El tamborcito Aguirre

Era una noche de marzo, fría y lluviosa.  Los árboles del cuartel parecían fantasmas gigantescos, a la luz de los relámpagos, y nosotros, metidos en los gruesos capotes, hacíamos guardia, rogando a Dios que llegase pronto el relevo, para echarnos a dormir en un rincón.

El máuser quemaba las manos de puro helado y los dientes chocaban unos con otros.  La noche parecía interminable….

Serían las tres de la madrugada, cuando vinieron a relevarnos.  A los cuatro que estábamos apostados de centinela, nos tocó la “recorrida”; teníamos que dar toda la vuelta al cuartel, para haber si había algo anormal.

Ya íbamos a emprender la marcha, cuando se nos acercó el tamborcito Aguirre y nos dijo:

- Espérenme; voy con ustedes; hoy me toca dar la diana y ya va siendo hora, me parece…

Y se acercó a nosotros muerto de frío, arrastrando apenas su pesada caja.  Todos nos pusimos en camino.  El tamborcito Aguirre era un chiquilín de quince años, de tez cobriza y de labios abultados.  No conoció a sus padres y desde muy chiquito había estado en el Asilo de Huérfanos de Militares, de donde lo mandaron al cuartel para que estuviera hasta que se hiciese hombre.  Al sentirlo tiritar, le dije:

- ¿Pero te vienes sin capote?… ¿Por qué no te lo pones?

- Me lo robaron –contestó-  Fue uno de la primera compañía.  Como es más grande que yo…

- ¿Y por qué no te quejas? –se aventuró a decir un provinciano que marchaba a mi izquierda.

- Porque lo meterían al calabozo por mucho tiempo.

- Pero vos te estás helando, hijo de Dios –agregué yo.

El bajó la cabeza y con voz muy apagada, como si se avergonzase de tener un buen sentimiento, contestó:

- El frío me lo aguanto… y además…  ¡es tan feo el calabozo!  Sufriría tanto el otro…

Un centinela nos gritó: ¡Alto, quién va!

- ¡De recorrida!  Respondimos, continuando la marcha silenciosos.

Al llegar al campo de instrucción, nos dijo Aguirre:

- ¡Miren, miren!  Hay luz en el ranchito de don Mendo.  Seguro que ha de estar tomando mate.  ¿Vamos?

Las palabras del negrito nos hicieron un efecto milagroso, ¡unos mates!  ¡¡Oh!!  ¡Y que bien nos vendría con ese frío!  Los ojos del provinciano brillaron como los de un gato.

No hubo que consultar opiniones; todos instintivamente, nos dirigimos hacia donde brillaba la luz.

- ¿Y quién es ese don Mendo? –preguntó el de tierra adentro.

- Es un inválido del Paraguay.  Sirvió hasta lo último de la guerra –dijo el tamborcito.  Tiene cuatro medallas muy viejas, ganadas por su coraje, y por eso vive aquí en el cuartel, sin pagar nada.  Le dan la comida gratis.

- Es poco dar para tantas medallas…. –pensé yo.

Pero lo que urgía era el mate y apretamos el paso tomando por asalto la vivienda del pobre viejo.

Completamente vestido, con sus grandes bombachas, su chaquetilla incolora y su chambergo de amplias alas, estaba don Mendo sentado a la orilla de su catre cuando nosotros entramos.  Era un hombre imponente.  Juro que al verlo, nos conmovimos todos.  Su melena era larga y blanca como su barba, y al caer sobre el pañuelo azul que tenía al cuello, parecía un jirón de la bandera.

Me cuadré, haciéndole la venia y todos me imitaron, porque al saludarlo así, nos parecía saludar a nuestra historia, nuestra gloriosa tradición, nuestro pasado sin mancha.

- ¡Adelante muchachos! –nos dijo alargando un mate al tamborcito Aguirre, que ya se nos había anticipado.  De juro que los ha corrido la lluvia.

