Justo Santa María de Oro

Fray Justo Santa María de Oro (1772-1836)

Nació en la ciudad de San Juan el 30 de julio de 1772, siendo primogénito del matrimonio de Juan Miguel de Oro y Cossio, porteño, y María Elena Albarracín, sanjuanina.  Desde niño sintió inclinaciones por la carrera sacerdotal, para la cual también lo destinaban sus progenitores.  A los 17 años se vistió de dominico, perteneciendo al convento de esa Orden.  Por su modestia, su clara inteligencia y sus condiciones de estudiante notable, se profetizó que llegaría a ser un sacerdote de méritos excepcionales.

Recibió las órdenes sagradas en 1790, habiendo antes desempeñado el lectorado de artes.  Inmediatamente marchó a Chile, al convento de la Recoleta, donde el 29 de noviembre de 1794, recibía, después de haber acreditado sus excelentes condiciones, la unción sacerdotal de manos del obispo Blas Sobrino y Minayo, con dispensas de edad.  Poco tiempo después obtuvo en la Universidad de San Felipe, por oposición, la cátedra de teología, y en 1804, por sus virtudes y méritos, fue nombrado prior de la comunidad de la Recoleta, y luego, superior vitalicio; dedicándose con el mayor entusiasmo a realzar el prestigio de la comunidad, estableciendo colegios, etc.

A causa de los conflictos políticos que se produjeron en aquel país, en 1814 y en los que intervenía José Miguel Carrera, de Oro fue deportado a Mendoza, ciudad donde tomó conocimiento con el general José de San Martín.  Pasó a San Juan, donde coadyuvó con el gobernador José Ignacio de la Roza para la obtención de elementos bélicos para la organización del Ejército de los Andes.

Poco antes de estallar la revolución emancipadora de Chile, en 1809, de Oro hizo un viaje a Roma, donde negoció un Breve para la anexión a Buenos Aires de los conventos de su orden en Cuyo, que reconocían la dependencia del Convento Grande de la orden que existe en Santiago de Chile, bajo la advocación de San Lorenzo.  De Roma regresó a Chile, de donde debió salir en la forma que queda dicha.

En San Juan, ya en la cátedra sagrada,  con sus dineros, con su propaganda difundida por todas partes, consiguió reunir simpatías, adherentes para la reunión de elementos y hombres para la constitución de aquel Ejército que debía dar cima a una de las más atrevidas empresas militares del mundo.  De Oro logró que hasta el convento de Santo Domingo contribuyera con sus rentas al equipo del Ejército de los Andes, al que consiguieron hacer incorporar sus esclavos.

Disuelta la gran Asamblea Constituyente del año 1813, derrocado el Director Supremo del Estado general Alvear, se promueve y se resuelve la convocación de un Congreso General, que dictase la Constitución del país; organizarlo, en una palabra, bajo un sistema de gobierno que estuviese en concordancia con los propósitos de la revolución de Mayo, y se acordó que aquel Congreso se reuniese en Tucumán y para tal efecto, se invitó a las diferentes provincias para que enviaran sus representantes al mismo.  El pueblo de San Juan, haciendo justicia a la capacidad de fray Justo Santa María de Oro, lo eligió como uno de sus diputados ante el Congreso de referencia.  Este realizó su primera sesión el 24 de marzo de 1816.

Como es sabido, concurrieron a aquella magna Asamblea, los hombres de la mejor representación y condiciones de ilustración y de inteligencia, con patriotismo reconocido.  Entre ellos, de Oro, dotado de una poderosa inteligencia y en la plenitud de su desarrollo, no sólo correspondió a las esperanzas de su pueblo, fundadas en los méritos que se le reconocían, sino que su ilustración fue un contingente poderoso llevado a aquella asamblea de patriotas esclarecidos para el estudio y decisión de los arduos problemas que debían allí tratarse.

Los congresales de 1816 fueron dignos de la grandiosa idea que los reunía y de la gloriosa Acta que declaró la independencia política de estos pueblos.  De Oro fue uno de los partidarios entusiastas por la declaración de la independencia política de estas colonias, pues eran muchos los que vacilaban para dar tal paso, que con justa razón lo consideraban trascendental; el futuro obispo de Cuyo trazó con mano firme su rúbrica al pie del Acta solemne del 9 de julio de 1816 y en las sesiones previas a ésta, defendió con calor y convicción sus ideas políticas y patrióticas al respecto.  Sin discusión, el diputado por San Juan es astro brillante de primera magnitud en la constelación que irradió sus luces en las históricas sesiones del Congreso General Constituyente de Tucumán.

