Primera mensura de Buenos Aires

Primera mensura de Buenos Aires

Brava era la gresca y grande el trajín que había en la mañana del 3 de diciembre de 1608 en el villorrio, bautizado por don Juan de Garay, al fundarlo pocos años antes, con el pomposo nombre de Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de Buenos Aires.

Triscaban los mulatos rapazuelos por las polvorientas calles, la pierna al aire y las rotosas calzas mal atadas; salían, alarmados, los vecinos a las puertas de sus moradas, la tizona desenvainada, el arcabuz con la mecha presta; asomaban en los menguados ventanucos los acuitados y medrosos rostros de las mujeres.  Su Merced, el señor Alcalde, pasó al trote largo de su rocín, y a su vera, a largos trancos, corrían los dos alguaciles del Cabildo, empuñando la vara, flotante la corta capa, azotándoles la pierna el espadín.  Allegáronse a ellos, abandonando la dulce holganza, que al socaire de la barranca gozaban, algunos negros libres, zambos y vagos, gentecilla maleante y bellaca, amiga del escándalo y la riña, que nunca falta en un poblado, por ruin que sea; corriendo todos, acuciados por la curiosidad y olvidando que era la hora del yantar, hacia donde sonaron los arcabuzazos, que era allende el zanjón del norte, por la Hermita de San Sebastián.

Amago de ataque exterior no existía, que urca pirata u holandesa, no había sido avizorada desde la Fortaleza, de cuya altura se oteaba el Río, pues sus pedreros no habían dado el disparo de alarma, ni los atabales llamado a reunión al vecindario; asalto de indios no se temía, que aquietados estaban después del escarmiento que diérales Garay a la vera del Riachuelo, que por ello llamóse de Matanza.

Pronto súpose lo ocurrido y aquietáronse los ánimos: pendencia entre vecinos por invasión de propiedad, cuestión y querella frecuente que traía alborotado y revuelto el vecindario, todo ello ocasionado por falta de amojonamiento en los deslindes.

Al fundar Garay la ciudad dividió el terreno en solares en el centro, quintas y chacras para agricultura y dehesas para ganadería, distribuyendo los primeros en diez y seis manzanas de N. a S. y nueve de E. a O.; traza que amplió el Cabildo en 1602.  Ubicóse cada cual a su guisa y a ojo de buen cubero.  Calmadas las inquietudes que en los primeros años ocasionaron los querandíes, surgieron discusiones y querellas entre los vecinos sobre derechos de propiedad.

El primero y más sonado escándalo que registran las crónicas, harto pobres de esos tiempos, diólo el Padre Romano, Guardián de San Francisco, fraile díscolo y pendenciero, capaz de arremangarse el hábito y emprenderla a estacazos con el contrincante, pues él decía: “al que me pega en un carrillo, no le presento el otro, ¡le rompo el alma con un zapato!.

Este buen Padre, no conformándose con el lote que en el reparto correspondió al convento, invadió las calles aledañas y las cercó con tapial, teniéndoselas tiesas con el Cabildo y desafiando sus intimaciones, hasta que éste, en sesión plena de febrero de 1589, resolvió la expulsión de la ciudad del belicoso y alborotador fraile y el derribo de las tapias.

También contra el señor Obispo se inició querella por haber invadido de hecho y contra derecho el solar aledaño al de la Catedral.  Pero como Su Ilustrísima tenía a mano para defenderse, el arma de la excomunión, forzoso fue elevar la queja al rey, quien mandó en agosto de 1591 suspender la obra de la Iglesia Mayor, hasta solucionarse el caso, cuya provisión fue notificada al obispo en el Paraguay, pues Buenos Aires no tuvo diócesis propia hasta 1620.

Proveyó por aquel entonces el Cabildo en la reunión del 9 de julio e 1590: “que ningún vecino sea osado de edificar en su solar, sin ser previamente medidos.  Y como sus Mercedes era gente de conciencia y precavida, para evitar que el “amoxonador” cobrase luego el oro y el moro, establecieron, en la misma sesión, como arancel; “que el dueño del solar sea obligado a dar una gallina a cada uno de los dos nombrados para hacer ese trabajo”.  O la gallina era ave harto escasa, o poco medrarían los mensureros oficiales con tal estipendio.  ¡Menguada granjería dejaba el oficio en aquellos benditos tiempos!

Ignoro si mis distinguidos colegas, que tanto bregaron para establecer el arancel del gremio, tomaron en cuenta el primitivo de la gallina de marras.

Remedióse algo, en lo que respecta a los solares de la ciudad, con tan precavida disposición; pero en las chácaras y dehesas, donde mayor era la confusión de los límites, siguieron las cosas de mal en peor, no remediando nada el amojonamiento ordenado por el Cabildo en 1606.  Cometiéronse abusos, quitando impunemente parte de su tierra a primitivos pobladores, cuyas quejas llegaron hasta el monarca, lo que dio lugar a la “Provisión Real” que mandaba: “que los vecinos de la dicha ciudad (Buenos Aires) no sean despojados de la tierra y solares que tuviesen o poseyeran sin primero ser oídos y por fuero y derecho vencidos en juicios”.  Lo que prueba que aquí, como en todas partes, antaño se cocían habas, como hogaño.

