En Pigüé, Partido de Saavedra, Pcia. de Buenos Aires, el 31 de mayo de 1896, en una cruda mañana de invierno, nació en el hogar de Manuel Cobián, español, y de Silvana Coria, argentina, su hijo Juan Carlos, viniendo a alegrar aquella numerosa familia compuesta ya por sus otros hijos, Dolores, José María, Domingo, Manuel, Coca y años después por Rodolfo, Arturo, María Mercedes, Miguel Angel y Horacio Héctor, último vástago de aquella noble y prolifera unión.
El padre era un acaudalado hombre de negocios que poseía una cadena de casas de ramos generales en Bahía Blanca, Tandil, Ayacucho y Pigüé. Además era consignatario de lanas y cueros.
Al poco tiempo de nacer Juan Carlos, el padre se trasladó con su familia a Bahía Blanca para radicarse definitivamente hasta sorprender la muerte, primero a doña Silvana, a los 43 años de edad, el 21 de enero de 1912, y muchos años más tarde a él, el 20 de setiembre de 1942, dejando el enorme vacío que es de suponer entre su numerosa familia.
La casa de Bahía Blanca, ubicada en Moreno 310, era tan feliz como confortable. Las amplias habitaciones provistas de buenos muebles y estufas a leña, daban al patio por un enorme emparrado que en el verano era prácticamente asaltado por los más pequeños y bulliciosos hijos que se disputaban golosamente los pródigos racimos de uva.
En la sala había un piano de estudio y a continuación venía el escritorio del jefe de la familia donde atendía sus papeles y documentos comerciales.
La gran cocina familiar era una enorme y surtida despensa en la que siempre se hallaba encendido el fuego sagrado del hogar. Era aquélla una de esas cocinas llamadas “económicas”, de hierro con numerosas hornallas, ennegrecida, sobre la que hervían las ollas, siempre vigiladas por doña Silvana, con verdadera devoción.
Juan Carlos desde la tierna edad de 7 años se sintió atraído por aquel piano en el que su hermana Dolores repasaba las lecciones del Conservatorio. Cuando ella abandonaba su piano, era él quien se acercaba y con irresistible tentación acariciaba el teclado. La que se percató de esa temprana vocación fue precisamente su hermana, que comenzó a darle las primeras lecciones elementales.
Al poco tiempo vio con sorpresa que el pequeño poseía condiciones naturales para el piano. Entusiasmada por estas condiciones innatas en el niño, dio parte a sus padres, considerando de que a Juan Carlos había que hacerlo estudiar en el Conservatorio donde ella lo hacía.
El pequeño entró al mismo y a los pocos meses ya sabía solfear. Pero lo que no podía evitar era esa extraña y particular predisposición que tenía fuera del Conservatorio. Apenas regresaba de sus estudios a su casa, sin poderse dominar se sentaba al piano para ejecutar de memoria el fragmento de un vals vienés que a menudo solía oírle tocar a Dolores.
Juan Carlos continuaba seriamente sus estudios en el “Conservatorio Williams”, en el que ya Dolores, después de llevar a sus padres el diploma de maestra de piano, dio por terminados los suyos. Mientras tanto, el niño adelantaba muchísimo: Jamás tenía necesidad de que el profesor le repitiera dos veces una observación. Parecía saberlo todo antes de aprenderlo y además era tal su instinto musical que parecía que no tuviera necesidad de aprender.
La familia se sentía orgullosa de tener un pequeño genio en el hogar. Transcurren cinco años y Juan Carlos a los diecisiete se retira del Conservatorio con clasificaciones sobresalientes. Tocaba a primera vista cualquier música por dificultosa que fuera. Su maestro le había dicho a sus padres, que su hijo terminaría por eclipsarlo y que a pesar de la educación familiar llegaría a ser un gran músico. Su maestro era por aquel entonces (1907) el concertista argentino Numa Rossotti, cuyos estudios musicales los había cursado en la “Schola Cantorum de París” con dos profesores de piano que fueron los famosos Vicent D’Indy y Alberto Vignes. Al regresar a la Argentina fue honrado con el cargo de Director del “Conservatorio Williams” de Bahía Blanca. Aquel ilustre maestro terminó su carrera siendo Cónsul argentino en Lyon y corresponsal en París del diario “La Razón”.
Poco después de la muerte de su madre en 1912, y de producirse al mismo tiempo la partida de su querido maestro Rossotti para Europa, Juan Carlos decide salir por un largo tiempo de Bahía Blanca.
El padre no podía comprender la impaciencia de un joven de 18 años, que estrenado recién su flamante libreta de enrolamiento, sintiera tanto apuro por salir del nido para comenzar a correr mundo; pero pronto se fue convenciendo de que aquel llamado que sentía su hijo era herencia atávica, puesto que él había hecho lo mismo de joven cuando embarcó para América. Ante la nueva consternación de la familia, poniendo dinero en los bolsillos de su hijo para cubrirlo en sus primeros gastos, lo dejó partir.
Ya en Buenos Aires y luego de permanecer inactivo unos cuantos meses buscando orientarse dentro de un incierto panorama, notó que su refuerzo económico se hallaba tocando fondo. Su orgullo no le permitía escribirle a su padre para pedirle un giro y resolvió valientemente encarar a Buenos Aires del año 14.
De tarde y de noche recorría observando las confiterías de lujo con “Orquestas de Señoritas”. Frecuentaba algunos cafés con tríos típicos y solía entrar con contraseña regalada, a los cines donde actuaban pianistas durante la proyección de los filmes colocando fondos ad hoc a las escenas que se venían produciendo en la pantalla.
Se le hacía dificultoso el primer paso. Sabía lo que era aproximarse la noche cuando era inseguro el albergue. Pernoctó en hoteluchos, en cuya entrada pendía el característico globo de opalina blanca con la inscripción de “Piezas para caballeros – 1 peso la cama”. Solía también concurrir a las cervecerías alemanas en las que actuaban los famosos cuartetos vestidos de zíngaros y aprovechando los intervalos subía a la tarima, sin interés de lucro, simplemente por el solo placer de ejecutar aquellos extraordinarios valses europeos que sabía interpretar con gracia, imprimiéndole un puro estilo vienés.
El dueño del local y los mozos eran alemanes y llegaron a simpatizar tanto con nuestro joven bohemio, que éste terminó ocupando el puesto especial de pianista para ejecutar también algunos tangos. Después de media noche, cuando ya se habían retirado los parroquianos, la mayoría de ellos y ellas, alemanes, continuaba en franca camaradería con el personal ejecutando incansable, valses vieneses y tangos alternados con espumosos medio-litros de “Pilsen”.
