Doma criolla

Con motivo de la muerte reciente de una yegua en el Festival de Doma y Folklore de Jesús María 2014, en Córdoba, nuevamente se han levantado las voces de quienes pretenden manifestar la “crueldad” de esta práctica campera.

Tengamos en cuenta, para el caso, que la yegua “La Polca” fallece de un paro cardíaco y no, como muy pretendidamente se quiso hacer notar, por lo “inhumano” de la disciplina. La misma tribuna de detractores apareció con fuerza un año antes cuando tuvieron lugar la muerte de otros dos caballos (yeguas, también) que perecieron por lo mismo: paros cardíacos fulminantes.

Universalizando estos tres episodios, es que se armó un torrente culposo contra la doma criolla en general a la que revisten, algunas ignorantes asociaciones protectoras de animales, con características rayanas a la “tortura”. Y luego, prosiguen con los pasos para su definitiva erradicación, como ser la suspensión, la condena social y, de continuar imparables, la supresión de por vida de la doma.

Interesante y paradojal resulta esta actitud afeminada si, esos mismos que hoy descalifican la añeja práctica varonil de la doma, fingen querer a su patria por el sólo hecho de calzarse una casaca de la Selección Nacional cada vez que se disputa un partido amistoso internacional o una Copa del Mundo o una Copa Sudamericana. Aquello, la doma, es una tradición, y el fútbol, amén de una invención inglesa, es un deporte que ha trocado en negocio usurero y hasta criminal.

Pero, comparaciones aparte, no es difícil dilucidar el trasfondo que hay detrás de la condena de la doma criolla, acertijo que sí desconocen los de la gritería histérica por ignorar, precisamente, de qué se trata el tradicionalismo criollo. Tenemos aquí, dos puntas o argumentos:

a) En primer lugar, existe desde hace mucho una anestésica forma de vida que tiende a la holgazanería, al no sacrificio, a la pérdida del coraje y la virtud, al no trabajo y al hedonismo y el placer como metas de una existencia terrenal única y suprema. La virilidad y el honor, características de nuestros gauchos de antaño, hoy son ridiculizadas y suprimidas por todas las características que emanan de una cosmovisión refinada, indolente y exótica del vivir, que, mezcladas con un camuflado matiz ideológico, no hacen más que responder a un modo unívoco y digitado de lo que es el “buen vivir” o de lo que serían los “buenos modales” o lo “políticamente correcto”.

De este modo sutil, cualquier atisbo de lo que es la tradición gauchesca (cuyas maniobras y acciones se tiñen de coraje, honor, destreza y argentinidad) es masacrado por los plumíferos escribientes, que, en su inmensa mayoría, apoltronados desde los centros urbanos más sofisticados y tecnológicos, tienen un increíble desconocimiento del tradicionalismo al cual pretenden explicar con teorías rebuscadas y para nada aplicables a la campaña, y por las asociaciones protectoras de animales que, vaya uno a saber por qué, salen solamente a repudiar los accidentes naturales de nuestros fletes en faenas criollas, en lugar de quejarse, por ejemplo, de los carros de tracción animal que deambulan por las calles repletos de chatarras y desechos, o de la condición inhumana en que muchos animalitos superviven en los zoológicos urbanos.

b) En segundo lugar, el meollo del repudio a la doma –o a todo lo que sea “violento” dentro del folklore gauchesco, para los detractores- va de la mano con el absoluto desconocimiento que se tiene del tradicionalismo. Por empezar, definamos al tradicionalismo como lo que es, o sea, el conjunto de prácticas habituales de una población determinada que, al paso inmutable del tiempo, se convierte en un bien que se incorpora en el folklore de una comunidad, y el folklore no es otra cosa que la ciencia pueblerina que, a la vez que se enseña y preserva de generación en generación, se va alimentando y enriqueciendo en el devenir de un pueblo. O sea, que la tradición incorpora hábitos que son benévolos, de lo contrario no se podrían incorporar al alma de los pueblos, que es pura e inmaculada.

