Los catrieleros del Azul

Juliana Román, una de las últimas sobrevivientes de la tribu de Cipriano Catriel (fotografía de 1934)

Allí están los pampas, señor… Son los últimos que quedan de la tribu de Cipriano Catriel… Viven en esos ranchitos, pasando el arroyo.

Un sol de fuego caía a plomo sobre el rancherío miserable, en un suburbio de la ciudad de Azul.  Todo parecía dormir: los indios, las chozas, los perros, los montes cercanos.  En el vasto silencio calcinado sólo se oía el murmullo del Callvulcufú, el río azul de los indígenas, que dio su nombre a la ciudad del Sur.

El automóvil se detuvo frente a un ranchito.

- Aquí vive la mujer más vieja de la tribu, señor… Ese que viene hacia nosotros es su bisnieto.

José Mendoza, el “catrielero”, nos dio la bienvenida.  Es un indio de 40 años, robusto y gallardo, de facciones agradables y maneras corteses.

Inmóvil y descubierto bajo el terrible sol, el hombre hablaba.  Su sonrisa era algo triste.

- Si, señor… Nosotros, los que vivimos aquí, somos los últimos descendientes de la famosa tribu de Cipriano Catriel, el rey de la pampa.  Nosotros lo llamamos “el general”… Pero ustedes querrán ver a mi bisabuelita, ¿no?  Cuando yo era muchacho ella andaba ya cerca de los cien años…

Instantes después Juliana Román aparecía a la sombra del rancho.  La miramos con cierta emoción.  La viejecita inmemorial parecía un bronce antiguo.  Su edad se calcula en 125 años.  Todo el pasado, toda la historia de la tribu guerrera y poderosa que llenó un largo siglo con el tumulto sangriento de sus luchas, con el clamor pavoroso de sus malones, vivía aún en esa viejecita color bronce que parpadeaba bajo el sol, cerca del río azul.  Los ojos hundidos e inmóviles estaban fijos en los campos y los montes del oeste.  De allá habían venido un día sus antepasados.  En ese mismo monte inmediato, durante muchas generaciones, se alzaron los toldos de Catriel el grande.  Allí se organizaban los malones que hacían temblar la Provincia.  Allí, al regreso de los caciques victoriosos, los pampas bailaban sus danzas bárbaras y entonaban sus cantos guturales, ebrios de alcohol y de sangre, al resplandor de las lunas indias, y los capitanejos se mataban por el amor de las cautivas…

- ¿Se acuerda, Juliana?

Sí.  La india de 125 años se acordaba.  Hasta de los ojos azules de don Juan Manuel de Rosas.  Lo vio en 1833.  Ella tenía más de veinte años, entonces.

- La mamita vieja está cansada, señor…

José Mendoza, el bisnieto, la condujo dulcemente, casi en brazos, al interior del rancho.  Me pareció que guardaba amorosamente una reliquia que todavía respiraba…

La sombra de Catriel

Era otro rancho que se alza cerca del que ocupa la centenaria.  Otra viejecita color bronce nos miraba con la expresión triste de los indios.  Estaba inclinada sobre un telar humilde, como las indias del tiempo de la independencia.  Y antes… Uno de los hijos, un pampa inteligente y hermoso nos dio su nombre.

- Es mi madre, señor.  Se llama Pascuala Calderón.  Ha pasado los ochenta.  Siempre está tejiendo, como usted la ve ahora.  Hace ponchos, cinchas, fajas, que le viene a comprar un señor de Buenos Aires.  Le pagan muy poco…  Usted ve cómo somos de pobres los últimos pampas de Catriel, los que éramos dueños de todos estos campos…  Somos los últimos argentinos de verdad, los “catrieleros” del Azul…

El indio Simón Calderón, sonreía melancólicamente.  La viejecita seguía tejiendo.  El silencio del rancherío era profundo.

- ¿Se acuerda del “general”, Pascuala?

