiana…”.
Brown, buen jinete, solía ir a caballo o en coche a Palermo en ocasión de recepciones del Restaurador. Así el 12 de diciembre de 1842, al festejar Rosas el triunfo de Arroyo Grande (combate en que Oribe aniquiló a Rivera) intervino en una cabalgata a la residencia de San Benito y Rosas prestó su poncho de vicuña al almirante para su regreso nocturno a Barracas.
En lo familiar, fueron los Brown abuelos en este lapso y los hijos e hijas de Guillermo y Martina alegraron su quinta de Barracas. Se conserva una carta de la abuela Eliza en que pide al almirante le haga fabricar a su nieto un “barquito o algo así” por el carpintero de su buque y lo traiga a su regreso, “para que el joven monito se vuelva loco de alegría”. La poca correspondencia familiar conservada tiene un tinte doméstico y tranquilo, pese a los riesgos del almirante en la guerra, los largos tiempos de embarque durante los bloqueos (algunos hasta superiores al año sin bajar a tierra) y la pretendida locura de éste por personajes interesados en ella o por quienes no lo conocieran en vida, ni estudiaran a fondo su existencia…
Incorporó Brown a la escuadra a su hijo menor -Eduardo- que comandó el 9 de Julio y seria el jefe de la batería con el nombre de su padre en el combate de la Vuelta de Obligado. Las relaciones oficiales de padre e hijo en la profesión no torcieron la conducta del almirante: fue Eduardo un subordinado más, en las exigencias del servicio a bordo. Castigado por un incidente provocado frente a Montevideo por un buque de guerra norteamericano, sufrió Eduardo la prisión correspondiente y cumplida la pena impuesta por el Restaurador, regresó a bordo y se mantuvo en el servicio hasta su temprana muerte .
Las relaciones oficiales entre el gobierno y Brown fueron más que cordiales. Se produjeron frecuentes visitas de Manuelita Rosas a bordo de la escuadra, escoltada por personajes políticos y militares. Recibió el almirante, a su regreso de su victoria en Costa Brava, una apoteosis no usual: asados con cuero populares en la Alameda, banquete en la Capitanía de Puertos, salvas del Fuerte, bandas militares que seguían su carruaje en el que Brown, sentado en medio de su mujer y Manuelita se trasladó por la tarde a Palermo, donde Rosas lo obsequió con cena y baile.
Luego del “robo de la Escuadra”, estas relaciones oficiales se enfriaron notablemente, pero no ocurrió lo mismo con la consideración del pueblo porteño, siempre fiel hacia su almirante. Brown continuó revistando en actividad por orden de Rosas, pero sin cargo efectivo en la Armada ni en el -Estado, situación que se mantuvo hasta Caseros.
Brown se mantuvo en su quinta de Barracas durante todo 1846, sin mayores manifestaciones sociales fuera de un cerrado círculo de viejas amistades. En 1847 se casó su hijo menor Eduardo con Margarita Fitton, hija de un antiguo subordinado suyo, y a continuación obtuvo permiso y viajó a Irlanda e Inglaterra en visita familiar que insumió, entre traslados y estadía, un año y medio, regresando en enero de 1849. No fue muy oportuno el viaje, pues arribó a su patria durante una de esas grandes hambrunas que periódicamente sacudían a Irlanda; no pudo entrevistarse con la totalidad de su familia y tuvo un regreso accidentado, en un buque mercante con mortandad de pasajeros y cuarentenas en Río de Janeiro y Buenos Aires.
Disfrutó en 1850 una pequeña reparación a su honor de marino: la devolución de las naves que le fueran robadas en 1845 por los anglo franceses, pero no asistió -invitado o no- al acto de su recepción en Buenos Aires. Ese año se consternó con la noticia de la muerte del Libertador general Don José de San Martín, arribada al Plata el 9 de noviembre y asistió al funeral dado en la Catedral por su alma.
El pronunciamiento de Urquiza contra Rosas y la posible guerra con el Brasil no enturbiaron su paz hogareña, donde lo halló Caseros y los hechos derivados del fin de Rosas. Fue el único oficial general que no se halló presente en la entrada triunfal de Urquiza a Buenos Aires, el 20 de febrero de 1852. Encabezó la lista de todos los oficiales de Marina dados de baja el 1 de marzo de aquel año, si bien al día siguiente se lo reincorporó con el grado de brigadier general, salvando un aparente error administrativo.
Fuente
Brown, el hombre – I. N. Browniano – Buenos Aires (1997)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
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