Sociedad porteña

Tertulia Porteña

En época de Rosas las casas de Buenos Aires no tenían llamador. Para anunciarse los visitantes golpeaban la puerta de calle con delicadeza, una sola vez, y gritaban fuerte. Aunque vistos, oídos y reconocidos por los domésticos que cruzaban el patio del frente –las puertas estaban equipadas con grandes rejas que permitían controlar todos los movimientos exteriores- debían esperar con paciencia hasta que aparecía un inocente aprendiz de criado, “dos pies de altura y dos años de edad” –conforme a las crónicas que en la época escribía el periodista Figarillo, seudónimo de Juan Bautista Alberdi-, adiestrado para quitar los cerrojos y facilitar el acceso. Su tarea se limitaba exclusivamente a esa operación; no daba muestras de entender las intenciones del extraño que preguntaba por la dueña de casa ni le interesaba su presencia. De todas formas era mucho más cómodo estar parado en medio del zaguán espacioso que en la insignificante vereda.

Largo rato después aparecía un criado adulto que franqueaba la puerta de la sala, donde ya se había instalado la señora de la casa convenientemente vestida para recibir. El saludo consistía en un cauto gesto de respeto. “como si fuera santa unción traída para algún aspirante”, dijo Alberdi. Tocarse las manos era cosa de hombres, bien vista por los ingleses: “… la costumbre francesa de besos y abrazos entre los hombres no se sigue, lo cual me agrada mucho…. a pesar de la estimación que profeso a mis amigos criollos no deseo que labios no femeninos rocen mi mejilla”, confesó un inglés.

La conversación se iniciaba con el inevitable comentario sobre el tiempo, después podían hacerse, o no, algunas reflexiones acerca de las costumbres, modas y banalidades del devenir cotidiano, y por fin, ablandado el ambiente, la charla resplandecía con el intercambio de chismes, algunos tan suculentos que hasta confirmaban pecadillos de las vecinas. Figarillo –Alberdi- aconsejaba que “si usted no tiene nada que decir contra alguna persona, más bien estése usted callado; uno no es loro para estar hablando siempre”.

Todas las casas exhibían un loro en lugar principal. A falta de loro se enjaulaba a una cotorra. Como sus dueños, loros y cotorras ignoraban la revolución americana y repetían: “lorito real, para España y no para Portugal”. La señora les preguntaba nerviosa, porque con los animalitos el fracaso siempre acecha, “¿quién pasa, loro?”, a lo que el loro –o cotorra- respondía si estaba inspirado “el rey que va para su casa, toquen clarines y cajas”. No se han registrados las opiniones de los loros republicanos.

Además del loro la reunión se animaba con el perro favorito de la casa, casi siempre llamado Jazmín o Cupido por razones de buen gusto, con las picardías del hijo menor que imitaba a los soldados con el bastón del abuelo entre las piernas de las visitas y con el ineludible momento musical a cargo de una de las niñas. La intérprete entraba a la sala, saludaba al invitado con las gracias que le venían en ganas –al fin y al cabo no era una profesional- y se acomodaba al piano que jamás faltaba entre los moblajes. A tropezones arremetía con versiones propias de oberturas o romanzas oídas en el teatro, ya que las funciones incluían la participación de una orquesta estable y de cantantes de paso por Buenos Aires, después de actuar ante la corte portuguesa del Brasil, para rellenar los intervalos. Rossini era el compositor más castigado, pero las avispadas ya habían descubierto algo de Bellini, Donizetti y de los franceses Auber, Meyerbeer, Halévy o Adam, y sorprendían a sus desorejados oyentes. En el pequeño concierto nunca faltaba un cielito autóctono, que según confesaban arrobadas, “les llevaba el alma”.

El francés Arsene Isabelle señaló que las porteñas y las montevideanas tenían excelente disposición para la música, pero no se tomaban el trabajo de estudiar. Les bastaba oír pocas veces un aire cualquiera para reproducirlo en pianos y guitarras con bastante exactitud.

El mate era convite obligado para toda ocasión, visitas informales o solemnes tertulias. Turbaba a los extranjeros; se quemaban la lengua las primeras veces que lo probaban o tapaban la bombilla con aspiraciones exageradas. Además les desagradaba el largo recorrido de boca a boca, máxime porque la mayoría eran desdentadas, y malolientes. Sin embargo se sometían a la costumbre nacional; no hacerlo significaría un desprecio lamentable.

