Todas nuestras antiguas plazas públicas guardan el primitivo nombre con que históricamente se las menciona, acompañado por el recuerdo del hecho o la causa que le dieran origen. Una de ellas es la plaza Libertad, así denominada con la preposición y el artículo en el plano de la ciudad de Buenos Aires que publicara el ingeniero Felipe Bertrés, en el año 1822, vale decir, en días del ministro Bernardino Rivadavia, a quien el autor dedicaba su trabajo. Hasta entonces, y desde antes de 1780, al lugar se lo había conocido como el “Hueco de doña Engracia”, porque, conforme con la tradición que lo ha venido repitiendo, tal era el nombre de la mujer, acaso de color, que allí habitaba con el recurso alertador y defensivo de algunos perros. Como todos los grandes baldíos después transformados en espacios verdes para decoro de la ciudad y esparcimiento del vecindario, el hueco le entregaría a la plaza su enmarañamiento silvestre, exornado con las flores de la cicuta y las tupidas ramas del ombú. Empero, con respecto a ella en realidad no sabemos el qué fecha el hueco comenzó a ser plaza, pues si consideramos las noticias de la crónica diarista caemos en la seguridad de que el lugar, todavía en 1870, de plaza no tenía nada más que el nombre, ya que no se lo había desprendido del antiguo pajonal ni del abandono en que se lo dejaba; situación que no se le conocería en su tiempo de plaza de carretas, dado que, como lo escribiera Wilde: “cuando la población comenzó a crecer y por consiguiente a extenderse la ciudad, las carretas que concurrían a la plaza Nueva (lo que hoy es el Mercado del Plata) fueron removidas al “Hueco de las Cabecitas” (1) o al de doña Engracia”.
Aquellas carretas procedían de los pueblos limítrofes, a los cuales regresaban una vez que sus dueños o encargados terminaban con la leña, frutas y otros productos destinados a su venta.
La obra de Torcuato de Alvear
Al lugar se lo encontraba por dos vías de obligado tránsito, ya se fuera a la Recoleta o a la plaza del Retiro. Por la calle Libertad se daba con las Cinco Esquinas, en Juncal, y de ahí, por la que llamaban calle Larga (actual Presidente Manuel Quintana, cuyo nombre anterior fue el de República), se concurría a Palermo y a las fiestas que, llegando el mes de octubre, se realizaban en homenaje de la virgen del Pilar y de San Pedro de Alcántara, levantándose las tiendas de atención al público frente al cementerio, en todo lo largo y ancho de la calle Junín. Por la de Charcas se marchaba al encuentro del ruedo taurino, así como, libremente, al terreno donde practicaban sus ejercicios ecuestres los granaderos de San Martín. Precisamente en la segunda Invasión Inglesa, por esta calle, como también por la de Santa Fe, y a la conquista del baluarte principal de los defensores, que era el edificio de la plaza de toros, entró una de las columnas al mando del general Samuel Achmuty. Sin embargo, la plaza Libertad, hasta más allá de los días de 1880, no fue punto de renovadas concurrencias. Con los altos yuyales y la variedad de alimañas que le traspasara el hueco de doña Engracia, igualmente le quedaban las amenazas del delito para quienes por allí se aventuraban atemorizados entre las sombras de la noche. Al respecto informa una noticia de “La Prensa” del 21 de noviembre de 1870: “En vista de los frecuentes crímenes que se cometen en la plaza Libertad, el comisario Seguí resuelve poner un vigilante hasta las 10 de la noche en el lugar, a fin de garantizar la vida de los transeúntes. A esa hora será relevado por un sereno”. Dos meses más tarde, el 20 de enero de 1871, se colocaban en la plaza 8 faroles de gas, y de la apariencia que presentaba en 1882 nos da cuenta este párrafo: “Igual aspecto de desolación y tristeza ofrece la plaza de la Libertad, con una estatua de Alsina de proporciones absurdas: no vi nunca cosa más detestable”. Así nos lo dice en “Memorias de un viejo” el doctor Vicente G. Quesada, bajo el seudónimo de Víctor Gálvez. Digamos nosotros, a título informativo, que la estatua del doctor Adolfo Alsina, obra del artista Millet Aimé, quedó inaugurada en esta plaza de 10.276 metros cuadrados, el día 1º de octubre de 1882.
