Si las cosas tienen nombre, y éstos significación y diferencia, nos equivocamos toda vez que llamamos plaza (lugar ancho y espacioso) al terreno que, por su menor perímetro, no pasa de ser plazuela, diminutivo éste que poco y nada emplea el hombre porteño, y mucho menos el chico del barrio, que se inclina por el otro más afectivo y familiar: placita. Y bien, dentro del radio correspondiente a la ciudad de Buenos Aires, abarcado por las avenidas Callao, Entre Ríos, San Juan y el Río de la Plata, se mantienen tres plazuelas que cuentan algunas páginas de verdad histórica, con uno que otro viso de leyenda; ellas son las hoy nombradas Suipacha, que se encuentra ocupando la esquina sudeste de Suipacha y Viamonte; del Carmen, frente a la iglesia de este nombre en Rodríguez Peña y Paraguay; y las más antigua de las tres, la denominada plaza Dorrego, ubicada en el ángulo noroeste de Humberto I y Defensa. Otras, ya desaparecidas, abiertas en zonas de ese mismo radio, fueron: la de Los Andes (Balcarce entre México y Chile; la de Las Artes (Carlos Pellegrini entre Sarmiento y Pte. Juan D. Perón); la de San Nicolás de Bari (esquina nordeste de Corrientes y Carlos Pellegrini), frente al templo así denominado que allí se mantuvo hasta fines de 1931, en que fue demolido por el trazado de la avenida Pte. Roque Sáenz Peña; y del Mercado del Centro (Alsina y Perú), en cuyo sitio estuvo nuestra primera Casa de Comedias (el teatro de la Ranchería), y años más tarde el cuartel de Milicias de Caballería.
Todas estas plazuelas, que la tradición recuerda con los diferentes nombres con que eran conocidas en algunas de las esquinas del predio urbano, nos aportan hoy los anales de sucesos y aconteceres en ellas ocurridos, prestando así sus concursos al historial de la ciudad. Y pues, ahora nos referiremos a la de Suipacha, transcribiendo las pocas líneas del Censo de la Capital Federal del 15 de setiembre de 1887, que dicen:
“Plazoleta General Viamont – Al norte de la ciudad, en las calles Suipacha y General Viamont – Superficie 636 metros cuadrados – Algo notable: un tronco de ombú de material y luminoso. Se presta a muy curiosos comentarios – Obra del ex intendente Alvear. Hasta hace poco tiempo se llamaba como una de las calles en que está ubicada, plaza del Temple”.
Este nombre, según el Censo, se le dio en conmemoración y recuerdo del cautiverio sufrido en la prisión del mismo nombre, por los reyes de Francia.
A la plaza del Temple, conocida desde el año 1814, se llegaba por las calles Suipacha o por Viamonte. Convendrá recordar las anteriores denominaciones de ambas. La primera se llamó Santo Tomás (1738), Socorro (1769), Parejas (1808), Temple (1822), General Viamonte (1883) y Viamonte en 1912, nombre que le fue impuesto en homenaje a la memoria del guerrero y gobernador de Buenos Aires, Juan José Viamonte, cuya finca se encontraba en el mismo lugar de esta calle que hoy lleva el número 680.
Precisamente a la casa aquella de la actual calle Viamonte llegó, en la noche del 18 de mayo de 1810, el coronel Cornelio de Saavedra. El lo dice en sus “Memorias”: “Yo me hallaba en el pueblo de San Isidro, don Juan José Viamonte, sargento mayor que era de mi cuerpo, me escribió diciendo era preciso regresar a la ciudad sin demora, porque había novedades de consecuencia. Así lo ejecuté. Cuando me presenté en su casa, encontré en ella a una porción de oficiales y otros paisanos cuyo saludo fue preguntándome: ¿Aún dirá usted que no es tiempo?. Les contesté: Si ustedes no me imponen de una nueva ocurrencia que yo ignore, no podré satisfacer la pregunta. Entonces me pusieron en las manos la proclama de aquel día. Luego que la leí les dije: Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no se debe perder una sola hora.