Al poco tiempo dejó aquel puesto y por intermedio de un parroquiano alemán que frecuentaba aquella cervecería, consiguió actuar en el cine “Buckingham” de la calle Corrientes al llegar a Callao, y más tarde en el “Cine las Familias” de Santa Fe al llegar a Pueyrredón, donde ejecutaba el piano poniendo fondos musicales a las películas mudas de “Fantomas”, o a los electrizantes “Western’s” de George Walsh, Tom Mix, William Hart, Williams Farnum o a las escenas pasionales de Lidia Borelli.
Por entonces en la calle Corrientes al 1400, frente al antiguo y hoy demolido “Teatro Politeama”, existía una panadería en cuyos fondos había un enorme galpón el cual, previa pintada con cal y tras colocar guirnaldas de bombillas eléctricas, se había transformado en un insólito salón de baile que comenzaba a funcionar a las diez de la noche, cuando se hallaban en plena actividad los obreros panaderos metiendo panes en el horno. Lo increíble era que los habitués para poder llegar hasta aquella Milonga, tenían antes que pasar forzosamente por entre los pesebres y carros del corralón.
Los bailes eran animados por un singular trío de músicos que lo formaban Cobián, un joven bandoneonista llamado Genaro Expósito y apodado el “tano” Genaro, y un violinista, posiblemente Ernesto Zambonini.
Luego de haber transcurrido dos años desde aquel día en que Cobián se despidió de su hogar, se acordó que ya estaba en los veinte años de edad. En las postrimerías de 1915 fue sorteado para el servicio militar; le toco “Tierra”, un número que los jóvenes candidatos de buen humor llamaban de poca suerte porque se trata solamente de un año y en cambio llaman irónicamente de mucha suerte, cuando el número es alto y los favorece con dos años en la Marina.
Al principio de 1916, le llegó lo que también en tono risueño los muchachos llaman la invitación; es decir, el aviso para que el sorteado se presente al regimiento para la revisación médica.
A Cobián lo citaban al 2 de Infantería cuyos cuarteles estaban en Palermo, pero decidió pasar por alto aquella citación y no se presentó. En el Regimiento 2 de Infantería se le dio el Alta como infractor al llamado, librándose oficio a la Policía solicitando su captura. Estaba resuelto a realizar cualquier sacrificio antes que ingresar a la vida disciplinaria del cuartel. Tenía la esperanza de que un día no muy lejano por obra y gracia de algún acontecimiento nacional, el Gobierno decretara una amnistía general como aquella del Centenario, que lo beneficiara con un indulto.
En 1916, la orquesta de Roberto Firpo después de sus exitosas actuaciones en el café “La Giralda” de Montevideo, regresa a Buenos Aires. Tito Roccatagliata, el insólito violinista que lo había acompañado a la gira, se desvincula de su conjunto, busca a su amigo Eduardo Arolas y le propone la formación de un trío con Cobián. Estos tres ases que eran por separado todo un espectáculo, se unen y meses después debutan en el cabaret “Montmartre” (Corrientes 1435), donde en los intervalos actuaba como atracción la cancionista Pepita Avellaneda. En esa temporada, a pesar del ambiente díscolo y pendenciero de sus habitués, aquel impetuoso trío resultó un verdadero suceso.
Cobián dio a conocer sus tangos “El trino”, “El orejano” y “El gaucho”, inéditos como casi todos los que tenía compuestos.
Poco tiempo después Cobián, Arolas y Tito dejan el “Montmartre” para pasar al cabaret “L’Abbayé” de la calle Esmeralda al 500 obteniendo mejor retribución en dinero. Posteriormente Juan Carlos Cobián trabajó en otro pequeño cabaret llamado “Parisiana” situado en la avenida Alvear casi esquina Acevedo, en reemplazo de un pianista adolescente llamado Enrique De Lorenzo, apodado “El pibe de oro”, quien tuvo que ausentarse a Montevideo para actuar en una de aquellas famosas “Maison Garni”. En el “Parisiana” todas las noches Cobián ejecutaba tangos en su estilo jamás igualado. Era un lugar sin lujo frecuentado por jóvenes parejas de la noche. No había orquestas. Solamente el piano donde tocaba Cobián entusiasmando a los noctámbulos habitués con aquellos magníficos solos de piano.
Una noche que se hallaba actuando trabó conocimiento con dos jóvenes de recia estampa, simpatizantes de los tangos y de los que muy pronto iba a llegar a ser su amigo predilecto. Estos dos jóvenes eran tenientes de la “Guardia de Seguridad” y se llamaban Víctor Fernández Bazán y Adolfo Schiavoni.
Ya de madrugada, cuando el local iba a cerrar, Bazán no creyó hacer nada más generoso que ofrecerle alojamiento gratuito en la casa que ocupaba por las inmediaciones de Palermo, donde había cuartos de sobra, hasta tanto mejorar su situación económica.
Aquella casa de antigua construcción era amplísima, con varios cuartos y una enorme cocina que daba a un gran cuadrilátero de un patio corralonero, de piso pavimentado con adoquines. Al final del mismo se hallaba la caballeriza y sobre ésta el altillo para guardar los forrajes. El joven inquilino y su colega Adolfo Schiavoni alojaban en limpios pesebres a sus caballos de remonta adiestrados para los saltos de vallas, a los que eran muy aficionados los dos jóvenes tenientes.
A los pocos días de estar entre ellos, Cobián por intermedio de un músico que actuaba en la fanfarria del “Escuadrón”, muy amigo de Bazán, había conseguido alquilar por diez pesos mensuales un buen armonio con registros de distintas voces de instrumentos, en el que después de la comida rociada con abundantes libaciones, comenzaba a dar el gran recital de tangos. Aquel alegre refugio nocturno no perturbaba para nada la imaginación de Cobián. Allí compuso “El botija”, “La Reina del Arrabal” y otros de sus inspirados tangos.
Arolas, que no veía a Cobián desde su última actuación en el cabaret “L’Abbayé”, fue a visitarlo una noche al “Parisiana” donde ejecutaba aquellos memorables solos de piano, proponiéndole integrar el trío para hacer una fugaz temporada en un cabaret denominado “Fritz” de la calle Suipacha al 400. Cobián acepta gustoso el ofrecimiento de su dilecto amigo y finaliza sus tareas en el “Parisiana” para debutar en el mencionado cabaret. Dos meses después terminaban aquellas actuaciones.