Se destaca, igualmente, y con mayores bríos y energías, combatiendo el proyecto impremeditado de la monarquía incásica y levantándose con altivez, erguida cual era su gallarda figura, se expresa así: “para proceder a declarar la forma de Gobierno, era preciso consultar previamente a los pueblos, limitándose por el momento a dar un reglamento provisional, y que en caso de procederse sin aquel requisito a adoptar el sistema monárquico constitucional, a que veía inclinados los votos de los representantes, pedía permiso para retirarse del Congreso”.

¡Qué proposición tan encuadrada en la forma que se reclama y se indica para esta clase de deliberaciones y de sanciones!; y precisamente en un país que si bien se había pronunciado por la libertad del dominio español, no había aún manifestado cuáles eran sus propósitos y sus tendencias sobre el sistema que le convendría adoptar para constituirse en nación definitiva e independiente, aunque sus hombres dirigentes, ya en la prensa, en los púlpitos, en las deliberaciones gubernativas, en las proclamas militares y especialmente en la Asamblea de 1813, en Buenos Aires, habían declarado implícita y acaso explícitamente, la independencia, y se vislumbraba la referencia por el sistema republicano.

Pero el Congreso de Tucumán vaciló desde sus comienzos, sobre la Constitución que debía regir a las Provincias Unidas del Río de la Plata; no tenía, al parecer, la conciencia de sus facultades y las energías a que éstas debían acompañarlas.  Al fin se pronunció, siquiera sea, con un acto de valentía y oportunidad, reclamadas por la situación peligrosa en que se hallaban los pueblos, fatigados de tanta lucha y sospechosos de poder lograr los fines del pronunciamiento de Mayo.

Esta sabia inspiración echó por tierra el proyecto monárquico, pues dobló el juicio de sus colegas a favor del diputado Oro, y es justo señalar como punto culminante de este prócer esta actitud y recoger para el clero argentino este triunfo y esta atrevida hazaña.

Si fray Justo Santa María de Oro no tuviera otros antecedentes, otra figuración en su vida pública, este solo hecho bastaría para presentarle ante la historia con todos los atributos de los ciudadanos eminentes.

Y consecuente con aquel veto que lo pone en conocimiento del Cabildo de San Juan dice: “por lo que toca a las aspiraciones de mi representación, nada más incompatible con su felicidad, que el sistema monárquico incásico u otro; así es, que oponiéndome a esta idea, creo seguir la opinión y la voluntad de mi pueblo, de lo que V. S. podrá cerciorarse si la consulta”.

Triunfaron las sabias ideas del diputado Oro y es en la actualidad el sistema de gobierno a que aspirara tan ilustre compatriota.

Entre las varias proposiciones del diputado por San Juan se encuentra la proclamación de Santa Rosa de Lima como patrona de América y protectora de la Independencia de Sudamérica, sancionada por unanimidad en el seno de aquel memorable Congreso.

A comienzos de 1817 se separó de éste y regresó a San Juan, dejando constancia de su inteligencia y múltiple acción, tanto en los asuntos propiamente políticos como en la defensa del culto católico.  En el mismo año fue nombrado provincial de su orden, proclamando la independencia de los conventos dominicos que formaban la Provincia Eclesiástica de San Lorenzo Mártir, dependiente hasta entonces del General de la Orden de España.

En esta época el Padre Oro hizo un paréntesis a los deberes de su profesión para entregarse de lleno a la política agitada de Cuyo, y especialmente a la de San Juan que tenía profundamente dividida a aquella sociedad; la intervención de Oro en política fue debida al rigorismo excesivo del teniente gobernador de la Roza, que le enajenó la voluntad de muchos, habiéndose producido una gran escisión en el pueblo de San Juan, y el Cabildo que unido a la oposición, trabajaba por la deposición de de la Roza, a quien se consideraba como un tirano y mandón voluntarioso.

Fray Justo Santa María de Oro llegó a comprometerse por su conducta abierta hostil a la autoridad, haciéndose sospechoso ante el Gobierno de la Intendencia, que seguía en todos sus detalles los sucesos de San Juan, y que pronto pensó en alejarlo de la Provincia; en nota reservada de 24 de abril de 1818, el Gobernador Intendente general Luzuriaga encargaba se vigilase al Provincial de los Conventos dominicos de Chile, “de quien hay fundados antecedentes que aspira a introducir el desorden”; y el 8 de mayo del mismo año llegaba a San Juan la orden de hacerlo marchar a Chile, lo que se cumplimentó de inmediato.  Evidentemente, este esclarecido sacerdote y virtuoso patriota, dio un paso en falso al alinearse en la política opositora del gobierno de su provincia natal.  Ello le costó el destierro.

En Chile demostró una vez más cuánta era su capacidad y su laboriosidad y la preparación para tratar y resolver cuestiones difíciles y enojosas relacionadas con la orden a que pertenecía.  Desempeñó la prefectura de ésta y fue examinador sinodal, desde 1818 a 1822.  En 1823 fue vocal suplente de la Junta protectora de la libertad de imprenta.

