Hacia 1870 el proceso de colonización agrícola que transformaría nuestras pampas litorales en una fábrica de trigo, continuaba sin cesar. La inmigración, cuyo teórico más batallador era al fin gobierno, ascendía en progresión geométrica. Al mismo tiempo, la red ferroviaria se ampliaba, cumpliendo su función de organizar la gran factoría pampeana y ahogar todo intento de una economía nacional al servicio de los argentinos. El Ferrocarril Oeste, propiedad de la provincia, necesitaba expandir sus líneas hacia los Andes, para restablecer con su trazado la ruta histórica de nuestro comercio con Chile. El Gobierno Nacional le niega los fondos necesarios, mientras entrega concesiones leoninas a empresas de aventureros ingleses que levantan otro ferrocarril, el Pacífico, en competencia con el Oeste. Como lo ha demostrado Scalabrini Ortiz, “el Ferrocarril Pacífico nació para sofocar una empresa argentina” (1). El ministro del Interior que firmaba la ley de concesión es Uladislao Frías. Poco después cambiará su despacho ministerial por un empleo de director del Ferrocarril Pacífico. El sistema británico de corrupción se volverá luego un elemento indisociable de la política argentina. Ese mismo inmutable caballero pasará a la Corte Suprema en 1879 y negará la libertad de Ricardo López Jordán, prisionero del gobierno.
La destrucción de los últimos focos nacionalistas que resistían en el Interior, realizada por Mitre y Sarmiento, había abierto el camino a la colonización impuesta por las grandes fuerzas mundiales. Lejos de incorporar a los argentinos nativos a las nuevas formas económicas y transformarlos en chacareros capitalistas, el sistema los aniquiló, como a los indios y a las alimañas. En una carta a José Victorino Lastarria, Sarmiento decía: “Pudimos en tres años introducir 100 mil pobladores y ahogar en los pliegues de la industria a la chusma criolla, inepta, incivil y ruda que nos sale al paso a cada instante”. (2)
El bravo educador esgrimía un puntero sangriento.
Cumple lo que promete: el decreto de julio de 1872 –año en que aparece “Martín Fierro”- establece la aplicación de la pena de muerte a los desertores, decreto absolutamente ilegal que origina las protestas del Congreso; “su ministro de Guerra imparte la tremenda orden de diezmar a la gente sublevada de Locagüé, sitio vecino a Nueve de Julio”, dice el apologista Alberto Palcos (3); pone precio a la vida del gobernador legal de Entre Ríos, general Ricardo López Jordán. La cabeza del caudillo es aforada por Sarmiento en 100.000 pesos fuertes. El Congreso no aprueba el insensato proyecto.
Sus opiniones sobre todo lo humano y lo divino, ingeniosas a veces, brutales otras, siempre pintorescas, regocijan o indignan al público. El campeón de la inmigración juzga a los árabes como “una canalla que los franceses corrieron a bayonetazos hasta el Sahara”; de los italianos que trabajan en la Argentina y luego se repatrían, dice que se educan entre nosotros y al volver a Italia “han de educar a los ministros mismos”: los llama “gringos bachichas”; de los españoles, no quiere ni oír hablar; de los judíos dice:
“¡Fuera la raza semítica! ¿O no tenemos derecho como un alemán, ni cualquiera, un polaco para hacer salir a esos gitanos bohemios que han hecho del mundo su patria?”.
Por razones difíciles de evaluar, sin embargo, la furia de Sarmiento se detenía en particular contra el imaginario peligro de la inmigración irlandesa, a la que consideraba manejada por los curas católicos:
“En 10 años quedaría reducida la Argentina a la condición de Irlanda, pueblo por siglos ignorante, fanatizado”. (4)
Ni por asomo se le ocurría a Sarmiento que el atraso irlandés se fundaba en la esclavitud colonial que le imponía Inglaterra. Así, tomaba el efecto por la causa y pretendía poblar la pampa con ingleses, que habían logrado la civilización gracias, precisamente, a la expoliación de los “pampeanos” del mundo. Hacía dos años se había hundido el II Imperio, con su brillante corte, sus mariscales y sus aventureros. Lucio Victor Mansilla enviado por Sarmiento a la frontera de Río Cuarto, donde escribiera su magna “Excursión a los indios ranqueles”, contaba a Sarmiento en la intimidad que su padre, el cuñado de Rosas, el bárbaro argentino, le había presentado al pobre Emperador destronado, Napoleón III, a su esposa la insinuante española Eugenia de Montijo. “Mira chica, si andás con tiento el franchute este caerá en el garlito”, le decía a la futura emperatriz de los franceses el desenfadado Mansilla (5). Derrotado ante el sable de Bismarck, el Imperio del último Bonaparte desaparece, París se levanta en la gloriosa Comuna y los trabajadores enfrentan a los versalleses que, incapaces de vencer a los alemanes, sabrían masacrar a los obreros de París. Louis Adolphe Thiers, el miserable intervencionista en el Plata de treinta años antes, será el verdugo de la jornada.
