El Talar de Pacheco

Casa del general Angel Pacheco

Situado a sólo treinta y cinco kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, el establecimiento El Talar de Pacheco, con su palacio rosado y su fama aristocrática, quedó para siempre asociado a los lujos de la belle époque porteña.

Encerrado en el núcleo de una soberbia arboleda y circundado por una población externa que se ciñe a su periferia, ya no es más el casco de una estancia, pero mantiene el largo historial de una explotación ganadera fundada en la temprana colonia rioplatense.

La crónica estanciera de estas tierras situadas entre el Río de la Plata, el río Luján, el río de Las Conchas y El Tigre, se remonta a la época de Juan de Garay, ya que los Ruiz de Ocaña, hidalgos españoles, obtuvieron estas concesiones por los buenos servicios prestados a la Corona. Como la comunicación fluvial era la única existente en esa temprana Colonia, el núcleo inicial del emplazamiento de un esbozo de casco de estancia se hizo cercano a la costa, desde la cual su relación más directa era con el Delta del Paraná, ya que las primeras islas de éste fueron incluidas en el área original de esta estancia.

Alrededor del año 1607 ya se registra la existencia de un fortín en la comarca, custodiando la vida y los bienes de los pobladores costeros.

El nombre El Talar debe de venir de aquel remoto comienzo, ya que los montes de talas eran muy apreciados como sitio para poblar. Según el historial doméstico de la época colonial, este árbol nativo da un pequeño fruto muy apetecido por las gallinas, que así alimentadas ponían sus valiosos huevos especialmente sabrosos para cocinar los sencillos manjares porteños.

Tan antiguo es el apellido Ruiz de Ocaña en el Río de la Plata, que el primero en llegar había estado con Don Pedro de Mendoza y luego en Asunción, hasta que uno de sus descendientes volvió con Don Juan de Garay en 1580 para la efectiva fundación de Buenos Aires.

Diego Ruiz de Ocaña, uno de los primeros grandes estancieros y empresarios rioplatenses, construyó el primer molino de agua sobre el río Las Conchas a fines del siglo XVI, en un lugar donde actualmente está la Estación Bancalari.

Con el paso del tiempo, los Ruiz de Ocaña fueron pasando sus posesiones a sus herederos, los López Camelo, una familia de origen portugués que llegó a ser muy rica, ilustrada y poderosa, tanto en el Buenos Aires colonial como en las primeras décadas de la Independencia. Esta familia, que dio alcaldes, prelados y militares de gran actuación en la época prerrosista, cayó en desgracia con la trágica división entre unitarios y federales. El largo gobierno de Juan Manuel de Rosas puso a la familia López Camelo del lado de los unitarios, por lo cual sufrió persecución y confiscación de sus bienes. Tal como funcionaba la política rosista en estos casos, sus tierras fueron entregadas a los buenos federales, entre los cuales estaba el general Angel Pacheco, uno de los militares más próximos al gobernador.

El general Pacheco recibió estas tierras al principio de la década del 40 en premio a los servicios prestados a la causa federal. Este era un militar muy prestigioso que se había iniciado en la carrera de las armas en 1813, en el Combate de San Lorenzo, momento a partir del cual intervino en todas las grandes batallas de las guerras de su época. En 1833, el general Pacheco fue designado jefe de le expedición al desierto comandada por Juan Manuel de Rosas, llegando por primera vez al Río Negro y a la Isla de Choele Choel.

Teniendo cuarenta años de servicios militares, Pacheco renunció a su cargo en los ejércitos de Rosas el mismo día de la Batalla de Caseros.

A partir de su licencia, el general Pacheco se retiró a la estancia El Talar. Este militar se había casado con Dolores Reynoso, hija del capitán español Domingo Reynoso, quien había sido intendente de Buenos Aires durante las Invasiones Inglesas. Domingo Reynoso, casado en segundas nupcias con doña María Ignacia Riglos y San Martín, fueron los padres de Dolores, quien oportunamente recibió fracciones de la estancia conocida como Rincón de Riglos, cercana a El Talar. Angel Pacheco anexó la heredad de su esposa a sus propias posesiones, aumentadas aún más por la adquisición de otros campos linderos, con lo que llegó a reunir una gran extensión.