Cobián aprovecha estas vacaciones concurriendo con frecuencia al “Casino Pigall” donde estrechó vínculos con Juan Canaro, quien solía aprovechar su presencia para invitarlo durante los intervalos a que subiera al palco de la orquesta a tocar tangos. En una de las tantas noches Canaro le presentó un tal Horacio Ornstein, simpático joven aproximadamente de su misma edad, que en grata compañía de amigos y amigas era infaltable habitué. Tiempo después se enteró, con gran sorpresa, de que este nuevo admirador, con el que ya se tuteaba, era nada menos que un teniente 1º del 2 de Infantería, razón por la cual consideró imprudente frecuentarlo, dada su condición de infractor, dejando por tan fundada causa, de continuar exhibiéndose en el “Casino”.
Arolas al disponerse a salir para la ciudad de Córdoba donde había sido contratado para actuar, forma de nuevo la extraordinaria trilogía con Cobián y Tito Roccatagliata, debutando con inusitado éxito en un Café de camareras denominado “Las Delicias”, de aquella localidad.
Regresaron a Buenos Aires y Cobián va a vivir en la casa de la calle Anchorena, entre Santa Fe y Arenales, donde Tito vivía con su padre. A las pocas semanas Arolas se separa del trío y su lugar es ocupado por Osvaldo Fresedo, quien venía actuando en el “Royal Pigall” con el quinteto de Francisco Canaro. Debutan con la nueva formación en el cabaret “L’Abbayé” de Esmeralda al 500.
Por razones de distancia y para no fallar en la puntualidad del trabajo, Cobián se muda de la casa de su amigo Tito, yéndose con éste y Fresedo a un departamento en Suipacha 323, a tres cuadras del “L’Abbayé”.
Luego el trío pasa al “Armenonville” de la Avenida Alvear y Tagle. Ahí Cobián estrena su tango “Salomé”, un verdadero alarde pianístico. Al finalizar la temporada de ese verano puesto que el “Armenonville” funcionaba sólo en esa estación, Fresedo con su trío comienza a actuar esporádicamente, amenizando veladas en las residencias de los Ortiz Basualdo, Pearson, Gainza Paz, como asimismo en ocasionales bailes de Embajadas.
Poco después Fresedo se desvincula del trío y Cobián forma un conjunto con Tito, Ferrazzano, “Colinos”, Ricardo Brignolo, y comienza a actuar otra vez como Director pianista en “L’Abbayé”.
Ya desvinculado Fresedo del trío, aquel departamento de la calle Suipacha que alquilaban los tres amigos, fue levantado dispersándose el grupo de aquellos jóvenes bohemios. Cobián se mudó a una habitación de Cangallo al 800.
Mientras tanto seguían naciendo más de sus notables composiciones: “Mano a Mano” –muy anterior al de Celedonio Flores-, “Sea breve”, “Carne y uña”, “El motivo”, y otras melodías llenas de pureza y con el inconfundible sello de su originalidad.
Cobián había recurrido al ingenuo truco de deformar su apellido al hacer escribir en los espejos del cabaret donde actuaba: “Orquesta Goubian”, en lugar de Cobián, que era como sabemos su verdadero apellido, porque como infractor, sabía que caminaba peligrosamente a contramano.
Una fría mañana del mes de julio, cuando haría menos de una hora que Cobián había regresado del “L’Abbayé” y se hallaba durmiendo, el “encargado” Joaquín que se hallaba baldeando la vereda, fue sorprendido por la visita de un joven que se identificó como empleado de “investigaciones”, diciéndole que buscaba a un tal Cobián, infractor del Ejército del cual tenían noticia que vivía en uno de los departamentos. Joaquín lo negó rotundamente, afirmando además que nunca había habido algún inquilino con ese apellido. De esta manera, al no tener orden de allanamiento, el empleado se tuvo que retirar. Joaquín, a quien Cobián le había prometido enseñarle solfeo, se había jugado como un amigo al encubrirlo. Inmediatamente subió a su habitación para despertarlo y comunicarle lo sucedido.
A pesar de que el portero había creído despistar al policía, comprobó con sorpresa que el funcionario no sólo había permanecido de guardia todo el día en la puerta de calle sino también que por la noche fue relevado por otro, de manera que el “infractor” continuaba con permanente custodia.
Para poder evitar su captura, Joaquín habló con el portero de la finca vecina, cuyos patios se comunicaban, y de esta manera el pianista amparado por las sombras de las galerías y pasillos, saltando una pequeña tapia, ganaba la calle, saliendo por la calle Sarmiento. Mediante esa acrobática estratagema no faltó una sola noche a su trabajo.
Cuando Cobián ya había tomado como salida normal aquellos escalamientos de tapia, un buen día acudió contento el portero para avisarle que los custodias habían desaparecido. Desde ese momento, el maestro volvió a salir tranquilamente por la puerta de Cangallo.
Un buen día su amigo Victor Fernández Bazán se enteró por medio de un colega del Departamento de Policía de que en Investigaciones Cobián tenía pendiente un pedido de captura por infractor. Lo impactó mucho aquella desagradable noticia, dado que sentía por el músico amigo admiración y afecto. Sin pensarlo se decidió ir a verlo, y al otro día se presentó en la habitación de la calle Cangallo.
Bazán, con fraternales palabras y sin echarle en cara aquel secreto para con él, lo puso al tanto de lo que le había informado el colega. Le hizo comprender que el esfuerzo artístico que venía haciendo para lograr el triunfo definitivo era un sacrificio estéril, puesto que inexorablemente en cualquier inesperado momento podrían arrestarlo. Le pidió que si verdaderamente sentía algún afecto por él, le hiciera caso y terminara con su problema presentándose espontáneamente a Investigaciones.
Cobián le prometió formalmente que así lo haría, pero cuando llegó la noche echó su promesa al viento y como de costumbre se dirigió al “L’Abbayé”.
Ante el temor de ser descubierto dejó de actuar en dicho cabaret y abandonó la famosa habitación de Cangallo, yéndose a vivir a la casa de Tito Roccatagliata, en la calle Anchorena, a donde éste vivía con su padre.
Finalmente, y ante la insistencia de su amigo Bazán, una tarde de 1920 Cobián se presentó muy elegantemente vestido al Despacho del Jefe de Investigaciones, confesando que era infractor al Ejército, y haciéndole saber que sus deseos eran terminar con el servicio militar.
El Jefe, comprendiendo que se trataba de un músico y no de un delincuente común, terminó sonriéndole y felicitándolo por su valiente decisión. Le indicó que podía retirarse a fin de poner en orden sus cosas y tan pronto lo hiciera volviera a verlo. Pero Cobián, que se conocía y sabía que mañana podía cambiar de idea, le agradeció, diciéndole decidido que prefería comenzar ya mismo aquella función.
Quedó detenido y fue acompañado por un sargento ayudante hasta un calabozo, donde pasó la noche. A la mañana siguiente, el teniente 1º Horacio Ornstein de la 6ª Compañía del Regimiento 2 de Infantería, al hacerse cargo de la guardia de prevención se trasladó al calabozo para recibir los presos y se encontró, con la sorpresa que es de imaginar, que uno de aquellos era aquel joven pianista que había conocido anteriormente en el “Casino Pigall”.
Cobián le confesó que había decidido presentarse voluntariamente para achicar la pena que podía caberle como infractor. Con toda la simpatía que el teniente 1º le profesaba no pudo menos que hacerle cumplir una semana de calabozo inherente al reglamento. Durante esos días gestionó ante el Ayudante del Regimiento, teniente 1º José J. Rodríguez, para que lo destinara a su compañía. No bien hubo conseguido el pase lo sacó de asistente para tener la oportunidad de protegerlo haciendo que aquel año de cuartel le fuera lo más leve posible. Cobián tenía 25 años cuando comenzó a hacer la conscripción.
El teniente 1º lo tenía para que lo atendiera y le daba franco más de lo acostumbrado. Después de las horas de instrucción llegó a concederle permiso para que estudiara en el piano del Casino y mirara sus borradores. En una oportunidad se hallaba armonizando un tango que ya había tenido en mente con anterioridad, al que terminó de darle forma. Lo tituló “A pan y agua” influenciado seguramente por el calabozo del cuartel. Se lo dedicó a su viejo maestro Numa Rossotti.
Todos los 29 de mayo se festeja en los cuarteles el día del Ejército Argentino. En esa oportunidad Cobián fue invitado por el teniente 1º a dirigir la banda compuesta por músicos, algunos de ellos italianos, asimilados. Cobián accedió al honroso cargo. Los componentes de la banda ya se hallaban reunidos en la plaza de armas con su director, un hombre cuya edad madura contrastaba con el uniforme que lucía con el grado juvenil de subteniente. De pronto apareció Cobián muy sonriente luciendo con gallardía su uniforme de soldado raso. Se cuadró militarmente haciendo sonar sus talones, ante el director de la banda, saludándolo, quien le entregó la batuta con una sonrisa irónica, retirándose hacia el Casino.
Cobián se colocó al frente de los músicos y luego de tomar una serena pose de circunstancia comenzó a dirigir la marcha del regimiento como un auténtico maestro, a cuyos acordes marciales comenzaron a salir del Casino los jefes y oficiales para escucharlos con solemne fervor. Al terminar fue muy aplaudido y luego de esta apertura dichos jefes y oficiales regresaron al Casino, mientras la Banda continuó desarrollando un programa de música militar alternado con algún vals de Strauss y algunos tangos entre los que figuraban su “A pan y agua” del que ya había escrito días antes la orquestación para ese fin.
Durante los intervalos, Cobián no cesaba de correrse hasta la Cantina del regimiento para hacer una pausa refrescante y beberse unas botellas de cerveza.
Al terminar su recital, ya cerca de las ocho de la noche, el desaprensivo conscripto-director considerando que los músicos habían ejecutado como bravos maestros, los reunió felicitándolos y por su cuenta y riesgo les otorgó, como la cosa más natural, el inusitado premio de una semana de franco.
Al día siguiente a la hora acostumbrada de la mañana llega al cuartel el director de la banda para realizar el ensayo de rutina viendo con sorpresa que aún no había llegado ninguno de los músicos. Muy alarmado por este acto de indisciplina dio de inmediato cuenta al Ayudante del Regimiento, quien más sorprendido aún por tan extraña ausencia dio enérgicas órdenes a los estafetas para que salieran a buscarlos a sus respectivos domicilios. Mientras tanto mandó llamar al soldado Cobián para indagarlo sobre tan insólita novedad, el que reconoció haber sido quien otorgó ese “franco”. Inmediatamente fue llevado arrestado a la Guardia con una pena de diez días de calabozo.
No había transcurrido una hora, cuando comenzaron a aparecer los sorprendidos músicos de la banda. El director que los estaba esperando junto al oficial de guardia le comunicó a éste que por orden del Ayudante a medida que fueran apareciendo los fuera dejando arrestados en el calabozo. Así lo fue haciendo el oficial alojándolos en el mismo calabozo donde ya se hallaba Cobián, quien algo arrepentido al ver sus compungidos semblantes los iba saludando como pidiéndoles disculpas. Uno de los músicos italianos dirigiéndose a Cobián le preguntaba indignado: “¡Che cosa hai fatto, maestro…!”
Cumplido el año y tres meses de recargo salió licenciado en enero de 1922, a los 26 años de edad.
Muy poco tiempo después de su licenciamiento conoció a Enrique Cadícamo. El encuentro se produjo en la reunión llevada a cabo en una suntuosa mansión (José E. Uriburu 1222) perteneciente a un prestigioso Juez, que era además crítico de arte y que tocaba admirablemente el violín. Cadícamo había sido invitado por el pianista Julio Rossi, muy allegado al dueño de casa y se sorprendió gratamente cuando lo vio aparecer a Cobián, amigo del Juez por afinidad artística, como la mayoría de los invitados. Ahora Cadícamo podía verlo de cerca, sin perder detalles personales, ya que siempre lo había visto a distancia cuando iba a escucharlo al “L’Abbeyé”.
Eran pasadas las dos de la madrugada cuando alguien le recordó que ya era hora de que se sentara al piano. Inmediatamente hizo escuchar a los presentes “Shusheta”, “Almita herida”, su insólito tango “El gaucho”, “A pan y agua”, “La silueta” y por último “Pico de Oro”. En tales circunstancias Cadícamo conoció personalmente a Juan Carlos Cobián.
Enrique Delfino se desvincula del “Cuarteto de Maestros” integrado por Fresedo, Tito Roccatagliata y Agesilao Ferrazano, que por espacio de varios meses estuvieron unidos con permanente éxito. Cobián, recién licenciado de la conscripción, es invitado por Fresedo para reemplazar a Delfino y comienza a actuar en embajadas y residencias del Barrio Norte. Nuestro pianista, después de su larga permanencia en el cuartel, volvía ahora a su elemento comenzando a ganar dinero y relaciones.
