El Carnaval en tiempos de Rosas

Rosas y Mnuelita presenciando el candombe, en 1836

Carnaval era la chacota popular de mayor trascendencia en Buenos Aires.  Para disfrutarlo no hacía falta música, bailes o disfraces, como en otras ciudades importantes.  Sólo había que pertrecharse, individualmente o en grupos –según la sociabilidad de cada uno-, de baldes, agua, huevos y demás objetos contundentes al alcance o las preferencias de los que se decidían a participar en la contienda, despiadada como la “mancha venenosa”.

Las personas no dispuestas a disfrutar de aquellos desahogos abandonaban la ciudad.  Los renuentes de escasos recursos, que ni siquiera tenían amigos que los invitaran a la estancia o a la quinta, se encerraban en sus casas.  Cuando era imprescindible salir –no había hielo para conservar la carne de cada día- iban camino al tormento con la entereza de San Sebastián o de Juana de Arco.  Pero como los mártires, tampoco lograban conmover a los verdugos.  Volvían al hogar empapados, rígidos por el efecto del sol estival sobre las claras y las yemas de huevo que los cubrían y sangrando por las heridas de piedras y objetos cortantes, “inofensivos”, que se arrojaban desde los balcones.

También eran desaforadas las agresiones dentro de las casas.  Para sostenerlas con suficiente ardor, durante esos días se deponían las jerarquías y era común ver a los dueños de casa y sus amigos perseguidos por la servidumbre.  Desaparecía la piedad, el respeto y la misericordia; democráticamente caían bajo los baldazos legisladores, catedráticos, hacendados, doctores, comerciantes, mujeres, ancianos y niños.

Hacia 1821 Rivadavia procura reglamentar los bailes negros y que éstos se trasladaran de ámbitos callejeros a privados y cerrados. A partir de la segunda década del siglo XIX, las fiestas de los negros y los candombes se celebraban en sus casas de los barrios de San Telmo y Montserrat, este último también conocido con el nombre de “barrio del tambor”. Los grupos estaban divididos no sólo por naciones sino que también se diferenciaban según la devoción de distintos santos.

Un turista inglés de paso por Buenos Aires, desconocedor de esta curiosa costumbre, al sentirse de repente empapado contraatacó con las piedras, huesos y ladrillos amontonados en la calle.  Sin quererlo se convirtió en un fantástico maestro de ceremonia, introductor de excesos novedosos en las tropelías rutinarias, según el “British Packet”.  Año tras año la policía prohibía arrojar desde terrazas y ventanas agua y huevos a la calle “por ser contrario a la decencia y las buenas costumbres”, y la prensa trataba de desalentar ese vicio arraigado.  El semanario inglés “The British Packet and Argentine News”, llegada la fecha también publicaba editoriales en los que comentaba: “…somos en general decididos enemigos de cuanto impida el entretenimiento de la gente, pero la práctica seguida hasta ahora de arrojar agua, huevos, etcétera, es indigna de una nación civilizada.  Es a la vez desagradable y torpe y confiamos en el buen sentido de la población para que se suprima por completo y los encantos de la música y el baile ocupen su lugar, como en otros países”.  Pero ni las prohibiciones ni las recomendaciones pudieron amedrentar, ni siquiera calmar, las ansias agresivas de los porteños.

Los periódicos comentaron en 1849 que las calles céntricas habían sido recorridas por jinetes montando caballos empavesados con plumas rojas en la cabeza y moños en las colas, mientras lanzaban huevos de avestruces llenos de agua de olor y polvos colorados, y asustaban a los transeúntes con vejigas infladas.  En esos días el odio popular se centralizaba en Sarmiento, porque el gobierno chileno acababa de rechazar otra vez el pedido de extradición formulado desde Buenos Aires.  En las cercanías de Palermo se quemaron varios muñecos que representaban la figura del sanjuanino.  La moda obligaba acompañar los baldazos de ese año gritando “loco e inmundo Domingo”.

El carnaval daba lugar al comercio fugaz de los vendedores de huevos, hombres y muchachos que recorrían las calles con canastos cargados de huevos vaciados, rellenos con agua y recubiertos de yeso.  Todos jugaban, ricos, pobres, mujeres, varones, niños, mestizos, indios, mulatos, blancos, negros.  “Existe una perfecta igualdad; la gente educada se codea con la que no lo es, de tal manera que se confunden, dando lugar a un espectáculo de locura y extravagancia que asombraría a los más salvajes”.  “Si Byron hubiera visto un carnaval en Buenos Aires, en su musa, sin duda, se habría inclinado a denunciar su grosería”.  Son opiniones vertidas por el British Packet.  A pesar de ellas trascendió que la colectividad británica comprendía esta barbarie, gozaba con ella y no dejaba de participar en los acontecimientos.  Ladies and gentleman andaban por sus balcones y terrazas, disparando baldes, huevos y jeringas sobre los caminantes, con la misma inquina de los criollos más desenfrenados.