Los ojos misteriosos de la indígena se alzaron del telar.  Su mano, rugosa y negra como un sarmiento seco, señaló la pared de barro del rancho.  Allí, bajo una estampa descolorida de la Virgen de Luján, amarilleaba un dibujo antiguo, un recorte de diario viejo.  Era un retrato a lápiz del general Cipriano Catriel, cacique de los caciques, señor de todas las tribus pampas.

En cada rancho, por misérrimo que sea, existe un retrato del indio legendario que hizo temblar bajo sus lanzas a los gobiernos de la Nación.  Su sombra, grandiosa y trágica, caía sobre la oscura miseria de sus descendientes.  Su nombre, llevado por todos los vientos de la pampa, temblaba en los labios resecos de los ancianos, y era pronunciado con veneración por los indiecitos que jugaban con los perros.

Rosa Pérez, “la cautiva”

- Allí viene “la cautiva”, señor…  Hable con ella…  Se acuerda de todo…

Por el camino polvoriento, bajo el quemante sol, una anciana de aspecto robusto avanza con lentitud.  Iba de la mano de una pampita agraciada y ágil, su bisnieta.  Al verme, se detuvo en la huella polvorienta.

- Si, señor… Yo soy Rosa Pérez, “la cautiva”… Así me llaman en el Azul.  Pero, venga hasta mi ranchito… Es aquí, no más.

Me invitó a sentarme en la única silla que poseía.  Ella se dejó caer en un banquito desvencijado.  Y allí, bajo los paraísos, los labios de Rosa Pérez evocaron el horror lejano de los malones.

- Yo ando por los cien años, señor.  Nací aquí, en el Azul, junto al Callvuleufú.  Mi partida de bautismo está en la iglesia que se ve desde aquí…  Un día fui a pedir una copia para ver si el gobierno me devolvía parte de las dos leguas que el general Juan Manuel de Rosas le había dado a mi tata, que fue con él a la campaña del Colorado.  Pero no me la dieron.  ¿De dónde iba yo a sacar los cuatro pesos que costaba?  El papel firmado por Rosas dándole a mi tata esas dos leguas lo tenía mi mama…  Cuando fuimos llevadas cautivas, en 1870, a los toldos de Manuel Grande, en Puan, después del gran malón de ese año, nos agarró una tormenta y a mi mama se le mojó todo el papel y se borró lo que estaba escrito…

- Hábleme de ese malón, Rosa…

- Fue tremendo, señor… Los pampas cayeron con la luna… Mataron a casi todos los hombres que encontraron en el Azul, y se llevaron cautivas a las mujeres.  A mi marido, pobre, lo degollaron.  A mi mama y a mí nos llevaron a caballo hasta Puan.  Yo ya era casada y tenía varios hijos.  De los once que eran, sólo quedan tres.  A las mujeres blancas, “las cristianas”, como nos llamaban los salvajes, nos hacían trabajar mucho.  Teníamos que ir al monte, un monte misterioso donde muchas se perdieron, a buscar piquillines y hierbas, a buscar agua al arroyo…  Cuatro años me tuvieron cautiva en los toldos de Manuel Grande, señor… ¡Qué vida!…  Cuando los pampas nos dejaron libres, volvimos aquí, al Azul… Los indios nos entregaron a los jefes del fortín, que está allí cerquita, es decir, las ruinas.  ¡Viera qué alegría hubo en el fortín y el pueblo!  Hicieron música y fiesta, celebrando la vuelta de las pobres cautivas…  Poco tiempo después mi mama se murió.

- ¿Usted lo conoció a Cipriano Catriel, Rosa?

- Me parece que lo estoy viendo, señor…  Y han pasado más de 70 años.  Era el general de los pampas.  Todos, caciques, capitanejos, indios de pelea, le obedecían ciegamente.  Me acuerdo cuando lo mataron.  Un hermano de él, Juan José Catriel, le tenía envidia…  El quería ser el jefe de las tribus.  Junto con otros caciques, lo tomaron preso, lo ataron sobre un cañón, y lo tuvieron tres días llevándolo de acá para allá, hasta que lo acribillaron a lanzazos.  Juan José quedó de “cacique grande”.  Fue entonces también cuando Avendaño, que había vivido muchos años en los toldos de Cipriano, se fue para Buenos Aires.