- No es eso, don Mendo, es que vimos luz en su cuarto y vinimos a saludarlo.

- Aura me paso toditas las noches en vela a causa de esta herida e la pierna que me duele muy mucho… por eso tengo luz… Y ustedes, ¿andan de recorrida?

- Así es, pero nos ha tocado mala noche.

- ¿Y este cachafaz va con ustedes? –dijo, palmoteando con cariño las mejillas del negrito.

- Voy a dar diana –contestó el chico con orgullo haciendo jugar sus palillos sobre el viejo tambor.

Al oír aquel redoble, el viejo se levantó como asustado y gritó: ¡Malhaya!  Ya te he dicho que no volvás a usar ese tambor para la diana.  Tenés que obedecerme, ¡desalmao!…

- Es que ese tambor tiene su historia, muchachos…  Y empezó a contarla

- Fue cuando yo era corneta de la escuadra que mandaba el cabo Pereyra en las tropas de la campaña del Paraguay.  Era una noche así como ésta: fieraza y negra como boca de lobo.  Nos habían mandado a un reconocimiento y fuimos con el tambor.  De repente, nos sorprendieron los paraguayos y nos hicieron fuego a quemarropa: ¡Eramos cuatro, y los cuatro caímos mal heridos; y a mí me vandearon la pierna!..  Es esta herida… Creyendo que estábamos muertos, nos dejaron ayí tiraos en medio de la yuvia… ¡Malhaya!…

Le alcanzó el mate al provinciano que lo tomó con avidez, y luego continuó:

- Dos murieron y sólo quedamos el tambor y yo.  De juro que me hubiera muerto como un perro, si él no me hubiera cargao sobre sus espaldas, llevándome así hasta el campamento.  Al llegar, le flaquearon las piernas y nos caímos lo dos; mi compañero tenía una mala herida en el estómago; la bala, antes de tocarlo, le había atravesao su tambor de lao a lao.  Vean… aquí están los agujeros… Vean.

Y nos mostraba el viejo tambor que tenía el negrito Aguirre.

- Fue este mismo tambor el que usaba el finao allá en la campaña.  ¡Cuántos redobles de victoria habrá tocao!.

El tamborcito Aguirre interrumpió:

- ¿Sabe, don Mendo, que nos está aburriendo con su cuento?  Yo pensaba que nos iba a contar de cuando los indios…

Dio el chico una última chupada y poniéndose al cuello la correa de su tambor, agregó:

- Y ahora me voy a tocar diana… Pobres soldados… con este frío… y tan temprano.

Y se alejó, hasta perderse en la densidad de la bruma.  Don Mendo había quedado pensativo, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas.

- ¿Qué le pasa don…? –interrogó el provinciano.

- Nada!  ¡Esta pierna endiablada que me hace ver las estrellas!

-Bueno, ¿y el cuento?

- ¿Pa que seguirlo?…  –contestó.  El finao me salvó la vida a mí y a muchos otros durante la guerra…  El gobierno le prometió una pensión por sus servicios… pero como no conocía a naides, pronto se olvidaron de él.  Hasta que murió de miseria el 22 de mar…¡justo!…  Hoy hace quince años: murió dos días antes de nacer un hijo suyo…

El pobre viejo interrumpió su relato y aguzó el oído.

Allá a lo lejos, como un rezongo del pasado, que llamaba a las tropas al trabajo, se oyó el redoble del viejo tambor, bajo las manos seguras del negrito Aguirre.

- Me había asustao.  –continuó el anciano-  Ansí mesmo era el redoble del difunto.  ¡Ansí tocaba aquella noche antes que nos sorprendieran…

Quedó en silencio largo rato, hasta que ya no se oyó más el redoblar de Aguirre.  Entonces agregó:

- ¡Pobre chico!  ¡Si supiera que el finao era su padre!.

Fuente

Anecdotario – www.revisionistas.com.ar

Beltrán. Oscar R. – Recuerdos de la Conscripción.. Buenos Aires (1917)

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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