Pero el alboroto de aquella mañana fue bravo y sonado.  Hidalgos de buena cepa “de los fundadores”, orgullosos y tesoneros, eran don Pedro Sánchez de Luque y el Oficial de Real Hacienda Fernando de Vargas, vecinos linderos en los solares y en las chácaras.  Amigos y camaradas, vino a cortar su añeja amistad un incidente de medianerías: un mojón de espinillo, que anocheció y no amaneció en su sitio, que no faltó algún bellaco que con él hiciera lumbre.  Achacáronse mutuamente la desaparición, enconáronse los ánimos, avivóse el rescoldo de imaginarios agravios y no faltando amigos cizañeros que echaran leña a la hoguera, rompióse su amistad y trocóse en encono.

De madrugada empezó la pendencia entre dos negros bozales, esclavos de dichos caballeros; las livianas burlas pasaron a pesadas veras, aporreándose lindamente.  Al vocerío allegáronse otros esclavos, empezando a lanzar las estacas; volaron luego por el aire pesadas quijas, a mano y a honda lanzadas, que no pocos desaguisados hicieron en las motudas molleras.  Salieron al escándalo, capataces, peones y escuderos y aun los amos, con espadas, arcabuces, picas y chuzas, convirtiéndose la escaramuza en campal batalla.

La llegada del alcalde y los alguaciles y el temor de recibir alguna pelota de arcabuz, dispersó a los combatientes y harta dicha fue que todo finara sin cosa mayor que lamentar.

¡Huelga repetir los comentarios a que el asunto dio lugar!  Ambos contrincantes eran gente rumbosa y enemiga de apañar los dineros, y su querella no estribaba en el menguado valer de un pedazo de terreno.  ¡Querellarse por un retazo de tierra!  Tan poco valía ésta que don Agustín de Salazar había vendido a Pedro Moran, por “juro de heredad” una suerte de estancia de una legua de fondo, en el Río de las Conchas, por una capa de raja llana, “medio traída”, unos calzones de lienzo nuevo, un jabón y un coleto acuchillado; según consta en la carta de venta ante el Escribano de Cabildo Gaspar de Quevedo.  Holgara de saber si los honorarios del cartulario fueron asimismo pagados en especies o en dinero sonante, magüer barrunto sería en lo último, que no se apolilla, ni cambia de moda, como los trapos.

No faltó empero cizañera lengua de parlera comadre, que atribuyera el origen de la discordia entre tan respetables vecinos, no al mojón desaparecido, sino al enojo habido entre ellos, por los amoríos entre el alférez de escopeteros, hijo mayorazgo de Sánchez de Luque y la hija de Vargas.  Y no erradas anduvieran en ello, que es bien sabido que más ventolera arma una saya que un huracán y que no era torpe el corregidor que siempre inquirió: “quién es ella?”

¡Gallardo era el mozo, sí garrida la doncella!  Muchas miradas de blancas y mulatas llevaba tras sí, cuando abandonando los soldadescos arreos, vestíase a lo galán, bien aliñado rostro y cabello, luciendo la corta capa, galoneada de chinchilla, que dejaba ver el coleto y los gregüescos acuchillados y la golilla de fino encaje.  Su mano, airosamente apoyada en los dorados gavilanes de la espada, que de bordado talabarte pendía; tocada la cabeza con aludo chapeo, cuya cimbradora pluma sujetaba al cintillo valioso joyel de pedrería.  Marchaba marcialmente, haciendo sonar sus espuelas de plata, no por cierto en las losas de las veredas, que ni unas ni otras había a la sazón en la ciudad.

No desmerecía de él la niña, ya cuando modestamente vestida de sayo y manto, iba mañanera a misa de alba, acompañada de dueña y rodrigón o cuando presentábase gentil en fiestas y saraos, luciendo rica basquiña de chamelote de aguas de mucho vuelo, faldellín de gorgorán, jubón emballenado, chapín con hebilla y toca de plumas.  No usaba la niña guardainfante, ni jubón escotado, que aunque prohibidas ambas prendas por Real Pragmática en 1600, desacatándola, las usaban las más audaces.

Aun en tierra de peregrinas hermosuras, hubiera llevado la palma y los homenajes de la gente moceril la niña de ojos negros y parleros, mayormente en esos tiempos en que poco y mal representada estaba la belleza de las mujeres en la ciudad que, andando el tiempo, fama merecida cobraría por ello.

Gobernaba en aquellos años por segunda vez a Buenos Aires, Hernandarias de Saavedra, primer americano con mando en estas tierras; “caballero calificado y de mucho valor y esfuerzo”; “bello de cuerpo y alma” y “uno de los mayores sujetos del Nuevo Mundo” lo llama Guevara, y el P. Lozano le califica de “esclarecido en las artes de la paz y de la guerra”, y cuyo anhelo, escribía él mismo, “es el aumento de esta tierra a que debo amor de patria”.