Tras la inconcebible represión, muchos obreros franceses emigran a América. En Buenos Aires se radican algunos y en 1872, en medio de la guerra de montoneras, del degüello y de la ejecución a lanza seca, con la indiada a las puertas de la altiva ciudad, se funda la Sección Francesa de la Asociación Internacional de Trabajadores. Cinco años antes, Marx publicaba el primer tomo de “El Capital”.
Vocablos raros y signos misteriosos hacen su aparición en la capital aldeana; “socialismo”, “revolución social”, “marxistas”, “bakuninistas”. Posteriormente, se funda la Sección Italiana y Española. ¡En la Córdoba de 1874 establecen una filial! ¿Qué habría hecho el coronel Simón Luengo con el latón al cinto y rodeado de lanzas, de haber escuchado estas voces del nuevo credo? (6)
Pero Sarmiento no tenía tiempo para estos ritos. Le bastaban los suyos: las logias masónicas de Buenos Aires lo contaban como hermano y se esforzaban en arreglar sus diferencias con Mitre y Urquiza.
En esos días trabajaba afanosamente en una habitación del Hotel Argentino un soldado errabundo en nuestras luchas civiles, periodista a ratos, amigo de cantores y matarifes, hombre de luces, adversario de Mitre y Sarmiento. José Hernández escribe su “Martín Fierro”; lo publicará él mismo en un cuaderno de tapas verdes impreso en papel de almacén. Será la respuesta de una caballería agonizante a la sordidez portuaria y a la locura homicida de Sarmiento. El genio de Hernández elevará su obra a las más altas cumbres del arte universal. Esa “raza de hombres aún próximos a la Naturaleza” (7) vencida en la historia resurgirá en el canto de nuestro poeta épico. El poema alcanzó en poco tiempo tal difusión en nuestras campañas, que Avellaneda, amigo del autor, recordó más tarde el hecho singular de que los pulperos pedían a sus proveedores de la ciudad:
“12 gruesas de fósforos, una barrica de cerveza, 12 vueltas de “Martín Fierro”, 100 cajas de sardinas”.
Fundido desde su arranque glorioso al alma de su pueblo, Martín Fierro no podrá ser jamás desentrañado de nuestra formación nacional; y el núcleo resistente de la población criolla, dominando a la masa inmigratoria, transferirá al hijo del europeo, afincado para siempre a nuestro destino, el temblor primordial del verso rústico. El vástago del inmigrante aprenderá de memoria la payada heroica y la sentirá como propia. Hecho memorable, véase en ese encantamiento el mejor testimonio de su triunfo póstumo.
Carlos Alberto Leumann, en su obra “El poeta creador” compara a “Martín Fierro” con los Nibelungos y observa que las maravillas del poema “sólo hayan equivalencia si se remontan los siglos hasta tiempos que corresponden a la creación de nuevas nacionalidades y nuevos idiomas”. (8)
Lejos de poseer un carácter “inconsciente”, según la desdichada afirmación de Lugones (9), la obra de Hernández es una síntesis deliberada. Se emparenta con las grandes literaturas por su condición indisimulada de relato histórico, rasgo característico de toda epopeya nacional. Una lectura didáctica de “Martín Fierro” en las escuelas iluminaría agudamente la historia de los argentinos. Es una “Summa” de proverbios; la sabiduría colectiva de un pueblo está encerrada en el deleite de su música. Los eruditos han resecado el origen de ese grito épico. Los intelectuales alejandrinos, en su hipnosis europea, prefieren héroes más prestigiosos. Para Aristóteles según recuerda Lafargue, la importancia de los proverbios era inmensa:
“Aristóteles considera los proverbios como restos de la filosofía de tiempos remotos devorada por las revoluciones sufridas por los hombres: su picante concisión lo salvó del naufragio. A los proverbios y a las ideas en ellos expresadas, les atribuye la misma autoridad que a la filosofía antigua, de la cual proceden y de la que guardan su noble sello”. (10)
De ahí se deriva el carácter monumental de “Martín Fierro” pieza clave de nuestro drama histórico y documento sin igual del ingreso argentino al arte del mundo. Su canto testimonial dice más de nuestro pasado que todas las academias heladas por el miedo.
El desencuentro entre Sarmiento y Hernández ha sido silenciado por la oligarquía; pues la diatriba del “Facundo” se dirigía contra los “Martín Fierro” y el poema de Hernández no fue sino la vindicación de “Facundo”. Hernández dirá a su hija:
“Le he puesto el nombre de Martín Fierro en homenaje a Güemes y porque de fierro es el temple del alma del hijo de la pampa”.
