Alguna vez me ha ocurrido terminar la velada sobre una página del Martín Fierro; y al día siguiente, en una mañana limpia y luminosa, he ido a mirar, desde la trasera del parque del Retiro, la sublime inmensidad de la llanura castellana. Entonces, espontáneamente, mis labios han repetido los versos del gaucho andante, cuando pinta a su modo la naturaleza de aquella otra llanura, tendida entre los Andes y el Atlántico.
“Todo es cielo y horizonte
en inmenso campo verde.
¡Pobre de aquel que se pierde
o que su rumbo estravea!
Si alguien cruzarlo desea
este consejo recuerde:
Marque su rumbo de día
con toda fidelidá;
marche con puntualidá
siguiéndolo con fijeza,
y si duerme, la cabeza
ponga para el lao que va”…
Estos consejos que brinda el gaucho Martín Fierro a los viandantes de la Pampa no son imprescindibles del todo en la llanura de Castilla; las carreteras rayan aquí la inmensa planicie, y la torre de un pueblo asoma de cuando en cuando al borde del horizonte; el peligro de extraviarse no existe. Pero entre Castilla y la Pampa hay de común la soledad, y una especie de sentimiento o angustia del infinito.
De todas suertes, en la Europa occidental ningún otro paisaje se asemeja tanto a la Pampa como la llanura de Castilla.
“Todo es cielo y horizonte
en inmenso campo verde”
En efecto, desde cualquier extremo de Madrid pueden contemplar los ojos esa inmensidad de cielo, horizonte y campo vacío de que habla el poeta criollo. Por la primavera, cuando verdean las primicias del trigo, los llanos manchegos reproducen aproximadamente una imagen de aquellos otros llanos platenses, rasos y monótonos, sublimes en su religiosa inmensidad.
Lo mismo que la planicie argentina, esta llanura castellana está invitando al hombre a las ilimitadas correrías aventureras. Y es ahí, efectivamente, sobre esas tierras infinitas de lejano horizonte, por donde cabalgaron los guerreros de la Reconquista, persiguiendo el rastro de las huestes sarracenas; y es ahí también donde erraba el iluso Don Quijote, tras la huella de sus quimeras geniales.
En la otra llanura hermana y paralela, por los llanos argentinos, el sol americano vio alguna vez a los conquistadores, hijos directos de los soldados de la Reconquista cristiana. Y si no andaba por allá el propio Don Quijote, se veía cuando menos a su pariente. ¿No es el propio Martín Fierro, gaucho alzado y libre, una aproximada imagen quijotesca?…
Conviene realizar todo género de salvedades, y no conceder a las cosas un valor desmesurado. Pero siempre que hayamos investido a Don Quijote de toda su inabordable sublimidad, podremos ceder al gaucho Martín Fierro una cierta aura quijotil, un modo de parecido quijotesco. Acaso el gaucho Martín Fierro parecerá un Quijote plebeyo, humilde, tosco, un Quijote analfabeto y de pulpería; pero cuantas veces releo el poema de José Hernández, sin querer me acuerdo del libro de Cervantes.
La similitud no estriba en el valor literario, puesto que, como calidad y mérito, son dos obras que no pueden compararse. Existe, sin embargo, una relación en el tono, y especialmente en el aire de vagabundaje y andantería aventura. La vida libre, el impulso errante, el abandono de la propia personalidad al azar del destino, el confiarse a una especie de fatalismo integral, así como el culto del caballo y de la fuerza del acero; todo esto, tan español del siglo XVI, está palpable y continuo en el poema del Martín Fierro.
Véase cualquier pasaje; la raza antigua habla en estos versos:
“Allí pasaron la noche
a la luz de las estrellas,
porque ese es un cortinao
que lo halla uno donde quiera,
y el gaucho sabe arreglarse
como ninguno se arregla.
El colchón son las caronas,
el lomillo es cabecera,
el cojinillo es blandura,
y con el poncho o la jerga
para salvar del rocío
se cubre hasta la cabeza.
Tiene su cuchillo al lado,
pues la precaución es buena;
freno y rebenque a la mano,
y teniendo el pingo cerca…”
Esta es la forma, sin duda, que usaba Don Quijote para pasar las veladas cuando la fuerza del sino le alejaba de algún mesón confortable. “A la luz de las estrellas” es como al hidalgo manchego le placía recostar la frente sobre la almohada de sus sueños. Y bajo el palio del firmamento estrellado, como en la Pampa se reúnen junto al fogón los gauchos, más de una vez solía Don Quijote hacer sus pláticas místico-caballerescas, a propósito por ejemplo, de la edad de oro, mientras los pastores de Sierra Morena, oyéndole respetuosos, engullían la sabrosa cena y apuraban, en vez del mate criollo, el ardiente vino manchego.
Martín Fierro, por tanto, es un personaje literario que cae de lleno en la tradición española. Si le falta talla para acercarse mucho al héroe de Cervantes, merece ser considerado cuando menos como un quijote disminuido. No es una caricatura de Don Quijote, ni una pretensión francamente quijotesca: pero tiene el aire.
El Quijote, diríamos, de la Pampa, sufre la suerte de su origen. No ha nacido hidalgo, ni tiene del todo limpia la sangre; viene un poco de herejes, de indios cimarrones, y sabe poco o nada de libros, poemas y caballeros. Rústico y primitivo, hijo directo de la Naturaleza y rozado apenas por la blandura y el prestigio de la civilización, ¿cómo exigiríamos a Martín Fierro que se comportase a todas horas como el Caballero de la Triste Figura? Así, pues, en Martín Fierro se opera una mezcla bizarra, y hay en él unas gotas de Don Quijote y un exceso de Sancho Panza.
No está loco a la manera de Don Quijote; sólo consigue estar borracho alguna vez. Entonces busca la pelea y es bravo como nadie; pero no lucha por un ideal de nobleza y de justicia, sino por vulgares motivos de taberna. No obstante, en su alma tosca de primitivo se esconde la virtud esencial de los antepasados, y suele ocurrir que se lance a “desfacer entuertos”, con una actitud propiamente quijotesca; como cuando salva a la mujer cautiva de las garras del salvaje indio, y mata al infame opresor en franca y descomunal pelea.
Es cierto que mata excesivamente. Carece de la espada del caballero, y al acortarse su arma, queda reducida a puñal, y el puñal busca el corazón más directamente.
He aquí el grito que le arranca a su conciencia el excesivo pecado:
“Yo junté las osamentas,
me hinqué y les recé un bendito;
hice una cruz de un palito,
y pedí a mi Dios clemente
me perdonara el delito
de haber muerto tanta gente.”
De estos amargos arrepentimientos estuvo libre Don Quijote, el cual no hay noticia que produjese la muerte más que a unos cándidos y miserables corderos…
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Salaverría, José María, Madrid (1916)
Revista Caras y Caretas – Buenos Aires, 23 de diciembre de 1916.
Turone, Gabriel Oscar – Comparación entre Don Quijote y el Gaucho Fierro
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