La antigua plazoleta del Temple, que, como se ha dicho, comienza a figurar con este nombre en 1814, así como a funcionar la Fábrica de Fusiles con portón frente a ella, fue también conocida como “Plaza General Viamonte”. Esta denominación quedó sustituida en 1895 por la que hoy lleva, “Plaza Suipacha”, rememorativa del triunfo de las armas patriotas del 7 de noviembre de 1810. Constituía en su tiempo el salón abierto de la esquina “de los suspiros”, al que no le faltaba, en días del intendente municipal Torcuato de Alvear, el correspondiente motivo ornamental, dado que allí se levantaba, a manera de sugestión campera, un ombú de material que se iluminaba provocando la curiosidad. Además, la esquina “de los suspiros” no carecía de otras luces, puesto que en su ángulo sudoeste abría sus puertas el café y posada de Cassoulet, de cuyo submundo y actividades nos dio cuenta acabada José S. Alvarez (Fray Mocho).
Café de Cassoulet
Este era el paradero nocturno de todos los vagos de la ciudad y famoso entre la gente maleante, no solamente por la comodidad que, a poco costo se obtenía en él, cuanto por la relativa seguridad que se disfrutaba: en caso de producirse visita de la autoridad, los propietarios tenían dispuestas las cosas de modo tal que la clientela tenía fácil escape.
Como dependencia del café, y formando parte de la planta baja que daba hacia la calle Viamonte, había hasta la mitad de la cuadra una veintena de cuartos a la calle, con puertas que se abrían a ésta y otra interior que daba al gran patio del café: eran otras tantas salidas clandestinas del antro misterioso.
Estos cuartos los ocupaban mujeres de vida airada que eran como la crema de aquel mundo de vicio, cuyo centro era la famosa calle del Temple, y que extendía sus brazos a las adyacentes, teniendo como encerrado entre ellos el corazón de la ciudad.
El café debía ser una mina de plata.
Allí los ladrones, con todo su cortejo de corredores y auxiliares, los asesinos, los peleadores, los prófugos, toda la gente que tenía cuentas que saldar con la justicia o tenía por qué saldarlas, buscaba un refugio para dormir o vivir con tranquilidad, para hacer con todo sigilo una operación comercial inconfesable o para ocultarse discretamente, mientras pasaban las primeras averiguaciones subsiguientes a un delito descubierto por la policía.
Allí todo era cuestión de dinero. Teniéndolo, se hallaba desde la pieza lujosamente amueblada, hasta el tugurio infame, donde podía gozarse de las comodidades de un catre de los muchos que, en fila y pegados unos a otros, contenía un pequeño cuarto de madera, y desde el vino y los manjares exquisitos, hasta las sobras de éstos, barajadas en un champurriao indescifrable, y que podía remojarse con el agua turbia del aljibe, donde viboreaban los pequeños gusanos rojos, descendientes quién sabe de qué putrefacción y cuyos movimientos rápidos y variados podían servir de diversión al ánimo preocupado.
Tarde de la noche, cuando el café se cerraba, decenas de desgraciados, sin hogar, tomaban posesión de las mesas del largo salón –bajo la vigilancia de los dependientes, que tendían sus colchones sobre las de billar, cuando las otras estaban ocupadas- y por dos pesos de los antiguos, encontraban un techo y una tabla para dormir, y por uno, lo primero y el duro suelo de los patios y pasillos.
Aquello era un verdadero hervidero del bajo fondo social porteño: allí se barajaban todos los vicios y todas las miserias humanas, y allí encontraban albergue todos los desgraciados que aún tenían un escalón que recorrer antes de llegar a los caños de las aguas corrientes que, apilados allá en el bajo de Catalinas, ofrecían albergue gratuito.
