Insigne representante del ala militar y tradicional de la llamada Revolución de Mayo, a la vez que el primer Padre de la Patria, según se desprende de los gritos de los orilleros que lo aclamaban como tal en abril de 1811, el general Cornelio Judas Tadeo Saavedra fue un gran conocedor de las tareas rurales que el exilio y otras vicisitudes le interpusieron a su vida.
Este potosino, que pasó de la gloria a la amargura en tan solo unos años, supo ser en Buenos Aires “propietario de la calera de los franciscanos, en la que sembraba dos potreros con alfalfa” ayudado por 8 peones. En plena ebullición mayista, muchos peones de campo de las provincias trataban de evitar el venir a Buenos Aires a laborar la tierra por temor a que los tomaran aquí en las levas o el reclutamiento forzado de las armas, motivo por el cual Saavedra “le pidió a las autoridades de Córdoba, Santiago del Estero y la Punta de San Luis invitaran a concurrir a la cosecha a los suyos, muñidos con la correspondiente papeleta que les evitara cualquier molestia”, afirma el historiador Roberto L. Elisalde. Una medida semejante, confirma el buen tino del brigadier general respecto a las injusticias que pesaban sobre los trabajadores de los campos argentinos.
Por desgracia para Saavedra, las mieles del poder no lo acompañaron por mucho tiempo. Su aparente firmeza para sostener un gobierno de plena soberanía después de 1810, no fue muy consentida en los corrillos de la política de entonces (1), por eso en 1814, la Asamblea General Constituyente decidió expulsarlo “fuera del territorio de las Provincias Unidas”, según se desprende de un mentiroso documento firmado por Valentín Gómez y el agente británico Hipólito Vieytes (Presidente y Secretario, respectivamente) en sesión secreta que dicho cuerpo gubernamental celebró el 8 de febrero de 1814.
El propio Saavedra explica en sus valiosas Memorias que él y sus seguidores –entre ellos el patriota Dr. Joaquín Campana- estaban juramentados a no obedecer ni a Moreno (a quien acusó de conspirar contra él hasta su embarque final con rumbo a Inglaterra), ni a la princesa Carlota (integrante de la familia real portuguesa, aliada desde 1707 de Inglaterra) y ni a los “jefes de Córdoba, Montevideo, Lima, Potosí y Charcas (que) nos acusaban directamente de insurgentes y traidores y se preparaban para hacernos la guerra”. El destierro chileno, y luego sanjuanino, de Saavedra, ocurre por una ímproba doble acusación que la Asamblea del Año XIII le enrostra: la de ser Carlotista y ladrón. Así dice en sus Memorias:
“La acusación de carlotista (2) me persiguió durante mucho tiempo. Se dijo que mi hijo Diego y que Juan Pedro Aguirre no habían viajado a los Estados Unidos por compra de armamentos, sino que una vez en la corte del Brasil concluirían la venta de la Banda Oriental a Portugal. Qué infamia la de mis enemigos. Ellos creyeron, además, que la traición iba acompañada por el robo de veinte mil pesos de la Tesorería General (…) Mi hijo fue despojado de su empleo de capitán de Dragones sin abonársele los sueldos y más tarde confinado a la Guardia del Monte…”.
Es a partir de su expatriación que Cornelio Saavedra decide iniciar la redacción de sus Memorias porque, dice, “creía sería un sólido argumento para probar mi inocencia”. De esta manera, el prócer de Mayo prefería humillarse “en el silencio de la alcoba” y partir, junto a su familia, “en esos alejados pero dulces parajes” que le aguardaban.
Doble cruce de los Andes
Cruzó por primera vez la Cordillera de los Andes para hacer escala en la República de Chile (3), donde residió algunos meses en extrema pobreza y amenazado de muerte desde la ciudad portuaria que el 25 de mayo de 1810 lo había designado presidente de la Primera Junta. Pero en el país trasandino tampoco tuvo paz, puesto que debió huir de allí cuando en los campos de Rancagua, las fuerzas españolas vencieron a las de Bernardo O’Higgins, desatándose una cacería de criollos americanistas. Los realistas se la tenían jurada a Saavedra por haber presidido el primer gobierno sin españoles de Buenos Aires.
Con suma prisa, Saavedra y su hijo Agustín, de 10 años, pasaron a la provincia de San Juan, más bien a un inhóspito rancherío de nombre Colangüil, ubicado a 5.200 metros de altura, en la geografía de la Alta Cordillera. Ahí se reencontraron con el resto de la familia: la esposa de Saavedra, Saturnina Otárola, y 3 hijos más (Diego José y Manuel José –de su primer matrimonio con María Francisca Cabrera-, y Mariano Eusebio –de su segunda esposa-).