Cierto es que hubo en la presidencia de Sarmiento telégrafos, ferrocarriles, puentes, caminos, escuelas, profesores importados, progresos en distintos órdenes. Porque ese hombre era un ser de asombrosa y desordenada actividad y, a pesar de todo, constituía una tentativa de llevar cosas nuevas al interior atrasado, de elevarlo a la escala de lo moderno, desde las condiciones heredadas de la historia. Si la presidencia de Mitre es un desastre bajo todos los puntos de vista, Sarmiento echa las bases de instituciones nacionales y, en un sentido contradictorio y limitado usa de los recursos gubernativos para promover el desarrollo del interior. Esto último chocará con la resistencia de la mezquina oligarquía porteña, para la cual cada peso gastado fuera de Buenos Aires constituía la prueba de un despojo.
El Congreso frena sus mejores iniciativas: no puede hacer el puerto según su deseo, prescindiendo de las autoridades bonaerenses que, dice Gálvez, son “dueños de la ciudad”. Indigna a los porteños que Sarmiento funde en La Rioja una escuela superior y once primarias, entregando para esos fijes 25.000 pesos. A otras provincias las subvenciona con 100.000 pesos; promueve la educación popular aunque sobre esto la oligarquía haya exagerado enormemente ocultando el papel de Avellaneda, auténtico propulsor de la educación pública en nuestro país, antes de Roca. La idealización de Sarmiento que organizará luego la oligarquía antinacional propenderá a disimular los crímenes y extravíos en que incurrió el sanjuanino cuando estaba al servicio de Buenos Aires. (11)
El presidente Sarmiento, acompañado por su comitiva visita Federación, en Entre Ríos:
“Federación es algo así como la capital de los dominios del coronel Guarumba, un indio puro. El coronel al frente de sus soldados a caballo sale a recibir al presidente. Chapeados de plata lujosos, chiripaes y tacuaras. Guarumba se apea y presenta sus respetos al Primer Magistrado. Sarmiento había tenido la ocurrencia de enviar a Guarumba, antes de su viaje, algunos de sus libros. Le pregunta si los recibió y si los había leído y el charrúa le contesta que los recibió, y que como eran de distintos tamaños los hizo cortar para que cupiesen en la alacena que los esperaba, a lo que Sarmiento que no admite bromas, hace un escándalo y dice a Guarumba: civilización hasta aquí, y barbarie de tu lado”.
He aquí en toda su magnificencia el método de Sarmiento. Acusa de “bárbaro” al soldado analfabeto pero le envía libros antes de enseñarle a leer. El “civilizado” era Guarumba en relación a sus conocimientos pues respetó el extraño obsequio y lo cortó a cuchillo evidenciando un afán de orden. Y el “bárbaro” era un presidente tan fatuo como pueril capaz de enviar libros a un iletrado.
Durante el período presidencial de Sarmiento, ingresan al país cerca de 300.000 inmigrantes. De ellos regresan a sus patrias de origen alrededor de 120.000. El país, a pesar de las disensiones civiles, comienza a crecer. Las tierras se valorizan mientras la oligarquía terrateniente las acapara: el régimen de propiedad agraria ya estaba constituido desde los tiempos de Rivadavia y de Rosas. Sarmiento hace aprobar un empréstito inglés para construir el ferrocarril de Río Cuarto a Tucumán, el puerto, los muelles y almacenes de aduana. El empréstito se verifica, pero las obras públicas quedarán sobre el papel. La guerra del Paraguay insume 30 millones de pesos y la represión contra Ricardo López Jordán, 16 millones. (12)
La relación de dependencia con el Imperio británico se consolida. Según Dorfman, las rivalidades de Gran Bretaña con Estados Unidos y Alemania obligaban a aquélla a una política financiera específica en los países semicoloniales, pues “la única forma de asegurar abundantes exportaciones era la inmensa colocación de empréstitos que implicaban una supeditación económica creciente del país deudor y una inyección de vida en las industrias inglesas. La relación entre los empréstitos ingleses y las importaciones del mismo origen es muy estrecha. Si en 1868-1873 hay un empréstito por valor de 11.703.000 libras esterlinas, la importación es por valor de 90.000.000 de pesos fuertes, en 1891-1900 los empréstitos ascienden a 34.300.000 de libras esterlinas y las importaciones a 370 millones de pesos fuertes. Gran Bretaña cubre en ese período el 40% de las importaciones recibidas por la economía argentina”.
