El sentimiento religioso estaba muy arraigado en el corazón del pueblo de Flores y la gente era celosa en el cumplimiento de los mandatos de la iglesia. A medida que se extendía la población, crecían también las necesidades espirituales de los fieles, y no existiendo iglesias en el pueblo, para llenar las exigencias religiosas del vecindario, el Obispo ordenó que hiciera las veces de la misma el oratorio de Don Pedro Gaona ubicado en la calle que actualmente lleva este nombre cerca del deslinde del partido y se estableciera además una ayuda parroquia en la capilla de Don Domingo Valenti cuya ubicación ha sido imposible encontrar hasta la fecha.
Al hacerse cargo de la silla apostólica monseñor Benito Lué y Riega, procuró subsanar este inconveniente y siguiendo la obra de su antecesor Mons. De La Torre, que había erigido varias parroquias, de acuerdo con la autoridad civil de la época, trató de erigir una más. El 31 de mayo de 1806 impartía el auto ereccional de la parroquia nueva de San José de Flores, cuyos límites eran los siguientes: al Norte las actuales calles Congreso y Cabildo, al Sur el Río Matanza, al Este las actuales calles La Rioja y Ecuador, y al Oeste las inmediaciones del pueblo de Ramos Mejía. Erigida la parroquia había llegado el momento de complementar las obras y a este fin se iniciaron los trabajos para la construcción de la primera iglesia, dentro de la manzana acordada por el fundador, procurando satisfacer así el anhelo de los pobladores y dar mayor amplitud y verdadero carácter al culto.
En noviembre de 1806, fueron los propios vecinos quienes comenzaron por su cuenta a levantar la primera capilla sobre la actual calle Rivera Indarte con frente hacia el este. Era una construcción precaria, erigida con materiales muy mezquinos, con techos de paja sostenidos por tirantes de palmera. Al poco tiempo comenzó a mostrar filtraciones de agua y graves rajaduras en sus paredes, con lo que amenazaba desplomarse sobre los feligreses.
El primer párroco que se hizo oficialmente cargo del curato en 1808, Miguel García, debió abocarse con urgencia a reedificarlo todo. Era un egresado de las universidades de Córdoba y Chuquisaca, de una cultura poco común para la época. Con los años llegó a ser presidente de la Legislatura y más tarde, rector de la Universidad de Buenos Aires.
Para poder edificar un templo más sólido y duradero, García no dejó propietario sin visitar, consiguiendo lo que muchos consideraban casi imposible: sacarle una donación al propio Ramón Francisco Flores de doce mil ladrillos de primera calidad. Bien poco pudo hacer con el escaso dinero así obtenido; su feligresía era muy pobre y sus sucesores heredaron un templo a medio construir. Fueron ellos los padres Manuel José de Warnes, José Ignacio Grela y Nicolás Herrera.
Este último llegó a la parroquia en 1824. Para entonces la capilla resultaba pequeña, y los vecinos del pueblo –no obstante las cuatro misas de los domingos- quedaban afuera sufriendo los rigores del sol o las inclemencias del frío. Herrera introdujo importantes reformas y se encargó de embellecer la iglesia con nuevas imágenes, colocando en el centro del altar mayor la del patrono San José de notable calidad, obra del escultor Isidro Lorea (1). Por primera vez los vecinos pudieron escuchar música sacra proveniente de un pequeño órgano de construcción local, para el que se habilitó un nuevo coro de madera.
Muchas de estas mejoras –como la pintura, el dorado de los altares, las verjas, los cuadros, las campanas o los postes en el atrio para que los paisanos pudieran los domingos amarrar sus cabalgaduras- se hicieron con generosas donaciones de vecinos de la capital, que por ese entonces ya comenzaban a edificar sus casas de descanso en el pueblo.
Contrariamente a sus antecesores, que militaron en forma activa en el partido federal, Herrera manifestó ingenuamente su simpatía por los unitarios y se solidarizó en 1829 con la revolución de Lavalle, lo que motivó su remoción del curato al año siguiente. Nombrado más tarde capellán de la cárcel, los federales lo dejaron cesante en 1835, disgusto que provocó su muerte el 7 de diciembre de ese año.
En febrero de 1830 lo había sucedido en Flores el doctor Martín Boneo. El nuevo párroco dedicó sus esfuerzos a dos proyectos prioritarios: edificar una nueva iglesia y erradicar el pequeño cementerio lindero trasladándolo a un lugar más amplio y menos urbanizado.
En sólo dos meses consiguió Boneo entusiasmar a los vecinos, que apoyaron sus propuestas abriendo una suscripción pública en todo el partido. El juez de paz resolvió destinar los importes de las multas a los contraventores y los feligreses más humildes ofrecieron su trabajo personal, cal, leña, pan, adobes y pequeñas sumas de dinero. Todos coincidían en la necesidad de erigir una iglesia más acorde con las necesidades del vecindario y la importancia que iba adquiriendo el pueblo.