Por lo general, siempre se lo ha recordado a nuestro primer intendente municipal, don Torcuato de Alvear, más en lo oral que en lo escrito, como el empeñoso urbanista que hizo posible el proyecto de apertura de la Avenida de Mayo. Sin embargo, don Torcuato realizó también numerosas como importantes obras, que cambiaron radicalmente el aspecto deplorable que presentaban ciertas zonas de la ciudad. Procedió a cegar los “terceros”, como se los llamaba a los arroyos formados por las aguas servidas y las pluviales, que obstaculizaban las comunicaciones entre los puntos de mayor movimiento comercial, ya que aquellos profundos cauces corrían por las arterias denominadas Chile, Libertad, Viamonte, Suipacha, Córdoba Maipú, etc. Se preocupó, hasta verlo realizado, por el pavimento y arbolado de no pocas calles y avenidas; embelleciendo al transformarlas por completo, las plazas Constitución, General Lavalle y Once de Setiembre, delineando y formando, con amplio sentido de la estética, los jardines de la Recoleta, y contribuyendo al engrandecimiento de los otros, nombrados Zoológico y Botánico, en sus actuales puntos de Palermo. Y en cuanto tocaba a la plaza Libertad, puede leerse en el Censo de la Capital Federal levantado el 15 de setiembre de 1887: “Durante la administración del intendente Alvear sufrió una transformación fundamental todos los frondosos árboles que hasta entonces tenía, fueron sustituidos por jardines colocados a un nivel mucho más bajo del suelo, en locales construidos al efecto”. Son los mismos “parterres” dispuestos en forma de trapecio circular; las cuatro bandejas embellecidas, si no por la excelencia de las flores, por lo simétrico del dibujo, que se realzaban, en unas, con los hilos de agua de la fuente, y en otras, con lo decorativo de la estatuilla de cosa helénica que le conocimos en aquellos tiempos de la jardinería artística, que ganaba la admiración de todos, porteños o foráneos, por la nota ricamente original
El escenario del 90
En la historia de cada una de nuestras viejas plazas, sobran las páginas relacionadas con los estampidos del fusil, los antecedentes y consecuencias de los choques que originaron los duelos ensangrentados. Y la plaza Libertad, acaso, cuenta con el mayor número de víctimas; algunas, de la bayoneta, pero las más, de la carabina y el cañón. La revolución que se produjo en la ciudad de Buenos Aires en la madrugada del 26 de julio de 1890 resonó sus fuegos de artillería entre los ámbitos de las plazas general Lavalle y Libertad. En la primera, los revolucionarios civiles y militares fortificados en el Parque de Artillería (actual manzana del Palacio de Justicia); en la segunda, las tropas de las fuerzas gubernamentales, imposibilitadas de avanzar, acribilladas por la fusilería de los cañones. Repetidamente se ha recordado que en el momento de entrar en la plaza, por la calle Cerrito, fueron contenidas por el fuego nutrido que se les hizo desde el cantón “Buenos Aires”, levantado en la ya desaparecida esquina sudeste de Lavalle y Cerrito, quedando junto a la calle Charcas el tendal de muertos y heridos, entre ellos el caballo de montar del ministro de Guerra, general Nicolás Levalle. Los soldados, sorprendidos y repentinamente atemorizados por un enemigo que los atacaba sin dejarse ver, rompieron el orden y se desbandaron. Fue entonces cuando se desenvainaron las energías filosas del general Levalle, quien, secundado por algunos oficiales, y a cintarazos repetidos, alcanzó a reunirlos en el centro de la plaza; y allí hizo que la banda ejecutara las notas del himno patrio, con el fin de recobrar los ánimos y templar los corazones. La reacción fue instantánea, viéndose en varios de los militares el impulso del coraje que se les iba con las lágrimas. El general Levalle diría años más tarde, recordando el hecho: “Cuando vi que a los chinos se les coloreaban los cachetes y apretaban los dientes, dije a los oficiales: Ahora la victoria es nuestra; sólo es cuestión de tiempo”. Ya por la hora del mediodía, la iglesia de las Victorias quedó convertida en hospital de sangre, y una de las salas de la casa de don José Luis Amadeo, de Paraguay 1162 (aún existente), en despacho del vicepresidente de la Nación, doctor Carlos Pellegrini. En la revolución del 90 hubo acciones y mártires de epopeya, y en la plaza Libertad, cuadros impresionantes que no hubiera desdeñado el pincel del mismo Goya. “Después de la medianoche en ambos campos reinaba un silencio fatídico”. Desde el parque –seguimos al doctor Juan Balestra, que presenció de muy cerca los acontecimientos- se oía cierto ruido metálico, agrio y trepidante, que venía del campo enemigo; se calculó la construcción de trincheras; pero provenía de la carretilla con que eran transportados los cadáveres a la plaza Libertad. Su número, que nunca se precisó, fue calculado en 150, proporción –sobre el número de 300 y pico de heridos- sólo explicable por el fuego de la artillería, casi a boca de jarro”. “Allí cerca, abandonada, la carretilla transportadora, cargada todavía de cuerpos con rigideces trágicas”. Al pie de la estatua de Alsina, una gran pila cubierta con lonas, que, al inquirir el doctor Juárez, descubrió Levalle por una punta, mostrando los cadáveres estibados”. Fue entonces cuando el presidente de la Nación, doctor Miguel Juárez Celman, dejó oír esta exclamación: “¡No hay satisfacción del poder que compense tanto horror!” Y cabe recordar que fue en la residencia del señor Amadeo donde el entonces coronel Ignacio Garmendia propuso su plan de avanzar hasta la calle Viamonte, por el camino de las perforaciones que se irían practicando en las paredes de las casas de las dos manzanas; intención que se realizó con todo éxito. Y en esta casa, el día 28, el doctor Aristóbulo del Valle solicitaba, en nombre de la junta revolucionaria, un armisticio de 24 horas, con el objeto de enterrar a los muertos y curar a los heridos.