Por razones de política, en las que se le atribuyen complicidades con el movimiento que los amigos de O’Higgins pretendieron realizar en 1825 contra el gobierno del general Ramón Freire, y prisionero, Oro fue deportado a la isla de Juan Fernández y de aquí puesto en libertad, se trasladó a San Juan.

El 15 de diciembre de 1828 al papa León XII le preconiza obispo de Taumaco “in partibus infidelium” y enseguida fue revestido con la alta dignidad de Vicario Apostólico de Cuyo por nombramiento hecho por la misma Suprema Autoridad de la Iglesia el día 22 del mismo mes y año.  Esto dio lugar a un entredicho con el Vicario Capitular de Córdoba, Dr. Castro Barros, compañero de tareas de Oro en el Congreso de Tucumán, el que pedía quedara sin efecto la designación del último por súplica elevada a S. S. el 25 de noviembre de 1830, pero finalmente quedaron allanados los incidentes y resuelto el punto en forma favorable al ex-diputado por San Juan, por un breve de fecha 21 de noviembre de 1832 de S. S. Gregorio XVI, entonces reinante, confirmando en todas sus partes la expedida a favor de Oro el 22 de diciembre de 1828.

Fray Justo trabajó desde entonces para la erección del Obispado de Cuyo, poniendo en el asunto toda la capacidad y toda la habilidad de que se hallaba dotado; los gobiernos de Mendoza y San Luis aplaudían la idea pero alegaban la preeminencia para la catedralidad de su iglesia matriz, particularmente el primero por haber sido la ciudad de Mendoza, capital de la Intendencia de Cuyo.  Como queda dicho, el Obispo de Córdoba puso todo su empeño para hacer fracasar esta idea, por la desmembración que sufriría su vasta diócesis.  La intervención del Gobierno de San Juan en la cuestión, permitió la celebración de una especie de concordato con la autoridad eclesiástica.  La polémica entre las dos Vicarías abandonó el terreno de las notas oficiales, y se llevó a la prensa diaria en artículos y folletos de una lucha ardiente.  En Santiago de Chile se publicó un folleto que abordaba de lleno la cuestión y dejaba establecida la justicia y buen derecho de la Vicaría de Cuyo.  Esta, que había sido creada por el breve de León XII, el 22 de diciembre de 1828, fue transformada en el Obispado de San Juan de Cuyo por la Bula ereccional de S. S. Gregorio XVI expedida el 30 de octubre de 1834, accediendo por fin, a las gestiones el Padre Oro, colocando su catedral en la ciudad de San Juan, y prometiendo a la ciudad de Mendoza la creación oportuna de iglesia sufragánea en su jurisdicción.  Fray Justo Santa María de Oro fue designado obispo diocesano el domingo de Quincuagésima, 21 de febrero de 1830, había sido consagrado obispo de Taumaco, en la iglesia de San José, en la ciudad de San Juan, por el Ilmo.  Sr. D. José Ignacio Cienfuegos, obispo de Retino y auxiliar de América.

Este último se ocupó desde entonces, exclusivamente, en la organización de su diócesis y en el desempeño de su obispado practicó muchas obras benéficas a favor de la iglesia y de las escuelas.  Redujo también los días festivos del calendario.  Proyectó la fundación de un seminario conciliar y de un colegio para laicos; emprendió la edificación de un monasterio bajo la advocación de Santa Rosa de Lima; donde debía funcionar un colegio para educación de señoritas, obra que no alcanzó a terminar.

En estas tareas le sorprendió la muerte el 19 de octubre de 1836, diciendo en sus últimos momentos: “Estas cosas están en mi cabeza; Dios está en mi corazón”.  Su cadáver fue inhumado en la Catedral de San Juan el día 23 y sus honores fúnebres celebrados por cuenta del Estado en los días 29 y 30 de noviembre.

La posteridad agradecida a sus patrióticos servicios le ha levantado una estatua en la plaza principal de San Juan el 9 de julio de 1897 y en la casa donde nació existe la placa que hizo colocar el gobierno en 1888.

La instrucción del Obispo Oro era vastísima para su tiempo; había aprendido el francés, el italiano y el inglés; era profundo teólogo y un verdadero filósofo.  Su cualidad dominante de espíritu era la tenacidad, tranquila a la par que persistente.  El historiador Vicente Fidel López, refiriéndose a la actuación de este sacerdote en el Congreso de Tucumán, dice: “En la sesión del día 15 (julio de 1816), fray Justo Santa María de Oro declaró con la mansedumbre que le era habitual, pero con firmeza, que para poder elegir una forma de gobierno era preciso consultar al pueblo, no debiendo sin tal requisito procederse a adoptar el sistema monárquico a que veía inclinados los votos de los representantes”.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1938).

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