Así fue como, tras ocho días de travesía, Cornelio Saavedra e hijo volvieron a cruzar la codillera hasta que llegaron a la estancia “La Cordillera de Calanguay”, casa o rancho que a comienzos de la década de 1960 se conservaba en pie. “La casa de Saavedra en Colangüil –dice un cronista- es lo que queda, casi en ruinas, de un rancho con paredes de barro apisonado y techo a dos aguas de barro y paja sobre la armadura de ramas. Humilde y baja, como todas las del lugar, con las puertas mirando al Norte, el tiempo le ha hecho estragos y si aún se mantiene en pie es porque la tradición transmitida de padres a hijos conservó el recuerdo de que esa era la “casa del prócer de mayo” y fue objeto de cuidados especiales”. Afuera de la casa, a unos pocos metros, Saavedra había levantado un oratorio, y por dentro el rancho contaba con dos habitaciones: dormitorio y cocina, y aireada con “un único ventanuco”.
Aparte de su familia, la única compañía de Cornelio Saavedra en Colangüil fue “un peón”, sufriendo en carne propia las penurias del exilio, el olvido y la soledad. En sus Memorias, anotó que allí “cuando iba a comprar carne (presumiblemente en Angualasto) tardaba tres días, en los que no tenía más compañía que la de los leones y guanacos que abundan en aquellas soledades”. Según se afirma, la estancia donde se hospedó el brigadier general pertenecía a una antigua familia de la comarca de apellido Montaño, la cual le prodigó protección para él y los suyos. Al dar algunas referencias de Colangüil (Saavedra le llamará al lugar “Calanguay”), manifiesta que se trataba de una “olvidada región del universo” donde el ocultamiento del sol en el horizonte expresaba una “tristeza casi infinita”. Y como epílogo de su exilio, Cornelio Saavedra hace saber que “Mi estadía en San Juan y Chile me hizo comprender el silencio de las montañas, ese enorme y pavoroso silencio de Dios que tantas cosas dice al que bien lo escucha”.
Recién en 1816 se le hizo justicia a Saavedra para que pueda retornar a Buenos Aires, previos trámites hechos por el gobernador intendente de Cuyo, José de San Martín. También, por fin, sería revisado su juicio de residencia de antaño por tres abogados que encontraron que la conducta de Saavedra había sido limpia. Así, pues, se efectivizó su reivindicación y la restitución de sus cargos y honores.
Arbitro de las políticas rurales
Jamás olvidó Saavedra su apego a las tareas rurales, las cuales administró desde que fue ungido por el director José Rondeau, el 25 de enero de 1819, como Delegado Directorial fronterizo en la Villa de Luján. En su investidura combatió el creciente robo de ganado de la campaña, producido por la disminución de las batallas independentistas, lo que acarreó que los peones, al no ser llamados al servicio de las armas, quedaran ociosos y poco prestos para retomar los trabajos en la agricultura.
Pocos meses antes de la primera expedición a los desiertos encarada por el brigadier general Martín Rodríguez, el veterano héroe de Mayo hizo una furtiva recorrida por los fortines de frontera para inmunizar a los criollos “del grave flagelo de la viruela” que tendía a convertirse en pandemia. Y a los paisanos que podían incurrir en el abigeato o que no pudieran demostrar un medio adecuado de subsistencia, les obligaba a “buscar en quince días un patrón a quien servir, en el concepto de que no hacerlo sería reputado como vago”, continúa afirmando Elisalde. En otros casos, legalizó como castigo el dar 29 azotes para quien sea descubierto en el robo de ganado.
Saavedra no tuvo al morir grandes fortunas. Cuando redactó su testamento, dijo tener “un buen número de ganado”, un centenar de yeguarizos, 13 caballos de trabajo y 180 animales más, entre burros y mulas. Bastante inferior a lo que los grandes estancieros y hacendados de su época llegaron a acumular.
Sea en el cenit del poder o en las soledades del exilio, Cornelio Saavedra siempre fue un austero ejemplar, y por su apego a las costumbres de la tierra, tuvo los suficientes conocimientos como para haber escrito, quizás antes que Rosas, algún manual para estancieros y mayordomos de estancias, algo que no sucedió. Dedicó sus Memorias a sus hijos y nietos, y también para “todos aquellos que en los tiempos presentes o futuros se pregunten quién fue Cornelio de Saavedra”. Y en el postrer, tiene una mención especial para su hijo “Agustincito, el valiente seguidor en el cruce de los Andes”, quien ya para entonces le había hecho abuelo.
Referencias
(1) En carta que le escribiera a su amigo Feliciano Chiclana el 11 de febrero de 1811, Saavedra expone: “(…) primero seremos víctimas del cuchillo que entregarnos a nuestros antiguos opresores, y finalmente primero nos mataremos unos a otros que reconocer a Elío, a la Carlota, ni a ningún otro amo que nosotros mismos”.
(2) La acusación de carlotista se la hizo con saña particular Bernardo de Monteagudo, el aliado de José de San Martín.
(3) Cornelio Saavedra escapa a Chile con su hijo Agustín.
Por Gabriel O. Turone
Bibliografía:
Elisalde, Roberto L. “Cornelio Saavedra y su vida en el campo”, Diario La Nación, Rincón Gaucho, 26 de diciembre de 2009.
Kraken, Edmundo. “La casa de Saavedra en Colangüil”, Revista Vea y Lea, Buenos Aires, 1960.
Palermo, Pablo Emilio. “El hombre de Mayo. Memorias de Cornelio de Saavedra”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2003.
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