En el casco original de la estancia El Talar, Pacheco mandó construir una casa grande, sólida, clásica vivienda rural exponente de mediados del siglo XIX, con su planta en forma de “U”, sus galería perimetrales y un patio central con un aljibe en el medio. Esta arquitectura criolla clásica se caracteriza por tener un mirador sobre el centro del edificio, cuyos techos se extienden para cubrir una galería perimetral sostenida sobre gruesas columnas.

Angel Pacheco murió en 1869 y sus bienes fueron repartidos entre sus sucesores. Así resultó que el casco de la estancia El Talar y su fracción de tierra correspondiente quedaron para su hijo José Angel Pacheco y Reynoso, un hombre educado en Francia moderno y sofisticado. Pertenecía a la generación del ochenta, la que con su empuje e influencia europeizante logró colocar a nuestro país entre las más importantes naciones del mundo.

Palacio construido por José Angel Pacheco en 1882

Imbuido del elegante espíritu de la belle époque francesa, José Angel Pacheco se hizo construir, en 1882, a un costado de la casa paterna, un verdadero palacio estilo Renacimiento francés. Pintado completamente en tonalidades carmín en contraste con sus techos de pizarras grises, luce una rica crestería de hierro y aberturas de vidrios repartidos, de gran encanto. Terrazas con balaustradas, escalinatas de mármol, ningún lujo le falta a esta imponente casa habitación que se desliza elegantemente hacia los alfombrados verdes que le circundan.

Como era usual entonces, las terminaciones arquitectónicas del edificio, así como los elementos de decoración y el mobiliario, fueron encargados a Europa. El estilo predominante para vestir los interiores era lujoso y recargado. De acuerdo con esos gustos se ambientó el amplio comedor al mejor estilo Enrique II, se instaló una sala de armas, otra sala morisca, muy de moda entonces, con una enorme mesa de billar. También se formó una surtida biblioteca, un salón de esgrima y un baño donde mojarse bajo un chorro de agua que caía sobre una gruta. En los pisos superiores, como es usual, estaban los dormitorios, cuartos de vestir y saloncitos privados.

Para dar forma al nuevo sector residencial se aplicó el concepto europeísta que se estaba usando en la arquitectura y el paisajismo de las grandes estancias de la época. Aquí también se diseñó un gran parque, notables construcciones de trabajo, una capilla y todos aquellos elementos suntuosos que caracterizaron ese estilo vagamente llamado “fin de siglo”.

La potencia económica de fines del siglo XIX provocó una revolución arquitectónica que se manifestó tanto en las ciudades como en el campo. A partir de 1880 los cascos de las grandes estancias fueron adquiriendo gran jerarquía edilicia y se rodeaban de parques muy elaborados, al estilo europeo. Sin embargo, a diferencia de aquéllos, los parques estancieros tuvieron dimensiones notables, irrepetibles, debido a las grandes extensiones de las posesiones rurales de la época.

Los paisajistas europeos, que aquí no los había, eran contratados por los estancieros para que diseñaran y plantaran grandes parques alrededor de sus casas recién construidas. El parque de El Talar de Pacheco fue creado por el famoso paisajista francés Charles Thays, estructurado sobre una red de sendas concéntricas y grupos de árboles de adorno. El camino principal empezaba en el mismo acceso al casco, una avenida arbolada que luego se bifurca formando curvas que llevan indirectamente hacia la casa principal, núcleo del diseño. Otros caminos secundarios comunicaban los diversos centros de interés de la parquización, como los lagos, canchas de deportes, el invernadero o las caballerizas.