El tradicionalismo y su resultante, el folklore, son obviedades que se vuelven prácticas y costumbres, lo que en el caso concreto y particular de nuestro país, dieron razón de ser al gaucho, a su modo de vida, a sus costumbres y a sus creencias. Aquéllos definieron al más altivo genotipo del ser nacional: el criollo de raza argentina, mixtura que ha tenido claros orígenes hispanos e indígenas. El clima, la pampa, el caballo, el facón y la guitarra, por nombrar apenas un puñado de elementos constitutivos del gaucho argentino, han nacido con él, lo han acompañado en su búsqueda honesta de la libertad, del peligro y, por sobre todo, del amor a la vida. Es insólito pensar que en la doma, en la maroma o en las carreras cuadreras, los gauchos sean “crueles” con el caballo, su compañero de aventuras, su amigo y hasta su confidente. Alardear semejante premisa es, como sucede en estos últimos tiempos, digno de una ignorancia monumental que devela el real desconocimiento que se tiene sobre el tradicionalismo criollo.

El valor que para el gaucho tiene su flete, bien lo refleja Guillermo Terrada en El caballo criollo en la tradición argentina (Círculo Militar, 1947), cuando sostiene que para el paisano “más valía un poncho, un caballo o un lazo, que media bolsa de monedas de plata, aunque tales palabras causen estupor en la mentalidad de los hombres actuales. A mí, personalmente, me ha tocado en suerte escuchar al último gaucho genuino que aún vive en Navarro, provincia de Buenos Aires, don Samuel Caraballo, quien en su rancho me dijo: “Yo querría morir arriba de mi caballo y abrazado a mi guitarra”.

El caballo ha sido el compañero más entrañable del paisano en las soledades del desierto, en el alto que se daba en la huella o cuando las batallas independentistas e intestinas arreciaban en nuestro territorio. En Fisonomías Gauchescas (Buenos Aires,1945), Elbio Bernárdez Jacques hasta nos explica que aún las brujerías y los aparecidos del campo eran temidos en igual proporción por el gaucho y el caballo cuando quedaban envueltos en las soledades de la inmensidad. Dice, con total justicia: “He visto jinete y caballo estremecidos por ese fuego fatuo (de la luz mala); pero más que por miedo, por superstición. (…) nunca se habrá dicho que el gaucho ha tenido miedo de cruzar el desierto, en su pingo, bajo la amenaza de estas brujerías y del chistido de las lechuzas, que tienen también algo de Lucifer, en sus ojos brillantes, que son como otras tantas luces malas en la obscuridad de las noches pampeanas”.

Es nuestro gaucho argentino afanoso y corajudo, siempre seguro de adentrarse en el monte con lanza o con facón, y de a caballo. Y esa misma hombría lo ha acompañado en todas sus faenas rurales: sea pialando, domando, amansando o estando en una hierra o yerra. Por eso, frente a los avatares de una pampa llena de misterios, sombras, acechanzas y gualichos, el gaucho ha forjado para sí un temple de hierro, una valentía sin igual que le enorgulleció y por el que tuvo que demostrar que su fuerza es imbatible ante la adversidad de lo desconocido. El gaucho hace de su condición natural y esencial una honra hacia lo que es, hacia su raza, y en ello descansa tranquila la tradición. Por eso, es aberrante que “un cosmopolitismo absorbente”, como dice Bernárdez Jacques, tenga pretensiones pedagógicas para explicar lo que son nuestras raíces o nuestra tradición. Verbigracia: que la doma es una “tortura”.

En tónica con lo expresado, no hay elementos inhumanos, ni crueles, ni brutales como tampoco tortuosos en la doma criolla, la cual es, objetiva y empíricamente hablando, un acto de coraje digno de admiración. Desde el vamos, es un acto en que hombre y bestia yacen en iguales condiciones, prestos para demostrar quién manda sobre quién.

