Narran los entendidos que en tiempos pretéritos pocos y muy guapos resistían lo que sicológicamente significaba una carga a lanza seca. Los infantes o soldados tendidos en guerrillas sentían el preanuncio de la carga de una forma singular: el piso comenzaba a temblar en forma creciente como consecuencia de la cada vez mayor proximidad del repiqueteo de los cascos de los caballos lanzados a toda carrera, hasta semejar un terremoto que hacía vibrar los cuerpos como hojas de papel.
Se sumaban a ello los alaridos escalofriantes proferidos por los atacantes colmando el aire conjuntamente con el pereré de los cascos sobre los pastos. Tales alaridos no eran sólo para mellar el ánimo de los enemigos; constituían un recurso para expulsar los temores de los atacantes, quienes de alguna forma exorcizaban así todos sus miedos.
Para completar el cuadro, las tacuaras apuntando al pecho del enemigo y en la mente de cada soldado que esperaba, pie en tierra o a caballo, cruzaba la idea centellante, rápida como un latigazo, de presentirse atravesado por una chuza que se abalanzaba hacia él a un promedio de 50 kilómetros por hora; de imaginarse arrancado literalmente del suelo como un muñeco de paja para ser arrojado a varios metros del lugar del chuzazo.
La lanza fue la herramienta guerrera por excelencia de las contiendas en la otra orilla del Plata y hasta brindó su nombre a una revolución blanca, la de Timoteo Aparicio de 1870 a 1872, realizada contra el exclusivismo colorado encarnado por el Gral. Lorenzo Battle, la que pasó a la historia como la “Revolución de las Lanzas”. El propio Timoteo fue un eximio lancero temido por cuanto rival se le ponía enfrente. De ello supo muy bien el tristemente célebre “Goyo Jeta” –Gral. Gregorio Suárez, asesino de Leandro Gómez en Paysandú- derrotado por Timoteo, quien le perdonó la vida por la bravura demostrada en el combate.
Aparicio Saravia pasó a la historia en Brasil como la mejor lanza de la Revolución Federalista (1893-1895), junto a la de Torcuato Severo Y por su mismo engolosinamiento en las cargas estuvo a punto de morir en Passo Fundo el 27 de junio de 1894, donde fue salvado por su propio hermano Gumersindo luego de que fuera herido de bala en forma grave, proyectil que mantuvo incrustado en su organismo hasta el fin de sus días. En dicha batalla atravesó a dos “picapaus” (picapalos), note de los gubernistas o castilhistas (1), de un solo golpe de lanza, lo que lo catapultó a la fama entre los combatientes de ambos mandos.
Hacia el ocaso
Pero en las revoluciones saravistas de 1897 y 1904 era un recurso anacrónico. Refiere Mena Segarra que el futuro presidente argentino Carlos Pellegrini se asombraba que en 1886 en la Revolución del Quebracho, los orientales siguieran dirimiendo sus diferencias lanza por medio. En el último cuarto del siglo XIX las armas de fuego de repetición se habían generalizado poco a poco en los ejércitos gubernistas, especialmente el Máuser, que permitía disparar cinco tiros sin necesidad de recargarlas, a diferencia de las veteranas carabinas y fusiles Remington de un solo tiro, las que dejaban desamparado al soldado que fallara ante la demora que significaba quitar el cartucho disparado, cargar, volver a apuntar y disparar nuevamente.
Por si no fueran suficientes tales elementos como para pasar la lanza a ser una verdadera antigualla, en las últimas contiendas civiles hizo su aparición en forma contundente la artillería. Decimos contundente en cuanto a su cantidad y calidad, no valorando su efectividad que fue muy escasa por falta de preparación de personal idóneo en ambas revoluciones, pero muy especialmente en 1897. Tanto es así que cronistas narran jocosamente que la artillería gubernista en Cerros Blancos en 1897 disparó 101 cañonazos matando un solo caballo y dejando ileso a su jinete. Aparecieron luego en 1904 trenes completos de artillería Krupp (alemanes), cañones Canet (franceses), complementadas por las mortíferas ametralladoras Colt de procedencia norteamericana.
Toda la evolución tecnológica de los ejércitos de línea hizo pensar que a partir de 1875 las intentonas revolucionarias pasarían a ser un hecho del pasado. Mucho más aún una carga de caballería a lanza seca. Así expresamente ya lo había manifestado Máximo Santos, más de una década atrás, en 1886 en su mensaje al Poder Legislativo luego de aplastar la fracasada intentona del Quebracho.