La extensión de estos parques permitía crear paseos de diverso interés, rincones encantadores, estanques, canales, puentes y variadas construcciones decorativas. En el jardín que se despliega debajo de uno de los cuatro frentes del palacio se dispuso un conjunto de elementos de moda en la época, como lo eran un juego de fuentes unidas por pequeños canales, puentecitos, escalinatas, bancos y mesitas. Este trabajo de albañilería artesanal se denominaba estilo rústico y producía falsos troncos de cemento, de imitación perfecta, que se entrecruzan para formar ornamentos, pérgolas y mobiliario de jardín.

El pabellón de jardinería e invernadero es otra de las construcciones notables de este parque. Estos recintos ornamentales de estructuras de hierro eran importados de Francia y posteriormente se empezaron a fabricar acá en talleres metalúrgicos muy sofisticados y sobre la base de diseños creados por los arquitectos paisajistas. En algunas estancias, como en ésta, el gran invernáculo también se adaptaba para usar como salón de confitería, fiestas y bailes.

José Angel Pacheco estaba casado con Agustina de Anchorena, vástago de otra gran familia estanciera. Juntos soñaron y emprendieron este verdadero edén pampeano que disfrutaban todo el año dada su cercanía con Buenos Aires y la facilidad de acceso.

También hicieron construir, en 1886, una capilla de estilo gótico sobre el camino real que pasaba a un costado del casco de El Talar. La presencia del templo para uso de la familia y de la creciente población local, a la que se sumó una escuela, fue concentrando viviendas sobre la actual ruta 197, un viejo camino que unía las localidades de San Fernando y General Rodríguez. Nadie previó que al casco de esta estancia le surgiera un pueblo alrededor, mas la misma familia Pacheco alentó la concentración de pobladores con el arriendo de pequeñas parcelas con destino a quintas de hortalizas, tambos y productos de granja. La presencia de la capilla y la escuela, a lo que pronto se sumó la habilitación de una estación de ferrocarril frente a las casas de la estancia, confirmó el proceso poblacional espontáneo que tomó el nombre de General Pacheco.

José Angel Pacheco disfrutó durante doce años de su enclave palaciego, pues falleció en el año 1894. Desaparecido el creador de este lugar de buen vivir, la propiedad quedó par su hijo José Agustín Pacheco Anchorena. Este también aportó con una construcción destacada en el conjunto edilicio de El Talar, como es la caballeriza y la cochera.

No es una excepción la sorprendente jerarquía arquitectónica de esta casa de equinos, ya que en esta época eran muchas las estancias que tenían haras y cuyos entusiastas propietarios hacían levantar lujosos galpones de boxes para alojar a los hermosos y costosísimos padrillos de pur sang importados de Europa o Estados Unidos. La cría del caballo de carrera y las emociones del turf constituían una de las actividades más prestigiosas que se generaban en la estancia y se reflejaba en la atmósfera superelegante de estas caballerizas.

José Agustín Pacheco pertenece a la generación estanciera a la que le tocó vivir a pleno la belle époque argentina. Además de disfrutar la regalada vida de los ricos de entonces, se divertía de lo lindo y a su manera. Dicen que era todo un personaje, le gustaba la mecánica y le fascinaban los progresos técnicos y científicos y eso se reflejaba en sus acciones, muchas veces consideradas extravagantes. Le atraía la velocidad, que disfrutaba en los trenes que pasaban por la estancia, en los coches tirados por cuatro caballos con los que alborotaban los caminos polvorientos del paraje y después la novedad de los primeros automóviles con los que llegaba a El Talar, con los amigos.

Otro de los aportes a esta estancia fue la construcción de una esclusa para distribuir el riego y una usina que daba luz al palacio. Pero el emprendimiento más notable fue el zanjeado de un canal navegable de unas veinte cuadras, que le permitía salir en bote desde la estancia, acceder al río Reconquista y por éste llegar al río Luján donde se embarcaba en el puerto de El Tigre con destino a Buenos Aires.