El Coliseo Argentino
Pocas fueron las casas de comercio que se instalaron en las cuatro cuadras de esta plaza: la botica que ocupaba el lugar de la vieja zapatería de Paraguay y Libertad (esquina sudeste), y el Café sobre la del noroeste; el almacén de Charcas y Cerrito (ángulo sudeste) y la casa de Biagini Hnos, de Paraguay 1126, el cinematógrafo Petit-Splendid de Libertad 976, en cuyo solar, allá por 1818 tenía su cuartel el Regimiento de Caballería Nacional; y la Confitería Lyon, que solían colmar los concurrentes al cine. Hasta muy entrada la primera década del siglo XX, la plaza, excepto por los niños con sus niñeras, no se vio nunca invadido por numerosas concurrencias, como las que allí se encontrarían tiempos después. Y tres fueron los factores que contribuyeron a tales efectos: la iglesia de las Victorias, cuya arquitectura realizara el R. P. Tanou, y que fuera bendecida el 20 de abril de 1884, estableciéndose en ella el culto a la virgen del Perpetuo Socorro; la desaparecida confitería “La París”, que fundara en 1895 el turinés Pedro Vercesi, y el teatro Coliseo Argentino, que se levantaba casi en el mismo punto donde ahora vemos la sala llamada Coliseo. La confitería, que por un largo tiempo supo gozar del favor de la sociedad porteña, obligado punto de cita a la hora vespertina, se había constituido a la vez en el lugar preferido por los asistentes al teatro Colón, primero, y el Coliseo Argentino después. Y digamos que fue este teatro que, corriendo las noches de los primeros lustros del siglo pasado, atraía un mundo de gente a rendir sus aplausos a la alta melodía de Amalia Galli Curci, o al genio de Pietro Mascagni, cuando, dominador de la batuta, rubricaba con el último ademán el estreno en esta sala de su ópera “Isabeau” (2); e igualmente, a deleitarse hasta el ensueño con la estupenda realización de “Giselle”, por la extraordinaria Anna Pavlova (1881-1931); o a impresionarse y emocionarse con los encendidos arrebatos del entonces famoso cronista uruguayo Juan José de Soiza Reilly (1879-1959), narrador, en tres noches consecutivas, de las heroicas jornadas y desgarrantes escenas que presenciara en su carácter de corresponsal de la revista Caras y Caretas, en las trincheras italianas y en el frente francés, en tanto tronaba la Primera Guerra Mundial (1914-1918), espantando al mundo. Felizmente, años más tarde este teatro se transformaría en templo de admiradores, como de curiosos interesados, entre los conceptos de la filosofía oriental que exponía el indio Jiddu Krishnamurti (1895-1986)
Primera transmisión radial de una ópera completa
Era el Coliseo Argentino, inaugurado el 6 de agosto de 1905, y en el que ya había trabajado el célebre Frank Brown, de una arquitectura atrayente. Obra debida al arquitecto Carlos Nordmann, “tuvo en un primer momento un camino de circunvalación de 2,5 metros, que lo separaba de las casas vecinas; caracterizándose por su excelente acústica, hasta el punto de considerarse –como nos lo hiciera saber el señor Miguel Fautrier Gordillo- el único que en nuestra capital reúne esas condiciones”. Tenía capacidad para 2.550 espectadores. ¡Por cierto que era el orgullo de la Plaza Libertad! Y memórese, en homenaje de su recuerdo, que la primera vez en el mundo que se transmitía una opera completa por obra de la radiofonía, lo fue desde este teatro, la noche del 27 de agosto de 1920. La ópera se llamaba “Parsifal”, y quienes posibilitaron esta proeza fueron los doctores Enrique Telémaco Susini, Miguel F. Mugica, César José Guerrico y Luis F. Romero.