Oficialmente el carnaval se celebraba tres días antes del miércoles de ceniza, cuando comienza la cuaresma.  Pero el viernes comenzaban a actuar los francotiradores.  En todas las casas se venía acumulando agua desde varios días antes; sólo se usaba lo necesario para matear.  Se suspendía la limpieza de los pisos, de la vajilla, de las bacinillas, de las caras y de las manos que se enjuagaban en las jofainas.

Se gastaba mucha agua.  Con ánimos enardecidos, los atildados vecinos de Buenos Aires y sus secuaces abandonaban las trincheras de sus casas para perseguir a las víctimas preferidas por las calles, munidos de cántaros y latas necesarios.  Un redactor del British Packet denunció en el periódico que un grupo de damas irrumpió en su patio luchando contra una pandilla masculina,  En el patio había una gran tina llena de agua que se convirtió enseguida en el botín codiciado por ambos mandos.  Las señoras resultaron sumergidas “bien a fondo y debieron pedir clemencia; las partes estaban demasiado entusiasmadamente trenzadas en la guerra como para escuchar nuestros reclamos por esa irrupción en territorio neutral, pero después de la batalla se retiraron tranquilos, con sus armas y pertrechos”.

Los periodistas del British Packet dedicaban mucho espacio al carnaval.  Los vernáculos, antes de las fiestas, pedían mesura, pero durante ellas y después, no comentaban los desmanes.  Posiblemente porque también esperaban ansiosos esos días que les permitían descargar a la porteña, con baldes y huevos, las tensiones acumuladas durante el año.

En los carnavales de los tiempos del Restaurador los candombes desbordaban las calles al rítmico balanceo de caderas de las negras, con el acorde sordo de los tamboriles; la estridencia de pipas, sopipas y masacayas; el incesante agitar de los chinescos y la monótona voz del bastonero, a la que respondía el coro:

¡Calungan güé!
¡Oye ya yumba!
¡Yumba he!

El martes de carnaval se llevaba a cabo una ceremonia por demás llamativa, conocida como “Día del Entierro”, que se siguió llevando a cabo hasta después de la caída de Juan Manuel de Rosas, cuando se reanudaron los festejos. En la fecha establecida, los vecinos de cada barrio colgaban en un lugar determinado un muñeco confeccionado de género y paja, al que denominaban Judas, que posteriormente era quemado, en medio de la algarabía general. En la era “rosista” se estilaba simbolizar en el muñeco la figura de algún enemigo político del Restaurador, elegido generalmente entre los unitarios emigrados.

El más importante de estos actos solía realizarse en la plaza Monserrat, que contaba con el marco que le brindaban las tropas de carretas llegadas del interior, cargadas con frutos del país, el sinnúmero de ranchos de barro y paja que abundaban en esos lugares y la famosa Calle del Pecado, llamada sucesivamente Fidelidad y Aroma, que se extendía paralelamente entre las actuales Moreno y Belgrano, donde se levanta el edificio del ex ministerio de Obras Públicas.

El espectáculo era presenciado por una especialísima concurrencia compuesta por soldados de la Federación, negrada del Barrio del Mondongo y algunos funcionarios, figurando en ella más de una vez el mismo Restaurador, que solía presentarse envuelto en un amplio poncho pampa.  Lo hacía generalmente acompañado por un grupo de correligionarios, todos montados en caballos que lucían arreos de plata y recados a la usanza criolla, llevando a la vez una testera de plumas rojas y una larga cinta del mismo color en la cola.

Ante los desmanes que se producían durante los festejos del Carnaval, el 8 de julio de 1836 el gobierno establece un reglamento para “conciliar por este medio el respeto que se debe a los usos y costumbres de los pueblos, con lo que esencialmente exige la moral y la decencia pública”.

Pero como, pese al reglamento, los excesos y desmanes continuaron, fue el propio Juan Manuel de Rosas quien el 22 de febrero de 1844 suspendió los festejos de Carnaval.  Sin embargo, a pesar de ello continuó festejándoselo con las impetuosidades de siempre.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Portal www.revisionistas.com.ar

Prestigiacomo, Raquel y Uccello, Fabián, La pequeña aldea. Vida cotidiana en Buenos Aires, 1800-1860, EUDEBA Buenos Aires (2001).

Rosasco, Eugenio – Vida cotidiana.  Color de Rosas.  Ed. Sudamericana, Buenos Aires (1992)

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