Cassoulet era, en la noche, la providencia de los míseros desterrados de un mundo superior, era la ensenada que recogía la resaca social que en su continuo vaivén arrastraba hacia playas desconocidas el oleaje incesante.
Hoy comparten con él los beneficios de la industria protectora los pequeños cafés del Riachuelo y la ribera, que venden marineros borrachos a los buques que necesitan completar su rol clandestinamente, para borrar las huellas de un crimen o de un accidente –a fin de evitarse las molestias que en nuestro país acarrea cualquier gestión ante la autoridad-, y los tugurios que, con el nombre de posadas o sin nombre alguno, encierran entre su paredes y alojan, según el dinero con que cuentan, a los desgraciados que vagan sin hogar, o a aquellos que legalmente no pueden habitar en parte alguna.
En aquel tiempo compartían la clientela de Cassoulet, pero sólo durante el día, el café Chiavari, en la esquina de Cuyo y Uruguay, y el café de Italia, en la misma calle, frente al Mercado del Plata.
Estas tres eran las cloacas máximas de Buenos Aires, en tiempos que ya no volverán, pero que se repetirán, transformándose.
Esquina de los suspiros
Pero volviendo a lo anterior, ¿por qué se la conocía a la esquina de Suipacha y Viamonte como “de los suspiros? La verdad era que tal nombre tenía su buena causa. En la cuadra de Viamonte entre las de Suipacha y Artes (actual Carlos Pellegrini) existía un puente de regulares dimensiones que, según nos lo manifiesta Santiago Calzadilla, lo había mandado levantar Mariano Billinghurst, señor que fue de primera fila en las avanzadas del progreso. En días de temporales permitía el paso sobre la correntada del “Tercero del Norte”, un ancho cauce natural que, arrancando de las inmediaciones de la plaza Lorea, iba al encuentro del río abriéndose camino por estas calles: Rivadavia, Uruguay, Cangallo, Corrientes, Libertad, siguiendo en diagonal hasta Cerrito y Tucumán, para continuar por Carlos Pellegrini, Viamonte, Suipacha, Córdoba, Esmeralda y “Zanjón de Matorras”, nombre éste que tomaba al correr por las de Paraguay y Tres Sargentos.
Fue este puente el que, en recuerdo del homónimo veneciano, provocó la denominación, hasta que la Municipalidad lo cedió a la de San Isidro, donde –como lo expresaba “La Prensa” del jueves 26 de febrero de 1880- “servirá para unir el pueblo a la isla que se halla a su frente”. Su desaparición del lugar obligó a que la voz popular apagara la resonancia del nombre de la esquina “de los Suspiros”, si bien su recuerdo alcanzó algún florecimiento pasajero entre los comentarios avivadores de las tenduchas y vecinos inquilinatos. Por lo demás, el edificio que desde abril de 1909 ocupaba el Banco Municipal de Préstamos (hoy está allí la Dirección General de Rentas de la Municipalidad de Buenos Aires) otorgó a la esquina su primera estampa de arquitectura superior.
Monumento al coronel Manuel Dorrego
En el año 1885 se aprobó la erección de los monumentos a Bernardino Rivadavia y Mariano Moreno, y por iniciativa del diputado Federico de la Barra, los legisladores añadieron otro para Manuel Dorrego. Sin embargo este último nunca terminó de ser aprobado por la Cámara de Senadores. Fue en el año 1900 que, por iniciativa de la Revista Nacional, surge la idea de retomar el tema de la erección del monumento “olvidado”. Así fue que se formó una comisión integrada entre otros por Luis Güemes, Roque Sáenz Peña, Adolfo P. Carranza y Alejandro Sorondo, la cual hizo posible que el 26 de agosto de 1904 el diputado por la provincia de Buenos Aires, Dr. A. Castro presentara nuevamente el proyecto.
