Eran largas caravanas que pasaban por los caminos polvorientos, interminables, ora llevando en las carretas enormes los fardos de lana de la esquila, ora los cueros, ora las bolsas de maíz, de trigo, de lino… Eran el resto humilde de los gauchos legendarios, que tenían por techo y por cama, la carreta y el recado, y por vicios, el mate, la taba y el cigarro. Estaban al servicio del que pagaba mejor y recorrían distancias y distancias, de un lugar a otro, siempre en busca del “patrón” que les encomendase el transporte de una carga. Eran el complemento obligado del éxito de una cosecha o de una esquila, y sus viajes solían ser sinónimos de riqueza para el estanciero que los utilizaba. Leguas y leguas, recorrían día tras día, avanzando siempre entre el crujido de las carretas cargadas hasta “los buches”, pasando ranchos y casas y pueblos que los veían alejarse serenos y sonrientes hasta el lugar de destino. Cuando el producto de sus “changas” les aseguraba la subsistencia por algún tiempo, pasaban los días en el pueblo a que fueron destinados, hasta que el dinero quedaba en manos del pulpero.
Y empezaba, entonces, una nueva travesía.
Organizaban las marchas, librando su horario al azar del tiempo; éste era árbitro inapelable al que se sometía la duración de un viaje, según que fuese propicio o adverso el buen estado de los caminos.
Cuando las tardes ardían en el horno inmenso de los campos yermos, a la sombra de una arboleda o de sus carros, junto al asado y el mate, esperaba la hora de “la fresca” para seguir el viaje, comenzando a veces, muchos días antes, y a terminar después de otros tantos más.
Y en las noches claras, siguiendo siempre la estrella del pueblo lejano, pasaban cantando, rientes, alegres, sus canciones criollas llenas de picardía y de color romántico; y cuando el cansancio rendía a caballos o a jinetes, la fogata los reunía al amor de su lumbre, en un sitio sereno y propicio, para templar la guitarra y echarse luego a dormir sobre el recado, bajo el amplio techo azul, en la quietud de las noches serenísimas. La aurora, augusta e imponente en la soledad infinita, les hacía emprender de nuevo el viaje, después de una corta “mateada” reparadora, y de fumar un cigarrillo de chala armado con la rapidez que la práctica les daba.
Las escenas de esa vida múltiple y monótona –en definición paradojal- tenían en épocas lejanas por marco el gran escenario de la pampa libre, cuando todos los campos no conocían más mensura y más división que la honradez patriarcal del gaucho campesino. No existían los interminables alambrados que con tesón y paciencia extendidos, dejan ahora precisados en su larga hilera de brillante hierro, lo tuyo y lo mío… Los pastizales inmensos eran propicios a la tropilla que los troperos conducían como refuerzo en sus viajes, y mientras aquélla seguía, entre dentelladas al fresco pasto, la caravana sudorosa, los uncidos a los carros esperaban con ansiedad su momento de reposo.
Desde entonces, en que impera el alambrado, los caminos resecos o fangosos –enormes barómetros del campo- delineaban la ruta, llevando en hilera los carros unos tras otros. Sin embargo, el tropero supo también encontrar en esto un beneficio. Cuando las distancias a recorrer eran relativamente cortas, era inútil arrear los caballos de refresco tras el convoy en marcha. Se les dejaban libres en el camino, por donde, necesariamente, a la vuelta se les había de encontrar, al paso, sin tener que preocuparse del alimento, que ya el animal se encargaría de procurarse entre las revueltas del camino. Lo único que perdieron fue la gallardía, que no tenían los caballos de los troperos de entonces, en contraste a los briosos redomones de los viejos gauchos.
Muchos eran los troperos que, cuando las distancias a salvar eran muy largas o penosas, preferían la incansable paciencia de los bueyes fuertes, morrudos, que con su lento paso y su cachaza incorregible pasaban y pasaban por los caminos o los desiertos áridos, bajo el sol implacable o el latigazo de las lluvias. Gacha la cabeza al peso del yugo, los favoritos por su mansedumbre y fuerza eran uncidos al pértigo y llevaban sobre sí al carrero, que, con sus palabras de cariño sustituía a veces el pinchazo de la picana. Su avance lento, pero firme, los hacía a propósito para el transporte de las grandes cargas por caminos en mal estado, o por las extensas llanuras en las que el caballo sufre el cansancio más pronto.
Las mulas eran también utilizadas por los troperos del interior, donde lo accidentado del terreno las hace indispensables. Tenían esos troperos una característica que los diferenciaba de los otros. En la collera de algunas mulas –generalmente las de los carros primeros- colocaban un collar de cascabeles muy sonoros, que al agitarse con el trote peculiar de esos animales, servían de anuncio para los que esperaban su paso.
Por el lógico dominio del progreso, que llega hasta los confines del mundo civilizado, los caminos de la República no se ven ya recorridos por las largas hileras de carros, que los troperos guiaban con sus gritos y silbidos. El ferrocarril y el transporte automotor los han sustituido. Pero, pese a todo, los troperos son y serán siempre una imagen de la vida campera, llena de facilidades y de contrastes, y sus cantos de las noches cálidas serán siempre recordados como un salmo de alabanza a la gran naturaleza.
Fuente
De Sáhec, Abel – Los Troperos, Buenos Aires (1916)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
www.revisionistas.com.ar
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar