Es curioso como Juan Manuel de Rosas manejaba la menuda administración en sus menores detalles. Su visión poseía algo de maravilloso para seguir hasta en los pueriles desenvolvimientos una pequeña suma de dinero. Donde había un centavo del Estado allí estaba el vigilante control frunciendo el ceño al descuido, penetrando la sombra de una cuenta dudosa o escarbando la inversión con el afán de un perdiguero tras el rastro vago del lepórido.
Había que decirle hasta de la manera cómo se consumían las velas del culto en la lejana capilla de campaña. Si piden veinte ¿por qué no piden quince como en el mes pasado? y ¿por qué se consumen tan pronto? ¿será que el mismo clérigo del “Fuerte Argentino” alumbra con ellas sus nocturnas soledades? ¿las vende? ¿las regala? El asunto de las velas se debate gravemente en tres o más notas que tengo a la vista, cambiadas entre el comandante de la Batería de la Ensenada, Juan Rebol, y de las cuales resulta que el regateo del Restaurador no permite “que las dos arrobas de velas, a razón de catorce diarias para el consumo, alcancen para todas”.
Un recibo encontrado después, me revela al Gobernador dejándose conmover, y al comandante José María Velázquez logrando obtener “trescientas treinta y una velas más”, en cajones de tal o cual clase “recibidos del Excmo. Señor Gobernador de la Provincia, Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes”.
Siguiendo este procedimiento, debían de comunicarle directamente a él todo acontecimiento, grande o chico, en que pudiera verse comprometido un peso del Estado: la muerte del oficial que dejaba dinero, el número de cueros de consumo o epidemia en cada fortín, campamento, pueblo militar o estaqueadero del Estado; las frasqueras de ginebra entregadas al cacique o capitanejo, la yerba, el azúcar, el maíz o la fariña que consumía cada tribu amiga.
Otras veces era el pilar de ñandubay de las puertas de un potrero caído a causa de un temporal, otras el poste del corral, el apero del asistente perdidoso, cuando no la indispensable “botella de vomi- purga Leroy del cuarto y tercer grado”, reclamada por la quebrantada salud del soldado a merced de la terapéutica económica y natural regateo del Restaurador.
Y frente a la enorme montaña de papeles del despacho diario y con aquella prodigiosa facultad de trabajo que le caracterizaba, ni un momento siquiera trepidó su memoria. Tenía al dedillo hasta el menudo movimiento administrativo de la Provincia, y para mejor economizar todo lo que sus escasos elementos industriales se lo permitieran, hacía fabricar bajo sus ojos, y dentro del radio de la terrible influencia, cuanto objeto de uso doméstico era posible.
Santos Lugares parecía una pequeña ciudad industrial. Aproximadamente había allí seis mil hombres, a la par de soldados, obreros, mecánicos y aprendices. Grupos numerosos de mujeres condenadas por delitos correccionales, las esposas y queridas de las tropas, se ocupaban en trabajos de sastrería y costura, bajo la grave dirección del gallego Callejas, asmático y por ende renegón, que comparaba las mujeres con los ratones y las tenía en un puño.
La carpintería trabajaba dirigida por un obrero de San Fernando, de apellido Nogueiras; la herrería por Lobatón, cuya especialidad eran los grillos gruesos y pesados y las largas moharras pampas flamígeras, de las lanzas federales. Bonifacio Doistua, un asturiano silencioso y de gigante estatura, sargento del famoso batallón “Nueva Creación”, mandado por Antonino Reyes, desempeñaba las funciones de armero; hábil, fuera de toda ponderación, para transformar la vieja y desvencijada tercerola, enviada por el comandante de campaña, en un perfecto instrumento de guerra.
En ningún campamento o juzgado se inutilizaba un objeto sin venir a las usinas de Santos Lugares o del Parque a experimentar su renovación o consagrar su definitiva inutilización. Baste decir que las viejas vainas de sables, las hojas rotas y melladas tenían que pasar por las manos de Doistua, de donde salían convertidas en lustrosos machetes para las policías rurales o en cuchillos y punzones para usos industriales; sin arte o pretensiosas cinceladuras, si se quiere, pero con aquella solidez y fidelidad que era lo único que le exigía Rosas.