Una tarde del verano de 1922, Osvaldo Fresedo con su sexteto, sale en tren para Mar del Plata, a inaugurar la temporada del “Ocean Club” y del “Club Mar del Plata”. Finalizada aquella brillante temporada marplatense, regresan a Buenos Aires, donde Fresedo lo lleva a grabar con el sello “Victor”, una serie de tangos, entre los que subyugó por su alta inspiración el titulado “Snobismo”. Volvía a entrarle dinero en sus bolsillos que se disipaba en sus manos apenas lo recibía.
Ahora arrendaba un departamento en la calle Lavalle, junto al cine “Paramount”, en el que no faltaba su piano de cola. Por entonces mantenía relaciones con Concepción A., una cupletista española mayor que él que actuaba en las salas de varieté. Ella, enamorada pero también algo desilusionada de la conducta irregular de Cobián, un día resolvió firmemente por amor propio, poner término a aquellos amores que tan sólo le proporcionaban desavenencias, celos y muy contadas veces alegrías. Entonces para poner distancia entre ambos, proyectó un imprevisto viaje a los Estados Unidos, probando suerte en los teatros de Nueva York.
Con posterioridad, Cobián forma su propia orquesta integrada por músicos de jerarquía como lo eran Julio de Caro, Agesilao Ferrazano, Pedro Maffia, Luis Petrucelli y Humberto Constanzo, debutando en el “Abdula Club”.
Mientras diversas aventuras galantes giraban en torno del “Chopin del Tango”, continuaban llegando cartas de su amante que seguía trabajando en Nueva York; y finalmente decide viajar a Estados Unidos para reunirse con ella. Al dinero que había logrado reunir le agregó el producto de la venta del piano y los muebles de su departamento de Lavalle. Luego desintegró el conjunto y se embarcó en el lujoso transatlántico norteamericano “Southern Cross” en first class y con cuarenta mil pesos argentinos convertidos en dólares, una pequeña fortuna para un bohemio.
Durante los primeros días de navegación permaneció casi siempre encerrado en su camarote, hasta que una noche se vistió de riguroso smoking para bajar al comedor. Con la consiguiente y grata sorpresa, lo primero que ve es cenando a su poderoso amigo y admirador, el banquero Carlos Alfredo T., uno de los distinguidos dueños asociados a los capitalistas que habían fundado el suntuoso “Abdulla Club”; personaje de alto rango social y sólida fortuna.
Durante la travesía, el lujoso salón de fiestas, el bar o el salón de fumar, se veían animados por estos dos bulliciosos amigos. Mientras Cobián tocaba el piano, el champán y el scotch corrían como las olas que a veces trepaban mojando la cubierta del deck. En esta cordial camaradería transcurrieron veloces los 18 días de su viaje.
Carlos Alberto T., que hablaba el inglés como el castellano, que era su lengua nativa y conocía Nueva York como Buenos Aires, hacía de hombre guía para Cobián. Un día lo invitó a comer a un restaurante hispano de “Greenwich Village” juntamente con dos damas invitadas. Una de ellas era una excelente pianista, compositora y además millonaria, autora de los valses mundialmente conocidos “Ramona” y “En una aldea de España”. Su nombre era Mabel Wayne; una encantadora aristócrata.
En uno de los ángulos del comedor había una tarima y sobre ésta un piano de cola, al que luego de una entretenida sobremesa, Cobián fue invitado por ambas damas a sentarse. En homenaje a la autora presente en la mesa, ejecutó con lucimiento el vals “Ramona”, después del cual quisieron escuchar, según ellas, tangos de las pampas argentinas. Entonces nuestro músico turista ejecutó “El choclo”. Como al terminar fue muy aplaudido continuó ejecutando algunos de sus últimos tangos.
Luego de 15 días de no haber tenido noticias de la cupletista, Cobián se dirigió a la dirección que ella le había estado enviando a Buenos Aires al pie de la carta. Al verlo lo abrazó y comenzó a llorar desconsoladamente, mientras le pedía perdón por no haber podido ir a recibirlo al puerto. Cobián pasó todo el día y la noche con ella, prometiendo volver, pero luego pensándolo fríamente resolvió no regresar más y dar por terminada aquella amistad.
El pianista jamás había experimentado ninguna pasión romántica en amistad o en amor. Tenía la habilidad de abandonar a tiempo cualquier compromiso que pudiera llegar a convertirse en algo serio.
En esa época en Estados Unidos no existían visaciones para los argentinos y se podía trabajar libremente sin ser molestado por las autoridades de “Migraciones”. De esta forma Cobián consiguió actuar en el “Mc. Alpin Hotel”, de la calle 34 y Broadway, al frente de un pequeño conjunto al que bautizó el gerente del establecimiento con el risueño nombre de “Argentine-Band”.
Por entonces en estas latitudes nuestra música no gozaba de muchas simpatías, razón por la cual Cobián se vio en la necesidad de interpretar también fox trots y otros ritmos en boga en el año 23. En realidad los pocos tangos que llegaron a Nueva York no habían salido de Buenos Aires sino de París.
Eran tiempos de la “Ley Seca” y la consecuente proliferación de gangsters.
El 12 de setiembre, dos días antes de la gran pelea del siglo, Luis Angel Firpo llegó de Atlantic City, instalándose en un departamento de la calle 94, donde también vivía el virtuoso violoncelista argentino Ennio Bolognini. Cobián lo supo inmediatamente y corrió a saludar al gigante y a su gran amigo, el músico.
La épica pelea con Jack Dempsey se llevó a cabo el día 14, y Cobián la presenció desde una alejada butaca. Luego del combate, se dirigió al lugar de encuentro fijado de antemano y con Firpo y su comitiva fueron a cenar al restaurante de un tal John Perone, italiano con muchos años de residencia en Nueva York, al que Firpo iba diariamente a comer los famosos spaghetti.
Luis Angel Firpo, olvidando su reciente hazaña, con buen apetito comió un bistec, y luego en la sobremesa, le pidió a Cobián que tocara unos tangos, siguiendo aquello hasta las primeras horas de la madrugada, en que el inolvidable Toro Salvaje de las Pampas se retiró para ir a descansar.