El 4 de setiembre de 1905 fue sancionada la ley 4666 que determinó la construcción del monumento y después de un concurso se le adjudicó la obra a Rogelio Yrurtia. Toda una serie de vicisitudes (la inflación, la guerra mundial y la falta de materiales) fueron demorando la obra que recién pudo inaugurarse en 1926. La composición tiene por eje un pedestal de granito gris, en su núcleo central se encuentra emplazada una victoria alada, que guía la figura ecuestre de Manuel Dorrego. A los costados las figuras alegóricas de “La Historia” y “La Fatalidad”.
La figura ecuestre de Manuel Dorrego es una de las mejor logradas por el artista. La cabeza es extraordinariamente expresiva. El grupo escultórico está en la pequeña plaza de Viamonte y Suipacha y, cuando Yrurtia lo pergeñó, tuvo muy en cuenta el lugar de su emplazamiento para que se correspondiese el espacio ocupado por el monumento con el cubo de aire que lo rodeaba, como así también las fachadas de los edificios que le sirven de fondo, al destacarse el patinado oscuro de las figuras de bronce, respecto de aquellos. La incivilidad, más las especulaciones económicas de la Municipalidad (por entonces el intendente era Carlos Grosso) y los intereses especulativos de determinadas empresas constructoras llevaron a retirar la obra en 1992 para construir una playa de estacionamiento subterránea. Felizmente la iniciativa no prosperó y pocos años más tarde volvió a emplazárselo en su lugar original. Rogelio Yrurtia siempre sostuvo la tesis de considerar en la ubicación de las obras de arte, su proporción en relación con el cubaje de aire que debía rodearlas y la conveniencia para su valoración que estuvieran cerca de un edifico (importante) como sucede con el Monumento a Dorrego, en la plazoleta de Suipacha y Viamonte.
Finalmente no podemos dejar de señalar que la Comisión que patrocinó este monumento estuvo presidida por Antonio Dellepiane, tercer director del Museo Histórico Nacional y que a éste, en calidad de presidente de la Comisión, le cupo mediar entre Yrurtia y el gobierno en torno a un incremento de las sumas de dinero estipuladas (debido a la inflación y la demora en la ejecución de la obra) y en las leyendas alusivas que se encuentran grabadas en la obra.
Una inscripción al frente del monumento dice:
“Manuel Dorrego 1787 – 1828
Promotor, paladín y mártir del Federalismo argentino
Héroe de la Independencia y de la Organización Nacional”
Detrás otra inscripción consigna:
“Precursor de la independencia de Chile
Héroe de Suipacha y Nazareno
Compartió con Belgrano los laureles de Tucumán y Salta
Combatió el caudillismo separatista y anárquico
Salvo a Buenos Aires de los embates de la anarquía
Legislador publicista
Gobernador legal de Buenos Aires y encargado del Poder Ejecutivo Nacional
Paz con el Brasil
Fundación de la Nación Uruguaya”
Dorrego, precursor del federalismo, sigue teniendo su escultura en Buenos Aires; bueno es que lo recordemos porque se refiere a los avatares del federalismo en nuestra historia y de cómo la inserción popular que había logrado, más el nefasto resultado de la guerra con Brasil (1825-1828), le costaron la vida al gobernador de Buenos Aires al ser fusilado por Juan Lavalle el 13 de diciembre de 1828, en Navarro, Pcia. de Buenos Aires.
Fuente
Alvarez, José S. – Memorias de un Vigilante – Ed. Vaccaro – Buenos Aires (1920).
Calzadilla, Santiago – Las Beldades de mi Tiempo” – Ed. La Cultura Argentina, Buenos Aires (1919).
Diario La Nación, Buenos Aires, 11 de mayo de 1993.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Llanes, Ricardo M. – Antiguas Plazas de la Ciudad de Buenos Aires – Cuadernos de Buenos Aires (1977).
Ruffo, Miguel – El Monumento a Manuel Dorrego
Saavedra, Cornelio de – Memoria Autógrafa – Eudeba, Buenos Aires (1968).
www.revisionistas.com.ar
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar