En la época del Remington

Trompas y tambores del Ejército de Línea

La expedición al río Negro, llevada a efecto por el Ministro de Guerra, general Julio Argentino Roca, había terminado en mayo de 1879 con singular fortuna, y las tropas que tomaron parte en esa operación se disponían a echar los cimientos del pueblo Avellaneda, en uno de los parajes más pintorescos de aquella región de ensueño.  Los ingenieros que asesoraban al comando en jefe eligieron el terreno, trazaron las calles de la futura gran ciudad, señalaron la ubicación de los cuarteles, delinearon solares, proyectaron monumentos y volvieron a la capital, satisfechos de su labor y orgullosos de la obra que dejaban esbozada en la cartulina de los dibujantes.

Al cabo de dos semanas el campamento estaba transformado: en el sitio de las carpas se alzaban amplias y cómodas cabañas, al abrigo de las cuales podrían atenuarse las inclemencias del invierno.

Y se anunciaba la llegada del comisario pagador, que llevaba dos meses de sueldo a cuenta de los tres años y pico que se debían al ejército; y ya se decía, también, que las carretas de la proveeduría estaban a pocas jornadas de distancia, colmadas de víveres y de vicios de entretenimiento.  Los hermanos Kincaid, audaces pobladores de la Guardia Mitre, se acercaban con un respetable arreo de novillos cuya carne, gorda y sabrosa, reemplazaría la tumba flaca y mal sana del contratista oficial.  La esperanza llenaba de ilusión a todos los espíritus, y el contento general se reflejaba en todos los semblantes.

La división, -que después del regreso del general Roca, había quedado al mando del coronel Conrado E. Villegas, se componía de los siguientes cuerpos: Infantería, 1º (Patricios), al mando del coronel Teodoro García; 2º al del teniente coronel Benjamín Moritan; 6º al del teniente coronel Manuel Fernández Oro.  Caballería, 1º, mandado por el coronel Manuel J. Campos; 3º, por el teniente coronel Germán Sosa; 5º por el teniente coronel Lorenzo Wintter; 11º por el teniente coronel Marcial Nadal.  Artillería; una sección, de la que era jefe el mayor Julián Voilajusson.

En total: 3.000 hombres, contados los jefes, los oficiales, el personal de las comandancias, los peones, los vivanderos, etc.  A esto, agréguese alrededor de 1.000 mujeres y niños que seguían al ejército en sus campañas, y que, con él, participaban de las glorias, de las miserias, de los triunfos, de los dolores y del olvido.

En los primeros días de julio, fue enviado el regimiento 5º de caballería a fundar lo que es ahora el pueblo Roca.

Un día, el 16 o el 17 de julio se notó, sin que el hecho produjera alarma, que el río empezaba a crecer rápidamente.  Los zanjones que atravesaban el valle fueron llenándose de agua, dejándonos entre el río y las barrancas, hasta que, de pronto, y a consecuencia de una avenida extraordinaria, quedamos completamente cercados.

A la espalda y a los flancos teníamos el río, cada vez más crecido e impetuoso, mientras que al frente, en una extensión mayor de dos leguas, se expandía la inundación, bajo la cual desaparecían los montes de chañar y los matorrales de jarilla.

Entonces empezamos a trabajar en la defensa.  El peligro de ser alcanzados por el agua estaba en el frente, y allí se construyó un parapeto que era necesario reforzar a cada instante, no sin ceder terreno a la creciente.  Allí estábamos, pues, amontonados, sin provisiones, sin abrigo, sin medicamentos, llenos de enfermos, en una miseria cuyo recuerdo trae al espíritu la terrible sensación de aquellas horas inolvidables.

Obligados por el frío, quemamos la madera de las cabañas; y deshecha la ropa por las intemperies, fuimos quedando poco menos que desnudos.

El racionamiento lo constituía un puñado de harina, que cada cual amasaba en las caronas, y que luego cocía en el rescoldo.  Del arroz y de la sal no quedaba siquiera el recuerdo, y el que hallaba en las maletas una cebadura de yerba, y en el bolsillo tabaco para hacer un cigarrillo, era el hombre del día.

Nos daban también carne: ¡pero qué carne!  Dentro del campamento habían quedado alrededor de ciento veinte caballos de los jefes, de los ayudantes y de la proveeduría.  Esos animales, puestos bajo segura custodia, se nos fueron entregando a razón de uno por día y por cuerpo.  Al principio, aún rendían los matungos; pero cuando, faltos de alimento y llenos de mataduras, iban transformándose en esqueletos, no sólo llegaron a ser una miseria, como cantidad, sino también a constituir un peligro para la salud.  Mi regimiento tenía para racionar 20 jefes y oficiales, 324 de tropa y 90 familias.  Y para todos ellos un mancarrón escuálido, sin sangre, que no era preciso matar a cuchillo: bastaba empujarlo para que muriese.