Al finalizar su actuación en el “Mc Alpine”, con su Argentine Band grabó en Columbia infinidad de placas con tangos, fox trots, charleston, paso dobles y zambas argentinas. Los discos fueron puestos de inmediato a la venta pasando desapercibidos por el público yanqui, pero vendiéndose en gran número en la colonia latina.
En una oportunidad pudo conocer al actor Rodolfo Valentino, quien actuaba en el Waldorf Astoria realizando un show titulado “The wild gaucho”. Pudo verlo actuar vistiendo rara indumentaria de gaucho sofisticado, bailando el tango húngaro “Jalousie” mientras hacía restallar de tanto en tanto su látigo. Cuando finalizó el ostentoso show, gracias a los buenos oficios de un amigo judío-norteamericano que había conocido en Buenos Aires, Cobián pudo saludar y conversar personalmente con Valentino. Todo terminó con la obtención de un contrato por ocho semanas como director y asesor musical de show y aparte para ejecutar en “solos de piano”, tangos argentinos. Llegó a aconsejarle a la estrella de que “Jalousie”, no perteneciendo a nuestra música ciudadana, resultaba un incalificable parche en aquel ostentoso espectáculo. Días después, aquel tango europeo fue reemplazado por “El Choclo, de Angel Villoldo.
Nuevamente comenzó a entrarle dinero con el que hacía verdaderos driving para calafatear sus deudas. Sin embargo a las dos semanas se terminaron sorpresivamente las actuaciones de Rodolfo Valentino en el Waldorf. Los contratos firmados por la estrella al productor cinematográfico de Hollywood prohibían terminantemente toda actuación artística del mismo fuera de los estudios. Terminado aquel show de la noche a la mañana, Cobián vuelve a quedar sin trabajo.
Mientras tanto un 29 de setiembre del 24 fallece su amigo Eduardo Arolas en el Hospital Bichat de París y el 7 de octubre de ese mismo año, fallecía en Buenos Aires Tito Roccatagliata. La muerte había pasado el dedo borrando dos nombres de aquel lejano y singular trío del que ahora sólo quedaba Cobián.
Con posterioridad emprende una gira artística de larga duración por el interior de los Estados Unidos, comenzando por Filadelfia, para seguir haciendo escalas y funciones en Baltimore, Washington, Chicago, Cleveland, Idaho, Montana, Wyoming, Oregon, etc., hasta los confines de Canadá. La gira duró veinte semanas.
En agosto de 1927 nuestro pianista comenzó a sentir la morriña de los desterrados. Habían transcurrido cuatro años desde su llegada. Encontró en su haber saldos favorables: días de bienestar económico, aventuras sentimentales, oportunidades para casamientos ventajosos, horas alegres y horas grises, reveses que se habían resuelto por sí solos favorablemente, había aprendido tres cosas útiles: primero, el idioma italiano, luego el inglés a la perfección, y por último, el género de jazz, que ejecutaba impecablemente.
Nuestro bohemio emprendió el camino de regreso a Buenos Aires embarcado en el lujoso transatlántico “American Legion”.
A su regreso comienza a ser efectiva su relación musical con Enrique Cadícamo. Por aquí el tango continuaba teniendo muchas fuentes de trabajo. En los cafés de la calle Corrientes las orquestas típicas mantenían encendido el fuego sagrado de los porteños en dos locales que eran catedrales: El Café Nacional, donde actuaba Anselmo Aieta, y el Germinal. En los cines de la calle Lavalle, Julio de Caro era la orquesta representativa; también eran triunfadores en esa calle los directores de orquestas típicas Angel D’Agostino, Eduardo Donato, Pedro Maffia, Juan D’Arienzo, Luis Visca y otros excelentes maestros.
Alfredo Améndola terminaba de abrir una fábrica de discos llamada “Electra”, y queriendo reforzar el elenco de intérpretes que tenía contratados, mandó llamar a Cobián, el que a pesar de sus cuatro años de ausencia seguía siendo un admirado artista del tango. Había acordado una participación en la venta de los discos, aparte del pago en el acto de cada grabación. Esta actividad le dejó un margen como para reforzar sus economías.
En el 28 comenzó a ensayar sobre arreglos especiales para dos pianos hechos por él mismo, con un joven y excelente pianista llamado René Cóspito, uno de los tantos elementos nuevos, admiradores de Cobián.
Formando parte de un magnífico conjunto integrado por Luis Petrucelli, Ciriaco Ortiz, Elvino Vardaro, Humberto Constanzo, Fausto Fronteras, Luis Minervini y como cantor el inolvidable Francisco Fiorentino, comienza a grabar en el sello “Victor” una serie de tangos, entre los que figuraban: “El único lunar”, “Ladrón”, “Rey de copas”, “Me querés”, “Vení, vení”, “Lamento pampeano” y otros.
Cobián se muda al mismo edificio donde vivía Enrique Cadícamo, en Talcahuano al 300. Cierto día le pidió que le adaptara la letra a sus primeros tangos que “Breyer” había transferido a “Ricordi” y ésta a su vez había publicado: “A pan y agua”, “Pico de oro”, “Shusheta”, “Mosca muerta” y a cualquier otra de sus composiciones, puesto que había descubierto en él a un colaborador que poseía la dualidad de aprenderse la música antes de adaptarle los versos.
En aquel año debutó en el Teatro Buenos Aires una impetuosa compañía de revistas brasileñas, incorporándose Cobián al elenco como solista de piano para ejecutar nada más que tangos. Con ella realizó una gira por algunas plazas importantes del interior del país, hasta que la compañía volvió a Brasil.
Mientras tanto Cobián volvía a tener en su mente un proyecto para seguir adelante, por cuanto sus cosas no andaban como para dormirse en los laureles. Con la colaboración de unos jóvenes artistas de su amistad, se decide a abrir un “Conservatorio de Música y Canto”. Sin embargo, debido a la escasez de fondos como para equiparlo correctamente, este emprendimiento nunca llegó a funcionar de la manera que Cobián hubiese querido. No tenía ni muebles ni alumnos.
La compañía de revistas brasileña regresa de Río de Janeiro y de inmediato es incorporado al elenco saliendo de gira y dejando abandonado el Conservatorio. Sin embargo el director de la compañía, abrumado por las deudas contraídas por la desastrosa temporada, se embarca de la noche a la mañana para Brasil, dejando el tendal de acreedores. Cobián fue uno de los que quedó sin percibir un solo peso.