Caballeresco y afable de trato, aunque enérgico en el gobernar, era el mandatario que requerían los moradores de ese tiempo; gente brava, de muchos fueros, de armas llevar, hazañosa, de recio genio y noble trato; todos de pura cepa de conquistadores, aún no mezclados con sangre india, ni negra.

A tan prudente varón no escapó que había que poner coto al desorden y remediar en lo posible el estado de cosas en el deslinde de propiedades, que atrasaba la rápida edificación de la ciudad.

Curiosa era ésta en aquella época.

Casas de adobe, que el primer horno de ladrillos, destinados a la obra de la Catedral, establecióse en ese año; techos de palma, paja y barro, amplios patios y holgado fondo o huerta.  El interior de las moradas del señorío, ofrecía raro contraste de lujo y pobreza.  Colgaban de las mal enjalbegadas paredes, costosos tapices, herencia de algún antepasado que húbolos en Flandes en saqueo al frente de los tercios; alfombras y alcatifas turcas, botín del abordaje de urca berberisca, cubrían los estrados; braceros de cobre batido y sahumadores de plata, combatían con su lumbre y sus perfumes, la humedad de los pisos y el infecto olor de los revoques.  El moblaje era recio y tosco, hecho con maderas del Paraguay, desde la mesa a la cuja, destacándose perdido algún artístico mueble con primorosa taracea de nácar, arrancando en otro tiempo de alcázar granadino.  Pero donde estribaba el lujo y el crédito de las familias, era en la vajilla de plata cendrada del Perú, que lucían en los días de repicar fuerte y de mantel largo.

Resolvió Su Señoría el Gobernador se procediera a la mensura del ejido de la ciudad y al efecto dirigióse al Cabildo en 6 de diciembre de 1608, expresando que lo ordenaba “por las quejas que cada día vienen, agraviándose los vecinos y moradores de esta ciudad diciendo que otros vecinos se les meten en parte de sus terrenos; todo a causa de la poca justificación, cuenta y razón que hay en lo que a cada uno pertenece”.

La resolución de Su Señoría pareció bien a todos los vecinos y holgáronse mucho, esperando que con la mensura y amojonamiento cesarían las desavenencias que a mal traer tenían a todos.

Bien merecía el asunto que “Sus Mercedes”, acortando un poco la estival siesta y acuciando su beata cachaza, repantigados en los duros y rústicos escaños de la cuadra, mal llamada salón, parsimoniosa y gravemente, discutieran, proveyeran y acordaran lo que correspondía hacer para la medición de las “tierras y chácaras y dehezas”.

Tras mucho deliberar, acordaron nombrar como “personas peritas” para practicar la operación al Alarife y medidor de la ciudad don Francisco Bernal y a don Martín de Rodrigo, “medidores y amoxonadores juramentados”.  Como el nombre del primero ya figura en el acuerdo de julio de 1590, para la ubicación de solares, tengo para mí, que bien puede reputársele como el primer agrimensor oficial que hubo en Buenos Aires.

Dióse principio a la mensura el 16 de diciembre de 1608, en conformidad con lo proveído, acordado y mandado por “Su Señoría del Cabildo, Justicia y Regimientos”; operando con brújula y cuerda “instrumentos de su arte”, que otros de mayor precisión excusara buscarlos en la aldea; con el padrón y libro de fundación en la mano, previo juramento “a Dios y a una Cruz”.  Hicieron acto de presencia el gobernador Hernandarias y Sus Mercedes los Regidores, dando fe el escribano Remón.

Arrancando fuera de los solares “al final de la calle de la Plaza, donde está el solar de las casas del Cabildo”, se tomó con ayuda de la aguja “derecera y rumbos de las calles, “que es de Norte a Sud” y se comenzó a medir.

Entrando el día y aumentando el calor, suspendióse la operación, que se prosiguió en los siguientes días y de cuya diligencia y protestas de vecinos agraviados, haremos gracia al lector.  El plano levantado y las actas, archiváronse en el “Arca de tres llaves del Cabildo”, como prescribía la Ley de Indias.

Puestas las cosas en su lugar, determinado y fijado lo que a cada cual correspondía por “juro”, aquietáronse los ánimos, y cesaron las quejas, ateniéndose al refrán, “que al que Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga”-

No fue éste solamente el resultado beneficioso de la mensura.  Entre los catorce casamientos, entre blancos, que se registran ese año, figura el de nuestros enamorados; lo que demuestra que al cabo los tesoneros padres aflojaron y dieron la bendición paternal.

Con placer haría crónica detallada del boato desplegado en la ceremonia nupcial y del sarao celebrado y aún del número de carrozas que se allegaron, pero respecto a lo primero dato alguno he encontrado, que antaño no existían cronistas de salones como hogaño y en cuanto a lo segundo, excusado sería el trabajo, que en esa época no había ningún carruaje en Buenos Aires, pues aparte que su menguada extensión y estado de sus rúas inútiles los hacían, lo impedía la ordenanza de Felipe II, que “prohibía se construyeran e importaran a América ninguna clase de carruajes”.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Mallol, B. J. – Narraciones coloniales, Buenos Aires en el Siglo XVII – Buenos Aires (1919).

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Revista Caras y Caretas, Nº 892, 6 de noviembre de 1915

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