Las sombras ilustres
Nada más que por el memorable recuerdo del intendente Torcuato de Alvear, que la proyectara hermosa, digna de Buenos Aires en la época revolucionaria del urbanismo concebido por el “Art Nouveau”, ya se la puede reputar de importante en las históricas páginas del municipio porteño. Y debe manifestarse, en su obsequio, que durante los días finiseculares, hasta los de la segunda década del siglo XX, fue la plaza mejor cuidada, y siempre con la vigilancia y celo invariable de su guardián. En verdad, debemos recordarlo, ésta no es una plaza para todos; tenía un cierto aire de distinción, de estampa decorosa con matices de notoriedad. En ella, el populacho sentíase incómodo, mudo de palabrotas, contenido en lo censurable y torpe del ademán. En ella no se volcaban las muchedumbres enronquecidas, empenachadas de reclamos, duras de protestas. Era como un remanso donde la quietud y la serenidad se templaban admirablemente. Era, en fin, la plaza con don de gente, la de los días en que la innata decencia se lucía como la palabra noble, a centímetros de la flor en el ojal. Evocamos ahora su figura espléndida, levantada sobre la simetría floral de sus cuatro bandejas policromadas; y pensamos en la calidad y el prestigio de quienes eran sus vecinos de excepción, sus familias de respetables patronímicos; sus enamorados, devotos de Santa Cecilia, cuya casa de la Wagneriana estaba en Paraguay 1114. Y se nos ocurre que las sombras de varones y mujeres eminentes han de aparecerse en esta plaza que fuera escenario del transitar diario del político e historiador Estanislao S. Zeballos, quien tenía su palacio al lado de la confitería “La París” (3), en la calle Libertad, donde también, en la finca Nº 1042, se había domiciliado el médico y poeta Ricardo Gutiérrez; la del general Lucio V. Mansilla, que en 1892 mandara construir su residencia en Charcas 1067; la del señor enamorado de los astros, Martín Gil, que solía frecuentarla por las noches, avecindado a ella, pues vivía en Libertad 741; y las de los esposos Manuel Guerrico y Mercedes Aguirre, cuya mansión estaba ubicada Charcas 1055, edificada en 1889.
Digamos finalmente que sobre la cuadra de Cerrito, en la década de los ’70 se demolieron las residencias que fueron de las familias de Lucrecia Campos Urquiza de Travers, de Saturnino Unzué e Inés Dorrego, de Enriqueta del Solar Dorrego, manteniéndose sólo la ya recordada de Amadeo, que también ocuparía años después la familia de la señora carolina Tomkinson de Ugarte.
Las polvaredas de las fachadas que desaparecieron se llevaron con ellas las imágenes de numerosas impresiones y recuerdos de cosas y sucesos de los años idos; y sólo las sombras acuden a renovar el tránsito por esta plaza, abierta como en sus mejores tiempos a cuantos la buscaban complacidos de su encuadre de alta belleza urbana; agradecidos a sus invitaciones de encontrarse con ella, pues que era lo mismo que envolverse en el silencio perfumado, melancólicamente, con felicidad.
Referencias
(1) Actual plaza Vicente López
(2) El première de “Isabeau” ocurrió en Buenos Aires el 2 de junio de 1911, durante una larga gira de siete meses que Pietro Mascagni (1863-1945) realizó por Sudamérica. Dada la enorme cantidad de público asistente se produjeron desórdenes a la entrada del teatro, razón por la cual el inicio de la función se vio retrasado por una hora. Finalizada la representación, la ovación para Pietro Mascagni y la soprano María Farnetti (1877-1955) duro más de media hora. El première italiano de Isabeau ocurrió simultáneamente en el la Scala en Milano (conductor Tullio Serafin) y en el la Fenice en Venecia (conductor Mascagni) en 1912.
(3) Ocupaba la esquina noroeste de Charcas y Libertad. Desapareció en mayo de 1959.
Fuente
Balestra, Juan – El Noventa, una revolución política argentina – 2º Edición, Buenos Aires (1937).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Llanes, Ricardo M. – Antiguas Plazas de la Ciudad de Buenos Aires – Cuadernos de Buenos Aires (1977).
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