José Agustín Pacheco estaba casado con Elvira de Alvear, hija de Torcuato de Alvear, el primer intendente de la ciudad de Buenos Aires. Este matrimonio tuvo un solo hijo, llamado José Carlos, quien heredó El Talar cuando su hiperactivo y brillante padre falleció en 1921 teniendo sólo cuarenta y dos años y muchas cosas para disfrutar.

Juan Carlos Pacheco Alvear, bisnieto del general Angel Pacheco, expresa la cuarta generación que le da forma y carácter a la fama de esta propiedad. La recibió con 1.500 hectáreas y un estilo de vida semirural espléndido, sociable y divertido. Además de los caballos, los carruajes, los automóviles, había canchas para practicar todos los deportes de moda y la cercanía de El Tigre para las actividades náuticas.

Por su cercanía con Buenos Aires, su jerarquía arquitectónica y el carácter histriónico de sus dueños, El Talar de Pacheco era centro de bailes espectaculares, justas deportivas y fiestas culturales insospechadas.

Se había construido un anfiteatro en el parque, donde se representaban espectáculos de ballet, teatro y conciertos a cargo de figuras señeras que visitaban el país, como Isadora Duncan, que bailó en Buenos Aires y en El Talar, en ocasión de su célebre visita, allá por 1917.

Por todo eso, el casco de esta estancia es un auténtico mojón histórico y cultural que expresa un aspecto sofisticado del país estanciero agroexportador, en un período excepcional e irrepetible.

El doctor José Carlos Pacheco Alvear fue propietario de esta estancia durante más de cincuenta años. Le tocó vivir el ocaso de la bella época y presenciar los grandes cambios sociales, políticos y económicos que caracterizaron las décadas que van desde 1930 a 1976, año de su deceso. Vivió y cuidó este reducto que crearon sus mayores y que se fue quedando bello e intacto en la decadencia de sus elegancias y en la nostalgia de sus recuerdos. Esta es también la generación que fue loteando partes de las tierras de El Talar, simultáneamente con otros parientes que eran nietos y bisnietos del general Pacheco y poseían fracciones del área original de la estancia. Estos también fueron vendiendo fracciones chicas de sus heredades, destinadas para hacer quintas, como es el caso de quien fuera presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear, en cuyas tierras se fue formando el pueblo de Don Torcuato.

José Carlos y su esposa Petrona Pirovano tuvieron un solo hijo, llamado José Aquiles, quien se hizo cargo de este casco cuando falleció su padre en 1976.

Sin embargo, apenas cinco años después, se produjo un dramático final para las glorias de El Talar de Pacheco, cuando desapareció su único y último dueño José Aquiles, comprobando una vez más que nada dura para siempre.

Para sus sucesores testamentarios sólo quedaron 64 hectáreas y el casco.

El fastuoso mobiliario fue rematado en 1983 por la firma Roldán y Cía. También se vendieron catorce carruajes guardados en la cochera, entre los que estaba la famosa carroza que había pertenecido a la reina rusa Catalina II, traída al país por el enigmático conde Alejandro Walesky.

En la década de 1980, el casco, la caballeriza y la casa vieja del general Pacheco fueron declarados Monumento Histórico Nacional.

Este casco de estancia, cuyo asentamiento se sitúa en los primigenios repartimientos de tierras de Don Juan de Garay, existe todavía porque fue evolucionando y adaptándose a los tiempos si no, veamos su destino actual, convertido en un bellísimo country club. Las casas nuevas a la sombra de los viejos árboles, a la vista de los sofisticados ornamentos del parque, respiran la atmósfera de una vida rural “de aquellas”… que todavía conserva el glamour que le impusieron los descendientes del general Angel Pacheco.

Fuente
Guzmán, Yuyú – La Estancia Colonial Rioplatense. Ed. Claridad, Buenos Aires (2011).
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