- ¿Usted habla del famoso cautivo Avendaño, Rosa?

- Del mismo, señor… Pero Avendaño no era cautivo.  Era lenguaraz de Cipriano Catriel, quien lo apreciaba mucho, porque era un hombre muy guapo y muy bueno, y era él, Avendaño, quien representaba a Catriel en los parlamentos con los militares del gobierno.  Todos los indios lo querían al lenguaraz cristiano…

- ¿Y usted se volvió a casar, Rosa?

La anciana, risueña, nos señaló un viejo que se acercaba lentamente bajo los paraísos.

- Este es mi segundo marido, señor.  Saludá al señor, viejo…

Fidel Palmares, santiagueño, más que centenario, se cuadró en el sol.  El también es indio, como casi todos los del rancherío, excepto Rosa.  Pero es quichua.  Desprecia a los pampas.  Fue soldado en la guerra del Paraguay.  Los nombre inolvidables de sus jefes, el coronel Gainza y el capitán Taboada, vuelven a sus labios resecos y marchitos.  Peló en muchas batallas.  En sus viejos ojos tristes aún arde el horror de Curupaytí.  No recibió jamás una herida.  Llegó al Azul poco después del malón de Manuel Grande.  Y varios años después se casó con la cautiva de Puan.  Ahora, a los 106 años, pide limosna con melancólica ternura.

- Pobre mi viejo…  Todas las mañanitas, al salir el sol, se va solo a la ciudad, con su palo y su bolsa…  Le dan un poco de carne y yerba, nada más.  Ahora se le aflojan las piernas, y él no sabe por qué…  A veces los indios lo encuentran caído en medio del camino, cuando hace mucho frío y sopla el viento de las Sierras Bayas, que corta como un cuchillo…

El último pampa

Es el nieto de un nieto de Juliana Román.  Un lindo y vivaz indiecito de siete años.  Se llama Osmar Héctor Mendoza.  Es el último pampa de la tribu de Catriel el grande.  Va a la escuela, y sabe leer  Y jugar al fútbol.  Es muy chico para saber que la gran tribu de sus mayores se dispersó para siempre.  Que los caciques famosos cuya sangre corre por sus venas murieron en los presidios militares o acabaron sus días sirviendo como peones en las estancias del sur, ellos, que fueron los amos y señores de la pampa inmensa; ellos, que hacían temblar las poblaciones desde las montañas hasta el mar.

Pero en el último rancho pampa ya no queda ni una lanza.

Canción de recuerdo en el monte

El sol empezaba a ponerse en el oeste.  De allá habían llegado las tribus guerreras y feroces.  Aquí, en estos pagos apacibles y soñolientos, habían vivido su epopeya de coraje, de rapiña, de fuego y de sangre.

Ahora, alejándome del rancherío, yo estaba en el Monte de Catriel.  Pisaba la tierra donde hasta hace 50 años se alzaban los toldos de cuero crudo de la tribu legendaria.  Aquí mismo el indómito Cipriano Catriel había soñado su gran sueño de rebelión y poderío, al frente de sus lanzas.  Aquí, en este mismo lugar donde hoy arrullan las torcazas, resonó el lamento de los cautivos y llegó el resplandor de las estancias incendiadas.

El sol, el viejo sol de los indios, iba a ocultarse tras los montes lejanos.  Los perros de los pampas ladraron a lo lejos.  Seguí andando, recordando.  Me pareció que me rodeaban las sombras de los caciques muertos.  Una lechuza salió graznando de las ruinas del fortín.  En la calma del crepúsculo, el Callvuleufú, el río azul de los indios, parecía cantar la vieja canción de guerra y de sangre:

“¡Catriel…  Catriel!…”

Fuente

Binnerbini, Gastón (Militari Arg) – Colaboración.

Blómberg, Héctor Pedro – Los catrieleros del Azul.

Caras y caretas – Año XXXV, Nº 1860, Buenos Aires, 26 de mayo de 1934.

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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