El abandono y la franqueza de las gentes del país desconcertaba. El francés Marmier recordó que en la segunda o tercera visita a cualquier hogar porteño alguna de las damas de la casa, más en confianza con el invitado, cortaba con sus dedos un trozo de bizcochuelo relleno de dulce y se lo ofrecía en la mano sin ninguna ceremonia; para asegurarse de que el té estaba azucarado otra señora, o la misma de la torta, metía su cuchara en la taza del huésped y lo probaba, después de haberla chupado repetidas veces para probar el suyo y el de los demás integrantes de la mesa. Como expresión de la más refinada cortesía la dueña de casa o alguna de sus hijas pinchaban bocados escogidos de su plato y los enviaban al forastero con la sirvienta, ensartados en el tenedor que estaban usando. Estos comedimientos no podían rehusarse, a fuerza de verse convertido en un grosero. “Es claro que viniendo de dos manecitas blancas y de labios rosados, no hay dificultad en aceptar estas gentilezas argentinas, pero hay ciertos casos….”, decía Marmier.

Las familias elegantes celebraban tertulias un día fijo de la semana, preferentemente los sábados, domingos y lunes. En ellas se recibía a los mejores amigos y a los posibles candidatos de las hijas y nietas casaderas. Aunque las charlas y los chismes resultaban inevitables, el objetivo principal de las tertulias era el baile. Se hacían en casi todas las casas, desde las de mayor rango y fortuna hasta las de medianos recursos. No requerían grandes gastos, se resolvían con yerba, azúcar, más velas que las acostumbradas y un maestrito contratado para cuatro horas de piano, que podía ahorrarse turnándose la buena voluntad de las muchachas y los jóvenes aficionados o el entusiasmo de una vieja que se atreviera con su contradanza favorita, aunque estuviese pasada de moda, porque el asunto era bailar y nada más.

Se bailaba desde las nueve hasta las doce de la noche al son del piano, generalmente un Stodart, importado de Inglaterra. En las tertulias más paquetas también había violín y flauta. Comenzaban el baile las parejas de mayor categoría y los dueños de casa con un minué liso. Después se alternaban distintos ritmos, minué montonero –llamado federal desde 1840-, vals, cielito criollo y contradanzas, según Santiago Calzadilla. El cielito criollo disgustaba a los aristócratas, pero como era la danza preferida de Prudencio, hermano de Juan Manuel de Rosas, había quedado rotundamente incorporado al repertorio. Las contradanzas eran dirigidas por un bastonero; las había francesas, de muy buen tono, y españolas, auténticamente apreciadas. Las porteñas enloquecían por bailarlas; Arsene Isabelle pensó que antes de renunciar a hacerlo se privarían de los peinetones que usaban, “audaces conspiradores y a la vez peligrosos”. En las contradanzas podían desplegar todos los recursos de la coquetería sin que nadie lo encontrase mal. Se formaban dos filas, mujeres y varones, a ambos lados del salón. Avanzaban unos hacia otros y se integraban las parejas, se tomaban de las manos y valseaban abrazados. Era la única oportunidad para los solteros de ceñir a las muchachas sin que se ofendieran. El contacto entre ambos sexos fuera del matrimonio consagrado estaba prohibido; el baile resultaba el único recurso que permitía extasiadas indulgencias.

La educación de los jóvenes bien nacidos los obligaba a bailar correctamente. Dado que no todos podían ser autodidactos en la materia, existían en la ciudad varios maestros de baile. El de mejor fama se llamaba Espinosa; a su academia concurrían los más distinguidos mozos porteños para aprender pasos nuevos, para practicar los conocidos o simplemente para pasar el rato con los amigos.

Aunque no se exigía a los varones saber ejecutar instrumentos o cantar, algunos también estudiaban música. El profesor preferido era un tal Esteban Massini, porque lograba voces bastante afinadas para entonar serenatas en las noches de ronda, con el acompañamiento de guitarristas profesionales, muy requeridos y cotizados.

La más recordada de las serenatas de la época resultó ser la que ofreció Francisco Munilla, ardiente noctámbulo porteño que en noviembre de 1836, a medianoche, salió con todos sus amigos y conocidos, más de trescientos, y varios changadores que cargaban un piano, atriles, faroles, guitarras, flautas y violines. Empezaron con la música ante la puerta de Manuelita Rosas, por las dudas, y pese a no haberse solicitado permiso el mismo concierto fue tácitamente aceptado por el gobernador, que no dispuso sanciones. Felices, Munilla y su pléyade de amigos, músicos, coristas y changadores continuaron las serenatas frente a domicilios menos arriesgados hasta bien entradas las luces de la mañana.