Con posterioridad forma “El Cuarteto Buenos Aires”, integrado por él al piano y cuatro voces pacientemente elegidas: tenor, tenor ligero, barítono y bajo; Gentile, Elizalde, García y Tagliacozzo. Su representante artístico los presentó en el Monumental a la gente de prensa y posibles candidatos para contratar el número. Era la primera vez que se iba a escuchar en Buenos Aires una manifestación de arte menor de tal envergadura artística. El cuarteto salió a escena vistiendo ropas sofisticadas de oficiales de Marina, luciendo Cobián uno de graduación superior como director del conjunto. Luego de un repertorio de diez canciones, la mayoría tangos, finalizó la actuación con un nutrido aplauso de los empresarios y periodistas. Quince días después comenzaron a actuar con singular éxito en salas de cine, teatros y radio; pero al año, su creador se desvinculó del cuarteto. Cobián no era hombre de eternizarse en una tarea duradera, su inquieta bohemia lo llevaba a cambiar de sistemas.
La compañía brasileña de Jardel Jércolis se hallaba terminando de montar una espectacular revista en Río de Janeiro, con la que debutaría en la temporada oficial del Teatro Joao Gaetano. Y, tal cual se lo había prometido a Cobián en Buenos Aires luego de su fracasada temporada, lo hizo ir contratado para hacerlo triunfar y colocarlo artísticamente, según su expresión, “a la altura del Corcovado”. Tal era la admiración que sentía por el pianista.
Cobián estaba alojado en el mismo departamento que Enrique Cadícamo, quien se hallaba en Río de Janeiro participando en la filmación de la película titulada “Noches Cariocas”.
El debut se produce una noche en el Casino de Urca, estando nuestro pianista al frente de una magnífica orquesta de jazz, compuesta por 25 integrantes, todos excelentes músicos brasileños. Cobián seguía cosechando aplausos, aventuras galantes, dinero y amigos.
Regresa a Buenos Aires los primeros días de febrero de 1936. El 5 de dicho mes llegan los restos de Carlos Gardel desde Colombia, y juntamente con Enrique Cadícamo concurre al velatorio que se realizó en el Luna Park. Toda la ciudad lloraba por su ídolo muerto.
A los pocos meses, Cobián es solicitado para inaugurar una lujosa boite, llamada “Charleston”, en la calle Florida casi esquina Charcas. Así volvía a entrar en uno de sus ciclos favorables debutando en la magnífica sala al frente de una orquesta integrada, entre otros músicos, por Cayetano Puglisi, Ciriaco Ortiz, Aníbal Troilo y el cantor Antonio Rodríguez Lesende. Aquella sala concurrida por el más selecto núcleo de amantes del buen tango reintegró a Cobián a sus buenos tiempos del “Abdulla Club”.
Fue en “Charleston” que estrenó en la voz de Lesende el famoso tango “Nostalgias”, con música suya y letra de Cadícamo, y que los habitués le hacían repetir hasta el cansancio. Aquel tango los transformó en los autores de moda. Inmediatamente crean otro de sus magníficos temas: “Nieblas del Riachuelo”.
En menos de seis meses Cobián volvía a ser estrella del Tango en Buenos Aires. Ahí, en “Charleston”, habían vuelto por sus fueros él y su piano. Abandona el petit hotel de la calle Talcahuano donde se alojaba temporariamente y se instala en un lujoso departamento de Arenales al 1000.
Los viernes de madrugada se retiraba del “Charleston” para pasar sábado y domingo en el campo, donde una aristócrata amiga poseía una estancia modelo a 90 kilómetros de la calle Florida, hacia el Sur, camino a Mar del Plata. Los días lunes regresaban con el tiempo justo para iniciar su actuación en Radio El Mundo con su Trío Nº 1.
En determinado momento decide casarse con su amiga (N. M. G.). Cobián con el apogeo de su triunfo quiso aumentar el lustre de su reinado del tango con la creación de un aristocrático casamiento y. sin pensarlo mucho, acostumbrado a hacer las cosas de la noche a la mañana, de común acuerdo, se preparó para dar el salto nupcial hasta la vecina orilla. Era una precaución para ambos contraer matrimonio en Montevideo para dejar una puerta abierta en caso de divorcio.
Se desvinculó de la orquesta y se embarcó con su futura esposa para Montevideo, donde llegaron de incógnito. El casamiento se llevó a cabo dentro de la mayor reserva, ante la presencia de dos testigos profesionales. Una semana después llegaron a Buenos Aires.
Cobián decide ser el empresario de su propio espectáculo, así fue que alquila la moderna sala del Teatro Politeama, con el aval económico de su flamante esposa. Una semana antes de los carnavales comenzaron a promocionarse con avisos en los diarios y afiches murales “Los Grandes Bailes de los Carnavales de 1937 en el Teatro Politeama”. A lo largo de la Calle Corrientes desde Callao hasta Cerrito, se habían instalado altoparlantes para transmitir desde el interior de la sala, tan insólito bailable.
Las primeras noches fueron a sala llena, pero las siguientes se sucedieron con disminución de concurrentes y en el último baile tocaron para un grupo tan reducido de público que Cobián juró no volver a meterse jamás como empresario.
Dos meses después parte con su esposa para Europa. Luego de una estadía de tres meses en París decidieron hacer una gira turística por Suiza, Italia y España. Sin embargo la vida en común con la aristócrata comenzaba a deteriorar aquel casamiento realizado en Montevideo. Cuando llegó el día de preparar el regreso a Buenos Aires el pianista le hizo saber sus deseos de permanecer en París. Todavía el tango estaba de moda en la Ciudad Luz. Su viejo amigo el “tano” Genaro, que se hallaba trabajando en París, se había entusiasmado con la idea de tenerlo a su lado no sólo como pianista sino como socio-director de su orquesta; le había rogado que se quedara a trabajar con él.
Cobián pensaba que volver a Buenos Aires significaría romper para siempre con las actividades de su profesión para pasar directamente a una vida de burgués llena de comodidades junto a su mujer. Sin embargo decide regresar.
Incapacitado para llevar una vida matrimonial sólida, al tiempo se separó. La realidad fue que ella quiso librarse de él. Para llevar sus planes adelante su esposa le hizo a Cobián un depósito de $50.000 dólares en el National City Bank de New York, con la condición de ser cobrados personalmente. Buena excusa para alejarlo de su casa, de la ciudad y del país.