Sólo Saravia fue capaz de generar un estallido revolucionario y llevar a cabo dos revoluciones en condiciones harto hostiles. Tan adversas al extremo de significar que permanentemente la mitad de los hombres que constituyeron el “ejército” iban desarmados, esperando la captura de armamento o el aprovisionamiento por medio de alguna remesa proveniente de Brasil o Buenos Aires; mientras tanto el resto de los pertrechos constituían un verdadero museo armamentístico que incluía desde trabucos sobrevivientes de la Guerra Grande hasta máuseres de repetición –los menos obviamente- pasando por remingtons, mannlichers, comblains, lebels, winchesters, etc. Esto generaba una dificultad de municionamiento permanente por la problemática que significaba obtener balas para cada tipo de arma, además de la escasez permanente de ellas que hacían soñar a Diego Lamas con “dormir sobre una caja de municiones”. Dentro de la revolución, entre aquellos que iban con bocas de fuego, la carabina y el fusil Remington de un solo tiro fueron el arma más popular. Se puede estimar genéricamente, de acuerdo a los números que arrojan diferentes Revistas de las Divisiones, que aproximadamente uno de cada tres revolucionarios contó con armas de fuego, por lo que mal puede hablarse de un ejército en toda regla, hecho que acarreaba pesadas consecuencias en la maquinaria de guerra saravista dado que muchos directamente no podían combatir por hallarse desarmados pero de todas maneras, esperando su turno, acompañaban al grueso del ejército, endenteciendo sus marchas y consumiendo los siempre escasos víveres.
A pesar de su carácter de reliquia militar, la lanza siguió siendo popular en las milicias ciudadanas de la revolución; antes que ir desarmado, algo era mejor que nada, a pesar de la escasa utilidad de esta arma dado que la casi totalidad de los combates realizados en 1897 y 1904 se realizaron con armas de fuego y despliegue de guerrillas. Todavía en la Demostración Armada de 1903 el coronel Bernardo Berro (h) ordenaba fabricar para sus soldados treintaytresinos cuatrocientas lanzas. Un documento del “Regimiento Rocha” del 25 de mayo de 1904 pone a luz que en un grupo de 91 hombres, donde más de la mitad estaban desarmados, se encontraban 16 lanzas, alta calidad si consideramos que dicho grupo era casi exclusivamente de extracción urbana y por lo tanto compuesto por personas ajenas al manejo cotidiano de tal arma.
Aparicio Saravia en la Chirinada del ’96, anticipo de la revuelta del ’97, tuvo a dos hermanos vascos –Ignacio y Francisco Aramendi-, un gallego –Leoncio Bulloza- y un criollo –Ramón Diez- que construyeron varias centenas de moharras trabajando sólo de noche para no “levantar la perdiz”; Basilio Muñoz también tuvo herreros en su estancia del Arroyo Las Palmas que las hicieron para sus hombres de la división de Durazno, la histórica División “2”; “Chiquito” cuando el alzamiento del ’96 llevó 200 tacuaras y algunas escasísimas armas de fuego. Mena Segarra se refiere al herrero riverense Lorenzo Justiniano Cabrera a quien conoció muy anciano en 1954, el que se jactaba de haber construido para el General la friolera de dos mil hojas de palometa con el fin de ser enastadas en otras tantas tacuaras.
Todas las cargas a lanza seca del ciclo saravista fueron protagonizadas por revolucionarios; no existen registros de ninguna generada desde el bando gubernista y es lógico que así fuera, dado que se trataba de un ejército de línea, sin milicias populares, siendo sus elementos menos preparados las guardias urbanas de los distintos departamentos regenteados por el gobierno, fuerzas asimilables a la policía actual, pero que actuaban correctamente indumentadas y armadas.
Si corajudo se debía ser para resistir una carga de lanza a pie firme, más guapo había que serlo en el ’97 y ’04 para realizarlas. Por ese entonces una carga de lanza era casi suicida y se transformaba en un recurso desesperado ante una situación extrema, generalmente debida a la falta de municiones o los avances enemigos que había que detener. Las cargas a lanza seca se esperaban en tres líneas armadas con rifles de repetición; la primera línea de bruces sobre el suelo, la segunda arrodillada y la tercera de pie detrás de la anterior. Más surrealista todavía era la situación cuando se enfrentaban las lanzas con la artillería y las ametralladoras como sucedió en Tupambaé. Como se aprecia, en cualquiera de las hipótesis se trataba de una trampa mortal.