A partir de aquella superproducción, las serenatas se convirtieron en el acontecimiento más admirado y esperado por todos los vecinos de las tinieblas ciudadanas. En 1837 se imprimió una recopilación de los versos improvisados, o no, junto a las rejas de la casa donde vivía “el tierno objeto del amor”, reunía cien composiciones y se la tituló “Cancionero Argentino”.

Las diligencias para organizar serenatas se motivaron en las ansias de diversión que explotaban durante las aburridas noches juveniles. Pero a veces obedecían a causas más formales, un posible noviazgo, un próximo matrimonio, a los dulces escozores del cariño, a las turbulencias incontrolables de la pasión.

Las muchachas casaderas eran guardadas con severidad por sus madres. Se supone que generalmente se casaban sin amor. Las expertas en cuestiones sentimentales aseguraban que a la larga aparecía, forzado por la cohabitación.

Los antiguos cronistas repiten que las porteñas eran encantadoras, “un tipo particular de mujer que tiene algo de la vivacidad infantil de las andaluzas y del gracioso abandono de las habaneras; rostro oval de corte muy fino como de camafeo antiguo, tez blanca, ojos negros y cabellos de un brillo y de una abundancia soberbios”, puntualizó Marmier entusiasmado.

La Alameda fue el paseo forzoso en las noches de verano y en las tardes soleadas de los días de fiesta. A los extranjeros les parecía decididamente fea; a los porteños no; les gustaba sentarse en los toscos bancos de ladrillo, bajo la sombra de los sauces que crecían con sus raíces hundidas en el agua, entrelazados con los espinillos, en armoniosa comunión salvaje. La fila de ombúes con la que una autoridad perdida en la historia, había decidido hermosearla, jamás prosperó.

Sobre la barranca contigua crecía un barrio de pésima fama donde se amontonaban pulperías y burdeles para entretener a los marineros. Eran muchísimos, como correspondía a la cantidad de barcos fondeados cerca de la costa.

La sociedad porteña despuntaba sus vicios a la orilla del río. Sin embargo, algunos excéntricos preferían marchar tierra adentro, tragando polvo y sorteando pajonales, hasta llegar al poblado de San José de Flores, derecho al oeste, donde ya aparecían quintas edificadas con lujos dignos de respeto. Otros, no menos raros, optaban por la calle Larga para internarse en el sur; al menos el caserío de Barracas se afirmaba sobre el Riachuelo y había cierto predominio acuático sobre la pampa.

De todas maneras, la inmensa mayoría de los decentes prefería organizar sus excursiones campestres rumbo al norte, en pos del querido litoral.

Durante la temporada cálida, bastante prolongada, todos se bañaban en el Plata, salvo los irremediablemente sucios. En esos locos días de verano, que empezaban en la primavera y culminaban entrado el otoño, se frecuentaba la costa desde el amanecer hasta la medianoche. Las horas se elegían con arreglo a los gustos o a las obligaciones. Los tenderos y almaceneros aparecían muy tarde, después de cerrar sus comercios. Las buenas familias llegaban con el crepúsculo, acompañadas por sirvientes. Tendidas en el pastito ribereño gozaban de la brisa y esperaban las penumbras para meterse al agua con mesura. Aunque siempre quedaban cubiertas por amplias camisas, los testigos aseguraban que las señoras eran muy diestras en el arte de vestirse y desvestirse. Sus ropajes se colgaban en los brazos de una criada que se mantenía cerca. Los varones se alejaban de los grupos femeninos y se bañaban aparte.

Parafraseando a Felix Luna: “… esta es la historia de la gente común de esa época, con sus vicisitudes cotidianas: hombres y mujeres que en su anónima humildad elaboraron día a día la compleja urdimbre del país que tenemos. Que estos relatos sirvan para entender mejor nuestras propias raíces y, consecuentemente, a quererlas más y serles más fieles”.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Luna, Félix – Palabras preliminares.
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Rosasco, Eugenio – “Color de Rosas” – Ed. Sudamericana – Buenos Aires (1992).

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