Una tarde lluviosa de aquel 1937, después de veintitrés años de ausencia toma la decisión de visitar la casita de sus viejos. Había pasado más de la mitad de la vida alejado de ellos dejando siempre para mañana su regreso. Y un buen día partió junto a un amigo, Mario Franz, con su flamante automóvil Hudson adquirido en la Exposición de París. Hubo peripecias en el viaje dado que en aquella época la ruta hacia Bahía Blanca era poco menos que intransitable y más en los días de lluvia cuando el agua anegaba los caminos de tierra.
Al llegar a la casita de sus viejos, el padre lo recibió sonriendo y mientras lo abrazaba reteniéndolo un largo rato entre sus brazos como cuando era niño estudioso, le decía con honda ternura: “Sabía que no me ibas a dejar cerrar los ojos sin verte antes….”. A la mañana siguiente salió a recorrer el viejo barrio de su niñez.
Ya de regreso a Buenos Aires decide emprender un nuevo viaje a Nueva York, siendo el motivo principal del mismo poder cobrar el dinero que le había depositado su esposa en el National City Bank. En esta oportunidad también invitó, pagándole el pasaje, a su amigo Enrique Cadícamo, quien esa misma tarde salió corriendo a vender su automóvil, su piano y a solicitar en “Sadaic” un préstamo sobre sus derechos de autor de cinco mil pesos, que le fueron acordados de inmediato. También se agregó al viaje el ventrílocuo Mario Franz, el mismo que había acompañado a Cobián en su viaje a Bahía Blanca. Así, en los primeros días de noviembre de 1937 los tres amigos se embarcaron en el lujoso transatlántico “Western World” rumbo a los Estados Unidos. La travesía duró dieciocho días.
Alquilan un departamento frente al Carnegie Hall, que fue arrendado a una mujer que resultó ser una famosa aventurera de la vida galante, llamada Madama Ruth, que vivía en ese mismo edificio. Esta dama tenía especial trato con todo aquello que perteneciera al movimiento artístico. En años anteriores había sido la preferida de Bing Crosby. Desde el primer día que alquilaron, entre ella y Cobián se había iniciado una íntima amistad, que corría el riesgo de transformarse en concubinato.
Un día conoció a una joven rubia sofisticada, alta, elegante, que pasaba modelos en una elegante casa de modas de la 5ª Avenida, se llamaba Kay O’Neil, y puede decirse que se enamoró de Cobián a primera vista.
En el momento álgido de su relación con Kay y no sabiendo como librarse de Madame Ruth, la policía llegó en inesperada ayuda de Cobián al llevársela detenida por trata de blancas. Libre el camino, Cobián pudo entrar de lleno en su romance con la rubia Kay.
En Nueva York seguía habiendo poco interés por nuestra música. De manera que, al no poder trabajar, continuó gastando el dinero que le había depositado su ex esposa.
Un día se reencuentra con su amigo Rudy Vallée, músico, cantante y actor estadounidense, quien se hallaba de paso en Nueva York y a la mañana siguiente debía salir para Hollywood. Le dice que estaba seguro que podía haber una oportunidad para que actuara como solista de piano en alguna de las secuencias de una película que iba a filmar. Le dejó su tarjeta y le rogó que no dejara de verlo.
Aquel asunto no era como para dejarlo caer en el vacío. Rudy Vallée tenía prestigio como para darle a Cobián una de esas difíciles oportunidades que los norteamericanos llaman chance. Pero no fue, tenía a veces un orgullo desmedido que le hacía perder brillantes oportunidades. Ni quería rebajarse en pedirle nada a nadie, aún necesitándolo.
Luego de permanecer tres meses en Nueva York, le pide a Cadícamo que lo acompañe al registro Civil porque la noche anterior había decidido casarse con Kay, aduciendo que además de hallarse enamorado, el casamiento lo iba a favorecer en algo, puesto que las leyes de aquel país toman muy en cuenta para los casos laborales, cuando un extranjero contrae matrimonio con una norteamericana. En cuanto se casara, quedaría automáticamente protegido por las leyes de trabajo. El casamiento se llevó a cabo el 1º de febrero de 1838.
Mientras tanto nuevas frustraciones fueron deteriorando las finanzas de Cobián, al igual que las de Cadícamo. Por ello éste último decide retornar a Buenos Aires.
En 1942, Estados Unidos se hallaba en guerra. Al tener conocimiento de que a su amigo Pancho Rosquellas lo habían enrolado en el “Servicio Auxiliar” y que a él lo habían enlistado también para ir a servir al Gobierno, Cobián se fugó de la noche a la mañana junto con unos amigos bailarines mexicanos que actuaban en Nueva York, embarcándose con ellos a México. Por entonces ya se había concluido su matrimonio con Kay.
Ante su caótica situación, Cadícamo le envía el dinero para que adquiera el pasaje de vuelta a Buenos Aires, a la par que se aboca a conseguirle un contrato digno de su talento. Así logra que el director artístico de Radio El Mundo lo contrate en 1943 para que al frente de una gran orquesta típica devolviera a Buenos Aires sus tangos extraordinarios.
Como diría Carlos G. Groppa: “Indudablemente y no obstante poseer un enorme talento, su desenfrenada vida bohemia, sus borrascosas aventuras sentimentales, la despreocupación por ganar y gastar dinero, su limitada fluencia idiomática, su falta de visión para sacar ventaja de las oportunidades y el orgullo al rechazar ofertas únicas quebraron sus posibilidades de triunfar en los EE.UU.. Como consecuencia, destruyó sus posibilidades de divulgar un auténtico tango no sólo en ese país sino en el mundo entero por medio del cine de Hollywood”.
Luego, “se alejó de la actividad musical voluntariamente, recluyéndose en su modesto departamentito de la calle Montevideo”, según recordaba ese maestro de historiadores que fue Luis Adolfo Sierra.
El 10 de diciembre de 1953 falleció luego de una intervención quirúrgica que se complicó como consecuencia de su alergia a los antibióticos. Ese día, dejaba este mundo. Tenía 57 años, pero había conocido la vida como si acabara de cumplir un siglo. “¿Había algo que hacer en la tierra después de haberlo conocido todo?”, dijo al respecto Enrique Cadícamo, su colaborador de siempre.
Fuente
Cadícamo, Enrique – “Juan Carlos Cobián”, Editorial Corregidor, Buenos Aires (1994).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
González Groppa, Carlos – Juan Carlos Cobián en Nueva York – Tango Reporter
Portal www.revisionistas.com.ar
Selles, Roberto – Semblanza de Juan Carlos Cobián
Turone, Oscar A. – Juan Carlos Cobián, “el infractor”.
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