Las cargas del ‘97
En 1897 pasó a la historia la carga de lanza seca de Arbolito donde murió Antonio Floricio Saravia (“Chiquito”), quizás la más famosa de todo los tiempos. Pretendió ser el broche de oro que consumara una victoria en ciernes y culminó en ser preámbulo de una derrota, que no fue militar pero sí moral, ocasionando el desconcierto de los guerreros ante la caída de uno de sus principales jefes. Fue mal organizada y seguida por une escaso número de lanceros –unos dicen que 26 y otros manejan cifras algo mayores- que con un coraje desmedido y sin igual penetraron arrollando las líneas enemigas y se vieron envueltos en ellas. Murieron casi todos los atacantes salvándose muy pocos, entre ellos el arrojado y valiente Esc. Basilio Muñoz en el anca del caballo de un soldado de la división de la cual era Jefe. “Chiquito” fue ultimado de un sablazo en la cabeza y acribillado posteriormente. Su cuerpo fue carcheado por la soldadesca de Muñiz. Días más tarde Basilicio, su propio hermano colorado, recuperó pagándolas algunas de las pertenencias del difunto.
No fue la única carga del ’97. Pocos días antes de Cerros Blancos, Aparicio había mandado comprar en una estancia 50 tacuaras al costo de una libra esterlina para transformarlas en lanzas, armas que serían providenciales pocas horas después. En Cerros Blancos, al borde del desastre y para contrarrestar el ala izquierda gubernista que amenazaba envolver al ejército, Saravia ordenó una carga de lanza para detener tal movimiento. La encabezó el coronel Fortunato Jara quien cayó atravesado de un tiro culminando una carrera de más de 60 años al servicio del Partido Nacional, que venía nada menos que desde la batalla de Carpintería en 1836, donde Oribe derrota a Rivera dando lugar a la aparición de las divisas tradicionales. La carga fue llevada a lanza por Aparicio y contrarrestó la maniobra colorada. En esta carga de lanza participó el por entonces comandante rochense Miguel A. Pereyra, quien actuaba como segundo del coronel Bernardo Berro, Jefe de la División “Treinta y Tres”. La noche llegó con una lluvia impresionante y permitió escabullirse a la revolución de lo que fue la derrota más dura que la puso al borde del colapso.
Desguace que se evitó gracias a una nueva carga a lanza. El ejército saravista se hallaba encerrado entre los arroyos Blanco y Guaviyú, ambos desbordados e invadeables y la única salida estaba taponada por los colorados. Lamas, herido de entidad en su brazo, propuso disolver la revolución y marchar al Brasil. Saravia se negó, vio desertar a algunos de sus combatientes y ante el desaliento de Diego Lamas, expresó el histórico aserto: “Déjelos, la cáscara se va pero el cerno queda”. Escogió entonces un centenar de lanceros para personalmente dirigir la carga contra los gubernistas que mostraron las espaldas asustados por la resolución de aquellos locos intrépidos. Forzado el paso se marchó hacia Rivera donde se avitualló a la Revolución que siguió viva y coleando.
Batalla de Tupambaé
En 1904 la carga a lanza fue una pieza de museo y como siempre hija de la desesperación. En Tupambaé o Tupá-Mbaé (tierra de Dios en guaraní), en las proximidades del arroyo de igual nombre y de los picachos de “Los Dos Hermanos”, tuvo lugar la última carga a lanza seca de la historia.
El 22 de junio de 1904 la revolución planteó tres alas de combate para hacer entrar en lucha aproximadamente 5.000 hombres pobremente armados, mientras casi 10.000 de todas las divisiones esperaban en la retaguardia, desarmados, cuidando las caballadas de refresco con el apoyo de las divisiones de Miguel Almada y Mariano Saravia, las menos numerosas del ejército. Enfrente, igual cantidad de hombres perfectamente armados y municionados al mando del Gral. Pablo Galarza. El centro revolucionario estaba comandado por el Jefe del Estado Mayor Gregorio Lamas, hermano de Diego, quien tuvo bajo su dirección a las divisiones de Berro, Guillermo García, Cayetano Gutiérrez y Visillac. El ala derecha la comandó el Jefe de la División “Maldonado” Juan José Muñoz y tuvo bajo sus órdenes a su propia división, y las comandadas por José F. González, Antonio María Fernández y Cicerón Marín. El ala izquierda la dirigió el propio Saravia y estuvieron bajo su mando las divisiones de Yarza y Basilio Muñoz; a sus espaldas: la División de Lanceros. Más atrás, el cañón conquistado en Fray Marcos y las carretas con el parque de municiones.