Es indudable que el arte del domador consiste en amansar al caballo, pues, de lo contrario, estimados amantes del adelanto y el exotismo, ¿de qué otro modo creen que se logra amansar a la bestia para arriar ganado, engancharlo en el sulky o berlina, jugar al pato o entretener a las altas clases oligárquicas de Palermo y San Isidro en los onerosos campeonatos de polo? El caballo criollo ha sido bagual o chúcaro desde sus orígenes cuando se les escaparon a los conquistadores españoles los primeros ejemplares que traían al Nuevo Mundo. Criados, por lo tanto, en la maleza y a la intemperie, primero fueron los indios los que los dominaron, y luego el criollo. (1)

Al encontrarse con esos cuadrúpedos salvajes, fue práctica habitual su amansamiento a través de la doma; caso contrario, nunca en el mundo hubiese sido reconocido nuestro gaucho como un jinete excepcional, y mucho menos se hubiese movilizado la economía rural de los siglos XVI, XVII, XVIII y buena parte del XIX, como tampoco se habrían ganado las guerras que nos dieron la independencia y la organización nacional de no haberse podido dominar a tales bestias.

Vencido el sistema rosista, nuestro gaucho fue mutilado en su libertad por la introducción del alambrado, desapareciendo en lenta agonía su habitual paseo a caballo durante horas enteras, lo mismo sus tradiciones que compartía junto a él, su compañero ideal. Más tarde, ante la irreparable pérdida del medio rural, ganado ya para la explotación agrícola (hoy, unilateralmente sojera), “Los criollos, a la zaga de ese proceso, se encogen, se achican, se refugian en los galpones de las estaciones y en los puertos, en el duro trabajo de las bolsas; mustios, tristes, callados, agobiados como casi toda la tradición patria”, dicta Pedro de Paoli en su Trayectoria del Gaucho (1949). (2)

El panorama desolador de la tradición gauchesca que nos narra De Paoli, parece ser el mismo que observó Guillermo Alfredo Terrera, cuando describe lo siguiente:

“En mis pagos quedan aún muchos corrales de palo a pique y recuerdo uno que existió hasta hace poco, redondo, de gran tamaño, con tranquera de rollizas trancas y maroma de algarrobo negro. A la mitad del corral había dos palenques enormes, todos labrados a hacha, donde mil potros o toros bellacos estrellaron sus hocicos sangrantes contra su dura corteza de siglos.

Una mañana hará quizás cuatro años, pasaba a caballo por el lugar y me llevo la desagradable sorpresa de no verlo. Quedaban aún en su lugar los pozos semitapados donde otrora se erguían con orgullo los postes envejecidos. (…) lágrimas en los ojos me alejé aquella inolvidable mañana, de semejante campo de épicas batallas.” (3)

Y ahora, como fieles continuadores de tan bastarda mutilación, se ofende al gaucho y a la argentinidad describiendo simplonamente a la doma como una monstruosa “tortura” o “brutalidad”… Hasta el recuerdo de las viejas costumbres parece ser una molestia.

Doma: Tipos y actitudes del animal

Como cualquier elemento de la democracia gaucha, de acuerdo a la tesis de De Paoli, la doma ha sido una maravillosa institución del criollo de raza argentina, al igual que la maroma, una prueba en la que el jinete ejercita “un salto de la muerte sobre el lomo del bagual”.

Existieron muchas formas de doma. Por empezar, algunos gauchos se animaban a domar no solamente caballos sino también vacunos, a los que montaban a cara vuelta, es decir, prendidos de la cola. En Santiago del Estero, en las horas de la siesta, ha visto Terrera esa estupenda performance de la patria vieja.

Otra forma de doma recibía por nombre “doma formal”, consistente en el amanse de un potro arisco al que, luego de un buen bolazo, lo volteaban al animal para, casi al instante, el jinete descender graciosamente como si fuera un pájaro, “pues boleando la pierna (los jinetes) caían ágilmente parados sobre el suelo”. También existió un tipo de doma en el que un yeguarizo chúcaro resistía a dos paisanos sobre su lomo; la idea era aguantar los corcovos del animal de modo pintoresco y hasta gracioso.