Sarmiento no tenía la menor idea del significado de estos hechos. Desde los lejanos tiempos de su “Facundo”, había predicado en cientos de páginas y discursos el carácter mágico del librecambio. Guardaba de su conversación con Ricardo Cobden, al que conoció en Barcelona, un recuerdo imborrable. El librecambista británico lo dejó en la puerta de su hotel, “abismado de dicha, abrumado de tanta grandeza y tanta simplicidad contemplando medio tan noble y resultados tan gigantescos… La protección de las industrias nacionales, un medio inocente de robar dinero al vuelo arruinando al consumidor y dejando en la calle al fabricante protegido”. (13)
Como presidente no podía amparar la política que había sostenido como publicista.
Sin duda alguna, Sarmiento fue en su presidencia un prisionero de la oligarquía porteña: vivía en su ciudad, gastaba su dinero, usaba su puerto. Cuando se dispuso un día a presenciar un desfile militar, dada la incomodidad del Fuerte para observar la parada, ordenó que el desfile se realizara frente al edificio de la Municipalidad porteña, comunicando al Concejo municipal que el Gobierno nacional ocuparía los salones comunales. El vicepresidente del Consejo contestó al Presidente de la República que la Municipalidad porteña recibía como huésped al Presidente, pero no podía entregar su casa. Así, el último concejal, representante de los rentistas y bolicheros de la ciudad, tenía más fuerza que el Presidente de los argentinos. Para la insolencia portuaria el primer mandatario sólo era un huésped. Tejedor hará famosa la palabra en 1880 y eso costará 3.000 muertos. La hora del interior se aproxima. Avellaneda será un hombre de transición, el prólogo a Roca.
Resulta de interés señalar que, pese a todo, con la Presidencia de Sarmiento renacen a la vida política nacional figuras del viejo federalismo intelectual, como Bernardo de Irigoyen, excluido hasta ese momento de la vida pública por el odio mitrista. Otro provinciano, Avellaneda, será ministro de Instrucción Pública y realizará con brillo y eficacia toda la obra educacional que la propaganda póstuma atribuirá a Sarmiento. Representantes de la burguesía ilustrada de las provincias, federales bonaerenses que asoman tímidamente la cabeza después de veinte años de persecución facciosa, muchos hombres del nacionalismo antiporteño encuentran en el gobierno de Sarmiento la posibilidad de manifestarse. Sarmiento masacrará la rebelión jordanista, pero tal como estaban las cosas, las masas populares ya no podían expresarse a través de los viejos caudillos; en la etapa inmediata pesarán en la política argentina, por medio de la burguesía intelectual o militar provinciana: Avellaneda y Roca. Sarmiento fue el resultado de una inestable transacción entre el interior y Buenos Aires. De antiguo embrujado por una Europa mal comprendida, encarnó al mismo tiempo la aspiración de la burguesía provinciana por elevarse a la civilización. Sus extravagancias personales se explican por esa base contradictoria de su política. Ni genio, ni loco, ni padre de la patria, ni sinvergüenza. Liberales y clericales lo han simplificado con la apología o el denuesto. Las tensiones interiores de su personalidad eran tan divergentes como la tierra y la época que las produjeron.
Referencias
(1) Raúl Scalabrini Ortiz – Historia de los Ferrocarriles Argentinos. Página 264, Buenos Aires (1957).
(2) Ricardo Font Ezcurra – La unidad nacional. Buenos Aires (1941).
(3) Alberto Palcos – Presidencia de Sarmiento. Página 110, Historia Argentina Contemporánea, Acad. Nac. De la Historia, Tomo I, Ed. El Ateneo, Buenos Aires (1963).
(4) Roberto Tarmagno – Sarmiento, los liberales y el imperialismo inglés. Página 138, Ed. Peña Lillo, Buenos Aires (1963).
(5) Lucio V. Mansilla – Entre Nos. Página 332, Ed. Hachette, Buenos Aires (1963).
(6) Sebastián Marotta – El movimiento sindical argentino. Página 25, Tomo I, Ed. Lacio, Buenos Aires (1960).
(7) José Hernández – Martín Fierro, prólogo a la vuelta “Cuatro palabras de conversación con los lectores”, p. 270, Ed. Estrada, Buenos Aires.
(8) Carlos Alberto Leumann – El poeta creador, p. 9, Ed. Sudamericana, Buenos Aires (1945).
(9) V. Leopoldo Lugones – El payador, Edic. Centurión, p. 231, Buenos Aires (1944).
(10) Cit. Paul Lapargue – La méthode historique de Kart Marx, p. 26, Ed. M. Girad, París (1928)
(11) Manuel Gálvez – Vida de Sarmiento.
(12) Palcos, ob. cit., p. 133
(13) Tamagno, ob. cit., p. 65
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Ramos, Jorge Abelardo – Revolución y Contrarrevolución en la Argentina. Del Patriciado a la Oligarquía (1862-1904), Buenos Aires (2006).
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