Mientras tanto, sin poderlas salvar, ni siquiera utilizar para el racionamiento, las caballadas de la división y el ganado del proveedor, -más de 6.000 cabezas- se ahogaban casi a nuestra vista, ofreciéndonos, anticipadamente, el horrible espectáculo de lo que el destino nos reservaba.

Sin embargo, no hubo en aquella tropa un solo desfallecimiento ni un gesto de contrariedad.

Desde la diana a la puesta del sol se hacía ejercicio, se cubrían las guardias, se daba academia de clases y oficiales y, al llegar la noche, aquellos hombres, a los cuales ninguna fatiga era capaz de rendir, bailaban alegremente al compás de las bandas, hasta que el toque de silencio los obligaba al sueño y al descanso.

Cierta mañana se oyó de pronto, a lo lejos, una descarga de fusilería, a la que siguieron otras dos, con breves intervalos.

- ¡Ahí está, -exclamó el coronel Villegas, saliendo pálido de ira de su rancho- ahí está ese comandante Wintter, requiriendo auxilio, porque se le han debido humedecer las medias.  ¡Qué cuatro tiros está necesitando para curarse del asma!

Y llamando a su ayudante de campo, le dijo: Vaya usted a los cuerpos y ordene que toquen dianas.  El comandante Wintter anuncia que el río está bajando y que su regimiento ha podido seguir camino.

Qué injusto fue en aquel momento mi coronel.

El comandante Wintter, que no podía conocer ni sospechar siquiera nuestra situación, pedía auxilio, en efecto.

Sorprendido él también, y cercado por la inundación, se había refugiado en una loma que el agua iba alcanzando hasta no dejar espacio para que estuviera en seco la mitad del regimiento.  Las defensas ya no defendían nada; no había qué comer, se carecía de leña para hacer fuego, y, para colmo, la viruela diezmaba la gente.

Un poco más y la división entera hubiera sucumbido allí, en medio de la desesperación más espantosa.

Por suerte, la providencia tuvo compasión de aquellos bravos y el río, después de una pausa, inició la retirada de sus aguas.

A principios de agosto vimos surgir, a manera de salvadores islotes, la jiba de algunos albardones, y el 6 por la tarde quedó resuelta la evacuación del campamento.  El agua había desaparecido casi por completo del valle; pero el campo, convertido en un fangal, no permitía dar un paso sin hundirse los hombres hasta la cintura.

Antes de amanecer el día 7, los cuerpos estaban listos para marchar; no debían llevarse más que las armas y la munición, dejando las monturas, cuyo peso habría agotado, a poco andar, la resistencia de aquella tropa extenuada por las privaciones y las fatigas de tan largo asedio.

En los primeros momentos el desfile se hizo con relativa facilidad, porque el suelo, endurecido por la helada de la noche anterior, conservaba alguna consistencia; pero más tarde, cuando la escarcha desapareció barrida por el viento, el avance se convirtió en angustioso tormento.  Dábamos un paso y la pierna se metía hasta la rodilla, dejando la bota aprisionada en el fango.  Haciendo milagros acrobáticos para sacarla y calzarla nuevamente, avanzábamos con lentitud de tortugas.  De esta suerte, y después de catorce o quince horas de esfuerzos, lograron los primeros soldados alcanzar el terreno firme, donde encontraron leña para encender fogatas, que servían de faro a los rezagados, y que mantenían en los más débiles la energía que empezaba a decaer.

Al día siguiente, los cuerpos pudieron reunir los hombres que iban llegando hambrientos, ateridos de frío, deshechos los pies por las espinas, desnudos; pero eso sí, sin haber perdido un cartucho del pesado porta-munición, ni dejado en el camino un botón del correaje.

Las pobres mujeres, cargadas con sendos atados de pilchas, tironeadas por el enjambre de cachorros que se les prendían de la arremangada pollera, fueron incorporándose a las tropas, penosa pero bravamente, y momentos después ardía el chañar en los fogones, a cuya luz centenares de parejas zapateaban los más alegres y retozones gatos de la coreografía criolla.

Un poco más adelante, pero ya en contacto con nosotros, estaban, el comisario que nos llevaba dinero, Kincaid con sus novillos gordos, las carretas de los pulperos cargadas con yerba, con azúcar, con frascos de ginebra para los hombres, con botellas de hesperidina y de menta para el bello sexo.

De las miserias y del peligro pasado, ni sensación ni recuerdo.  Aquellos bravos milicos no sabían pensar más que en la grandeza de la patria y en las glorias del regimiento.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Portal www.revisionistas.com.ar

Prado, Manuel – Buenos Aires (1919)

Revista Caras y Caretas, Enero de 1919

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