Quizás sea una dicha eso de ver al hombre sencillo en el hombre sencillo, y no acordarse de la flauta de Pan cuando se oiga el flautín panida con que el afilador anuncia su presencia. Buenos Aires ningún asomo tiene de bosque griego, ni las palabras flauta y pan evocan, por lo común, otro objeto que una variedad de panecillo, cuya adquisición cuesta algunos resudores o bastantes transpiraciones. Tal vez sea arriesgado creer que este humilde artesano abandonó el traje heleno, vistiendo pobres ropas, para evitar necias burlas y pedradas infantiles, para afilar cuchillos y símiles, cortaplumas y metáforas, tijeras y adjetivos de barberos, matarifes, bordadoras y cronistas.
Y, sin embargo, el tiempo, tan cobarde frente a la tradición como cruel para el hombre, ha permitido que en la Atenas del Plata gire el artilugio que durante las vendimias donde nació la tragedia afilaba las hoces.
Vive, a pesar de los talleres de “afilación”, que sacrificaron hasta el idioma con el fin de vencerle. En medio de esta ciudad, su flauta, su armatoste y su traje aldeano resultan tres anacronismos.
Con la armoniosa tenacidad de los personajes wagnerianos, repite un “leit-motiv” rápido, casi melodioso, a modo de trino. Trazando su rúbrica musical en el aire, desafía al progreso enemigo y atrae clientela, una clientela cada vez más escasa y regateadora.
El pueblo argentino simbolizó en el afilador la dulce tarea de los enamorados. Afilar y flirtear son verbos sinónimos. Ninfas virtuosas y castos faunos acuden al conjuro de la arcaica flauta y se arrullan a compás de la piedra que afila.
Antaño era una institución que prestaba útil apoyo a todas las instituciones. Era el sostén del edificio social, sin él no había verdugos buenos, porque la única piedad de los verdugos reside siempre en el sutil filo del arma justiciera.
El honor celoso le confiaba sus espadas; don Juan también, y los soldados y los asesinos y los cocineros.
Iba por los caminos del mundo preparando cortes y mandobles, venganzas y raptos, suplicios y festines. Permaneció constantemente bueno, alegre, sin mancharse.
Así sucede con frecuencia desde mucho antes de llamarse Nobel un premio otorgado a los beneméritos de las propagandas pacíficas.
Ese es el destino del afilador, artista que, semejante al destino, es capaz de afilar en el mismo día las tijeras laboriosas, el escoplo creador y la daga asesina del malevo.
Fuente
De Saz, E. – Tipos Populares – El afilador, Buenos Aires (1916)
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