Domar un potro al estilo “cara vuelta” no era para cualquiera, lo mismo jinetear parados sobre el lomo del animal. Muy común, en cambio, era la práctica aborigen de pararse sobre ellos para otear el horizonte en busca de animales o peligros cercanos.

La maroma era otra forma que el gaucho tenía de domar y medir sus fuerzas con el bagual, preferentemente. Se dice que su práctica solamente fue oída en las pampas argentinas y existe la creencia de que su antigüedad es mayor a la de la doma común y silvestre.

Terrera dice que “Los gauchos, por puro gusto y en el afán de divertirse o mostrar su coraje personal, solían en ocasiones encaramarse al palo a pique de los corrales y de allí treparse o colgarse de la maroma, poste grueso que se colocaba sobre los palos que formaban la entrada al corral, como a tres metros del suelo”. Desde allí arriba, los gauchos elegían al animal que, dentro del corral, parecía más bravo y de incesantes corcovos. Una vez elegido, desde la maroma el gaucho se descolgaba sobre el lomo del animal “en pelos, sin riendas, bozal ni nada”, y éste, furioso y “pidiendo cancha”, se lanzaba a correr con el jinete sujetado firmemente con sus piernas sobre el lomo de la fiera embravecida.

Esta increíble y virtuosa prueba de destreza, en la que, aclaramos, no salía para nada lastimado el animal, vencía el gaucho que lograba mantenerse sujetado el lomo del flete una vez que éste, rendido, detenía su imparable marcha campo afuera.

¿Qué podrían decirnos aquellos que desean la muerte de la doma por “tortuosa”, si decimos que el caballo amadrinador es cómplice del domador y del caballo domado? ¿Habría que condenar también al caballo amadrinador por aportar a la “brutalidad” de una práctica tradicionalista que “maltrata” a los equinos?

El tema consiste en lo siguiente: cada vez que un jinete va a domar un caballo (como en el Festival de Jesús María, por ejemplo), existe en el tradicionalismo criollo la instancia del amadrinamiento, el cual permite colocar “un caballo chúcaro (el que va a ser domado) con otro manso, para que éste lo vaya guiando durante todo el trayecto que aquél bellaquee, galope o trote descompasadamente”. De esta manera cómplice, pues el caballo manso hace de guía del caballo que es domado, “El amadrinador vigila así que el bagual no se lleve por delante un cerco, un bebedero, un árbol o cualquier otra cosa que en su loca arremetida no puede salvar”. En el caso concreto de Jesús María, el caballo amadrinador lo que hace es evitar que el caballo domado se tope contra el alambrado y el público de las tribunas.

Las asociaciones protectoras de animales, ¿sabrían estas referencias de la doma y la tradición gauchesca? ¿Qué rol, vuelvo a insistir, le cabe a un caballo amadrinador que en maravillosa simbiosis con sus amigos los gauchos, permite que el caballo domado pueda seguir corcoveando porque le evita chocarse con los objetos que a su paso se le pueden aparecer?

Por eso, antes de omitir opinión alguna, antes de abrazar discursos falaces o antes de seguir replicando los cánones de una vida sin gloria, sin honor, sin coraje ni tradición, preferible es que se callen o que, al menos, se inmiscuyan en ese mundo tan nuestro pero tan olvidado de la patria gaucha.

(1) El poema épico “Martín Fierro” suele explicar, en versos maravillosos, algunas diferencias sustanciales entre el amanse indio y el amanse gaucho.
(2) En esta síntesis, puede estar el origen de los ‘crotos’, e incluso el de los descamisados peronistas surgidos a la luz a partir de octubre de 1945.
(3) Terrera, Guillermo Alfredo. “El caballo criollo en la tradición argentina”, Círculo Militar, Biblioteca del Oficial, Buenos Aires,Junio de 1947.

Autor: Gabriel O. Turone

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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