La división de lanceros se creó poco antes de la batalla, el 18 de junio, en el campamento de Sarandí del Quebracho por disposición de Saravia y Gregorio Lamas. Se reunió a milicianos de todas las divisiones 1, 2, 4, 8, 9, 10 y 12, divididos en 7 escuadrones que se pusieron a las órdenes del veteranísimo coronel Manuel Rivas. Como segundo jefe de tal división fue designado Miguel Antonio Pereyra, luego de que en gesto de hidalguía y reconocimiento a su coraje y disposición militar le cedieran tal lugar jefes de mayor antigüedad y jerarquía como Eusebio Carrasco y Castro, veteranos de la revolución de 1870.
Tal designación arrastró a la división de lanceros creada a otros 110 rochenses que siguieron a su caudillo local, mientras el resto permaneció en la División de Yarza como tiradores.
El cuerpo de lanceros contó con casi 700 hombres. Miguel A. Pereyra como segundo jefe comandará a 367 de ellos; el resto serán comandados por Manuel Rivas.
Corría el segundo día de la batalla. Se ordenó la carga cuando la derecha de los gubernistas ocupaba unas alturas estratégicas que dominaban el campo, conocidas como los picos “Dos Hermanos” y que había que recuperar por su ubicación estratégica. Era el 23 de junio y las municiones estaban casi agotadas. Se ordenó la carga a lanza, el mismo Aparicio se unió a ella y allá fueron los bravos centauros contra la fusilería, las ametralladoras y los cañones. La metralla causó innumerables bajas y debieron retroceder. Saravia, Rivas y Pereyra a los gritos ordenaron sus fuerzas y cargaron nuevamente, llegando ahora sí hasta las líneas coloradas y abriendo brechas los obligaron a retroceder ante el temor de ser envueltos y copados. Las alturas fueron de la revolución. Saravia pudo entonces estar tranquilo de que el enemigo no se valdría de esa valiosa posición y desde allí se comenzó a gestar la más grandiosa (y discutida) victoria militar blanca. Murieron en esta última carga los dos hijos del Jefe de Lanceros Manuel Rivas.
El resultado de la batalla fue sangriento para ambos bandos, casi 2.000 bajas en total, cayendo heridos más de 700 revolucionarios y muriendo 187 de ellos y semejante cantidad, levemente inferior, del bando enemigo.
Los rochenses la sacaron barata esta vez, lo que no se repetirá en Masoller. Fueron heridos Abelardo Condesa y Leonardo Olivera según los registros que obran en nuestro poder. No conocemos de otros heridos del Regimiento Rocha cosa que suponemos altamente probable dada la fiereza del combate.
Los nombres rochenses que registramos en la última carga a lanza seca de la historia son los siguientes: coronel Miguel A. Pereyra, los lascanenses mayor Pedro Chiribao y alférez Marcolino Medeiros, los castillenses capitán Ernesto Olid, los hermanos capitán Manuel Olivera, teniente Inocencio Olivera y teniente Leonardo Olivera, y los rochenses teniente Antonio Velázquez, ayudante del Estado Mayor del Regimiento Rocha Luciano González y teniente Eloy González (h), alférez León Isaac Correa y alférez Justo Pita. Cometemos la arbitrariedad de no nombrar a los otros cien rochenses que se cubrieron de gloria en tal jornada junto al mismísimo Saravia. Lamentamos no tener los datos de tales soldados para sacarlos del anonimato. De todas maneras nuestro loor a todos ellos.
Esta es la historia de la última carga a lanza seca de la historia uruguaya. Dura, heroica, sangrienta y por sobre todo de muchísimo coraje.
Referencia
(1) Castihismo era el nombre dado a la corriente política del oligarca “gaúcho” Julio Prates de Castilhos, en la Primera República Brasilera (República Velha). Se trataba de una corriente de fuerte cuño conservador, que permaneció como fuerza hegemónica en Río Grande do Sul ininterrumpidamente desde 1893 hasta 1937.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar
Umpiérrez, Alejo – La forja de la libertad – Ed. De la Plaza, 2ª Edición, Montevideo (2007)
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