Así era todo: vigilante hasta en el pequeño ahorro, cuya acumulación encierra tantas virtudes para el acrecentamiento de la fortuna. Duplicaba su admirable fuerza de atención y la distribuía tan bien en la multiplicidad del detalle en que estaba basada su administración, que resultaban verdaderos recursos de tan infinitesimales operaciones.
Un peso del sobrante de los pagos hechos al piquete de la “Guardia Argentina”, devuelto por el edecán de S.E.; otro peso que sobró del pago de enganches en el “Fortín Colorado”, por enero; otro sobrante que no pasaba de dos pesos; otro que sólo llega a seis en la distribución de una gruesa suma del rancho de la escolta suya, etc. En una nota en la que el coronel Ravelo le comunica el precio, un poco subido, de los gorros colorados, Rosas pone al pie esta resolución que da una idea de sus principios de intransigente economía: “son muy caros, pelearemos en cabeza”.
¡Qué precauciones y celosa avaricia gaucha en el cuidado y distribución de los caballos! Como que se había dado cuenta de su trascendental papel en la guerra argentina, cuya historia nos enseña más de una hazaña ganada por su sola y oportuna intervención. Se veían en su presupuesto gruesas sumas destinadas a su cuidado, mucho más paternal seguramente que para la humana grey que gobernaba. Era una pasión de campesino, fomentada por el sentimiento de la utilidad.
Las circulares llevando minuciosas instrucciones, salían profusamente de la Casa de Gobierno y volvían rápidamente contestadas satisfaciendo mil preguntas y curiosidades que necesitaba para su administración. De día “debían estar con muchísima extensión y de noche sin rondarlos ni encerrarlos: tenerlos en pastoreos bien extendidos”, pues “el animal descansa así mucho más y el sueño es tranquilo y se revuelca a sus anchas”. Para la toilette y las enfermedades, igual esmero: “las colas tratarlas con cuidado, no debiendo nadie cortarlas, cercenarlas ni marcar ninguna parte del cuerpo”. Si se enfermaban del lomo o se mancaban, los curaban según sus órdenes e ingredientes, cuyas recetas él mismo escribía guiado por una posología criolla de “puñados” y “narigadas” y en la que entraba toda una triaca de remedios prestigiados por el uso popular: “tomar raíz de guaycurú, echarla en grasa de potro”, luego hacer esto y lo de más allá, manteniendo el animal de ésta o de aquella manera, que detallaba con minuciosidad.
En el presupuesto de 1849, figuraban sesenta y ocho incisos de piquetes y escuadrones destinados a las invernadas. Casi un ejército distribuido en toda la Provincia y con un personal de oficiales, capitanes, tenientes, alferéces, sargentos, jueces de paz y alcaldes, todos ellos figurones y consulares de su pueblo. Elegidos entre los más eximios catedráticos de hipología, gozaban de una generosa dotación de sueldos. En todos los “partes” debían dar cuenta del total de las manadas, del número de “madrinas” que tuvieren y de sus respectivos cencerros; de la cantidad de hombres a sus órdenes, con sus nombres, el regimiento a que pertenecieren, la filiación y comportamiento de cada uno.
En cuanto a la gordura, estado de los campos, calidad de los pastos, etc., “cuántos de cogote duro o sin él, simplemente gordos, flacos o charcones; cuántos de los que no han acabado de sanar del lomo, cuál la extensión del campo en donde se hallan, altura y calidad de sus pastos, si son azucarados, duros o amargos, lugar donde están las caballadas y nombre de las estancias inmediatas”.
Todavía hay algo más curioso en este asunto; y entro en tanto detalle, porque son rasgos que tipifican sus peculiaridades administrativas. Los partes debían ser enviados cada veinte días, conducidos por un soldado del piquete y para tener completa impresión del estado de gordura, uniformando el criterio de apreciación, “uno de los conductores del parte debía llevarle un caballo que a juicio del jefe podía considerarse como gordo, otro mediano y otro flaco”. De esta manera sabía cuál era el valor que debía dar a las clasificaciones y las seguridades con que podía contar en la distribución de los auxilios, según la rapidez o resistencia con que necesitara concurrir a determinado punto.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Ramos Mejía, José María – Rosas y su tiempo, Buenos Aires (1907)
Todo es Historia, Año VII, Nº 73, Buenos Aires, Mayo 1973
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