Pero poco habría podido hacer Boneo sin la ayuda de los poderosos; así, no vaciló en nombrar síndicos de la obra a los terratenientes Juan N. Terrero y Luis Dorrego y poco después obtuvo algo más importante: la solidaridad del gobernador Juan Manuel de Rosas, a quien nombró padrino del templo y quien jugaría un papel decisivo para su concreción.
Detrás de Rosas siguió toda la sociedad porteña que rivalizó en donaciones de diverso género para la nueva iglesia, desde dinero hasta ladrillos, rejas, verjas, puertas de cedro, manteles, alfombras o implementos del culto. Entre ellos encontramos los nombres de Encarnación Ezcurra y su hermana María Josefa, Manuel Vicente Maza, Lucio Mansilla, Angel Pacheco, Juan José Paso, José Rondeau, Gregorio Perdriel, Gervasio Rosas, Juan José de Anchorena y otros.
A principios de 1831, un diario porteño escribía: “El nuevo templo de San José de Flores se debe a la infatigable actividad de su cura, que lo está construyendo con un tino y una celeridad asombrosa. Podría parecer paradoja en nuestro país, donde las dificultades para esta clase de empresas son casi insuperables, el decir que después de abiertos los cimientos y colocada el 10 de octubre la piedra fundamental por el Exmo. Gobernador Brigadier Juan M. de Rosas, se haya logrado en el corto intervalo de cuatro meses y estar en la actualidad techando una iglesia de tres naves con capacidad para dos mil personas”.
El afamado ingeniero español Felipe Senillosa (1783-1858), autor de los planos, tomó con agrado la dirección de la obra en forma totalmente gratuita. La iglesia tenía un largo de 36 metros por 15 de ancho y una altura de 8. Dos líneas de pilastras, divididas por arcos, separan el centro de las naves laterales; un baptisterio, dos sacristías, dos torres y un pórtico de seis columnas daban gran belleza al conjunto. Mencionada como modelo de iglesia de campaña, se acotó que siendo su capacidad mayor que la del nuevo templo protestante de Buenos Aires, se la había ejecutado ahorrando dos terceras partes del costo de aquél.
Se inauguró el 11 de diciembre de 1831 con grandes festejos populares que se prolongaron durante toda la semana. Lo consagró el obispo Medrano con la presencia del gobernador Juan Manuel de Rosas y ofreció la primera misa el doctor José María Terrero, aunque todavía faltaba terminar el pórtico y la segunda torre, que se concluyeron en 1833.
El altar mayor fue realizado con sobras del de la Catedral, valiosas tallas esculpidas por Isidoro Lorea que se adaptaron en forma armónica, quedando al decir del doctor Boneo “la iglesia majestuosa y con una alhaja que según los inteligentes no se haría en el día con cincuenta mil pesos”.
Rosas tenía una personal simpatía con el pueblo de Flores, donde pernoctaba muchas veces en sus frecuentes viajes a Cañuelas y desde 1830 periódicamente contribuía con donaciones, incluyendo parte de sus sueldos como gobernador que destinaba a obras de beneficencia. En noviembre de 1832 adquirió en Londres un magnífico reloj de péndulo que obsequió a la parroquia. A su vez, el vecindario le era fanáticamente adicto y cada triunfo de las armas federales se festejaba con una misa de acción de gracias en solemne celebración. En el frontispicio del templo podía leerse la siguiente leyenda: “Construido bajo los auspicios del Exmo. Restaurador Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas”, frase que recordaba el notable apoyo recibido y que, curiosamente, no fue retirada después de Caseros sino en 1857 al refaccionarse el edificio.
Mientras las iglesias anteriores se habían erigido en un costado sobre la calle Rivera Indarte, el templo de Senillosa ocupaba un lugar de privilegio en el centro de la manzana frente a la plaza, sobre el Camino Real, mirando al norte.
Con los años se hicieron necesarias periódicas refacciones, y en 1858 se colocó un reloj en una de sus torres por cuenta de la Municipalidad, que daba la hora oficial del pueblo.
Al aumentar la población con la llegada del ferrocarril, el viejo templo resultaba pequeño, pero más que nada desentonaba en un ambiente de franca euforia modernista, donde acaudaladas familias de la ciudad habían construido suntuosas casaquintas y cuidados jardines. Se lo demolió en 1879 para construir en su lugar la basílica actual. Como recuerdo nos queda la famosa acuarela de Pellegrini, que muestra su frente desde la plaza, mientras una lenta carreta de bueyes atraviesa el Camino Real.
Referencia
(1) Isidro Lorea también construyó, en 1785, el altar mayor en madera de estilo Rococó de la catedral de Buenos Aires
Fuente
Cunietti-Ferrando, Arnaldo J. – San José de Flores. Un pueblo a dos leguas de la ciudad – Buenos Aires (1991)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Vanasco, Luis Angel – Ensayo Histórico de San José de Flores – Buenos Aires (1943)
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