Nació el 23 de agosto de 1844, en Buenos Aires, más precisamente en el barrio de Belgrano. De escasos recursos económicos, antes de graduarse trabajó en una farmacia y como farmacéutico en el Hospital General de Hombres. Si se trata de forjar la imagen del Pirovano médico, se presenta la figura de un hombre soberbio, seguro de sí mismo, reservado al lado del paciente, bondadoso, dulce en su trato. Distinto es el Pirovano adolescente quien, según relata Wilde en “Tiempo perdido”, era un pilluelo que aterrorizaba a los vecinos del barrio de Belgrano y a quien, luego, sus compañeros de facultad reconocían como brillante alumno. Además, por su costumbre de gastar bromas pesadas, era un honor contarlo como “asesor” en el conocido como “comité de mortificación pública”. Estas “habilidades” de Pirovano están gráficamente descriptas en el cuento de Manucho Mujica Láinez que se transcribe más abajo. Su bisabuelo y abuelo eran médicos en el viejo continente; su padre era italiano y emigró hacia la Argentina, donde sólo pudo constituir una humilde familia cuyos escasos recursos le impedían costear la carrera de su hijo. Dispuesto a cumplir con su vocación no vaciló en trabajar para sufragar los gastos de sus estudios.
Fue, además, practicante del célebre Dr. Francisco Javier Muñiz en la guerra contra el Paraguay, en 1865 y también en las epidemias de cólera de 1867 y de fiebre amarilla de 1871. Muñiz fue ejemplo de decenas de médicos de la época.
Una vez que obtuvo el título de farmacéutico, y luego el de médico, se doctoró con la tesis “La herniotomía”, en 1872, cuando contaba 28 años.
Es muy descriptivo lo que de él dijo un compañero de estudios, poco después de graduado. Dijo de él Eduardo Wilde en 1872: “Tiene todas las cualidades físicas para el trabajo, y todas las aptitudes intelectuales para ser un médico notable. Es bondadoso, de carácter reservado, meditador y pacienzudo; parece muy dúctil, aunque siempre por hacer lo que le da la gana, tiene una gran facilidad para hacerse querer de sus maestros, sabe evitar que lo envidien sus condiscípulos…”.
Habiendo obtenido ya un principio de reconocimiento y prestigio como cirujano, partió ese mismo año a París becado por el Gobierno de Buenos Aires. Conoció y frecuentó en sus lugares de trabajo a Claude Bérnard y a Louis Pasteur, y conoció a Lister, uno de los principales impulsores de las modernas medidas de asepsia para las salas y prácticas quirúrgicas. Este contacto con Lister le daría a Pirovano los fundamentos de los métodos antisépticos que introduciría en el país. También participó de las sesiones quirúrgicas de Nélaton y Pean.
Regresó a Buenos Aires tres años después con el título de Doctor de la Facultad de Medicina de París. Inmediatamente fue designado profesor titular de la cátedra de Histología y Anatomía Patológica. Las autoridades debieron ceder ante la exigencia de que le compraran un microscopio y lo dotaran de un laboratorio adecuado. Él quería no impartir una enseñanza práctica, “ya que lo contrario sería ofender a la ciencia”.
La vestimenta en el quirófano era un largo guardapolvo de mangas cortas, hábito que también usaban sus discípulos, supliendo así el anacrónico y sucio chaqué con que se operaba en la época.
Ignacio Pirovano fue el sucesor del Profesor Manuel Augusto Montes de Oca, en 1879, siendo el sexto de la serie de profesores que la ocuparon desde su creación. Si Manuel A. Montes de Oca había introducido, sin mucha convicción, la antisepsia, Pirovano fue quien perfeccionó su aplicación, la extendió al medio hospitalario y la defendió a pesar de los resultados que muchas veces distaban de lo ideal. ¿En qué consistía este método antiséptico? Los ambientes se preparaban con pulverizadores o vaporizadores de ácido fénico, el instrumental se sumergía en recipientes con igual solución y las manos de los cirujanos y las heridas operatorias se irrigaban permanentemente con solución fenicada. Las operaciones se realizaban sobre una mesa generalmente de pino, preparada especialmente en los casos extrahospitalarios, recubierta de un colchón y un impermeable, y el campo operatorio se limitaba con una sábana de goma con una ventana ovalada del tamaño adecuado en el centro.
Practicó sobre todo la cirugía de la cabeza y cuello y de las extremidades. El número y la calidad de discípulos que formó lo hacen acreedor al título de Padre de la Cirugía Argentina: Alejandro Castro, Antonio Gandolfo, Enrique Bazterrica, Andrés Llobet, Juan B. Justo, Diógenes Decoud, Pascual Palma, José Molinari, Daniel J. Cranwell, Marcelino Herrera Vegas, Nicolás Repetto, Alejandro Posadas, David Prando y Avelino Gutiérrez.
Ignacio Pirovano tuvo además una gran clientela y una extensa práctica profesional. Su merecida fama hizo que centralizara todos los casos quirúrgicos de Buenos Aires y del interior del país. Un porte distinguido contribuía a realzar su figura de médico y catedrático.
Practicaba la traqueotomía, operación frecuente en esa época, en un solo tiempo. Convencido y seguro de su técnica, no dudó en aplicarla en un momento de suma urgencia en una paciente muy especial: su propia hija.
Pero en determinado momento desapareció de la escena. El motivo fue un cáncer de la base de la lengua que él mismo se diagnosticó, y envió las biopsias a Péau sin decir quién era el paciente. Dice que éste contestó telegráficamente: “Cáncer. Caso perdido”.
Estoicamente padeció su enfermedad, y su vida se apagó en Buenos Aires, el 2 de julio de 1895, con 50 años de edad.
En sus exequias, Carlos Pellegrini dijo: “Sentimos que algo nos falta, algo así como el centinela armado que velaba por nuestra vida contra el ataque de enemigos invisibles, y por eso, sobre su tumba hasta el egoísmo llora”. También hicieron uso de la palabra los doctores Juan R. Fernández, Leopoldo Basavilbaso, Roberto Wernicke y Pedro J. Coronado. Sus amigos deseando honrar su memoria iniciaron una suscripción pública para levantarle un monumento, el que fue inaugurado el 14 de julio de 1900, en el patio del Hospital de Clínicas.
Estaba casado con Petrona de Alzaga Piñeyro. Su entierro congregó a todas las clases sociales de la ciudad.
No dejó obra escrita, aunque en sus últimos años quería dedicarse a preparar un tratado sobre su materia. Era un hombre alto y de soberbia presencia. Su cabeza de cabello castaño claro, tenía rasgos fisonómicos prominentes; frente amplia, usaba gran bigote y la cara cubierta por una barba bien recortada en punta; ojos celestes con brillo particular, de mirada recta, pero amable y bondadosa, según el retrato que le hiciera el doctor Daniel Cranwell. Llevan su nombre un hospital, una calle de nuestra ciudad, y un pueblo de la provincia de Buenos Aires.
Fuentes
Buzzi, Dr. Alfredo
Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino – Buenos Aires (1985).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Sicardi, Beatríz
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