En el breve libro “La casa por dentro” hay materiales de valor para un estudio sociológico de Buenos Aires. Su autor habitó un conventillo de la calle Esmeralda, tuvo la amistad de José Torres Revello –entonces izquierdista y pintor-, y finalizó sus días minado por la tuberculosis. En sus páginas pinta así un burdel pobre de su tiempo:
“La casa abría sus puertas a las cinco de la tarde. Era un local estrecho, cerrado, con techumbre de vidrio por la que se filtraba una luz rota, indecisa, y sucia. A la entrada había una escalera, que al subirse crujía sordamente y comunicaba a la habitación de arriba. Rodeaban el patio de la planta baja varios bancos largos, rústicos y manchados a trechos. En las paredes se veían figuras de hombres y mujeres en cueros, violentamente empastadas en púrpura y verde, propias para impresionar las retinas de campesinos.
Habría dos docenas de internas. Flacuchas, obesas, gigantes, menudas, de todos los tamaños, de todos los gustos, de todos los matices. Ostentaban trajes abiertos en la parte del pecho, de las mangas y la falda. Algunas parecían muñecas por su andar lento, por su vaivén frío, por sus ademanes breves; otras, antiguas cocineras, por su carácter agresivo, por su presteza en la acción, por sus mezquinos manipuleos; otras, cadáveres, como escapadas de la Morgue, por la finura de su piel hundida, por su aspecto de cansancio y por la cueva espectral de sus ojos.
Todas coincidían en usar trajes de colores fuertes. Así, había trajes de violeta subido, de verde loro, de amarillo rabioso, de rojo sanguinolento, de blanco y de azul, cada una tenía un nombre supuesto: Loli, Tórtola, Margarita, Julieta, Resedá, Niní, Mari, y para distinguirlas más, se agregaba el país de su nacimiento, como la montenegrina, la polaca, la francesa, la gallega, la argentina.
A eso de las cinco de la tarde, se metía de rondón uno que otro empleado u obrero del puerto. Llegaban con traza de aparente hastío o marcada indiferencia de viejo contertulio y cada cual elegía su lugarcito. Venía una fulana, se le sentaba sobre las rodillas y, entre un beso frío y un abrazo frío, le decía: ¿vamos? Entonces, si el mozo oponía resistencia, comenzaba el asedio de las otras, y más o menos, repetía la misma escena. A veces, un poco de hipocresía las hacía expansivas, melosas y ofrecían al cliente un trato especial, un momento de goce paradisíaco. Pero de noche, con el gentío creciente, todas iban y venían, todas pasaban y repasaban, sin detenerse, sin insistir, sin prometer mucho, yendo a la caza de aquel que, según el primer vistazo, iría en seguida. Se daba el caso de que una hermosa joven española que nunca descendía al patio de abajo, apoyada contra la barandilla de hierro, los pescaba con un picaresco guiño, una sonrisa y un llamado con el índice. En la semioscuridad, su vestido, sus ojos, su rostro ovalado, blanco, brillaban tentadoramente, y casi nadie rechazaba el influjo de su imán.
Una señora vieja, encogida, angulosa, traía en la mano derecha un diminuto Evangelio con ribetes de oro. Sus ojillos, de fulgor mortecino, desaparecían bajo las gafas. Era una mujer rica de hogar y devota, que iba por los antros del vicio a predicar el Nuevo Testamento. Criolla de origen, procedía a la manera británica, desafiando el ridículo, la falta de eco. Allí concurría todas las semanas y, rodeada de las irredimidas, les conversaba sobre el bien y el mal, sobre la buenaventuranza del Evangelio, sobre el significado de las parábolas, sobre los mandamientos. Les leía y releía los versículos que tratan de la pecadora que en la mesa del fariseo bañó con lágrimas los pies de Cristo y los secó con sus cabellos. Y siempre, al finalizar el capítulo, recalcaba la frase: “Los pecados te son perdonados” y cerrando el librito para sorprender el efecto de sus palabras añadía, paciente y ceremoniosamente: “Tu fe te ha salvado, ve en paz”. A modo de pasatiempo, también les leía cuentos candorosos y morales del humano Tolstoi, leyendas piadosas, vidas imaginarias de santos y versos ñoños que llenan los devocionarios. Les regalaba imágenes en yeso, relicarios, estampas y medallas benditas.
-Este es San José, guárdalo; esta figura representa la cena de Jesús con sus doce apóstoles, consérvalo, mi bien- Les decía cariñosamente oprimiendo con fruición el antebrazo de la obsequiada.
Entre las muchachas las había escépticas, pero que sin embargo acudían, porque en el fondo de todas, por sus mismas vidas, flotaba el velo de la superstición. La patrona, incapaz de arrobamiento místico, riéndose a jeta llena, negaba la existencia de un ser divino, y sin embargo permitía las reuniones, y hasta de vez en cuando, gorda y todo, subía atropelladamente la escalera para ir a escuchar la verba de la católica evangelista. Y eso en detrimento suyo, pues sólo en un mes le había sacado de la circulación a tres mujeres, colocándoselas de sirvientas”.
Fuente
Benarós, León – Un burdel pobre en Buenos Aires
Palazzo, Juan – La casa por dentro, Buenos Aires (1923)
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Todo es Historia – Año VI, Nº 70, Buenos Aires, Febrero de 1973
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