Pertenecen estas memorias a ilustrativa estampa de la provincia de Santiago del Estero en tiempos del brigadier general Juan Felipe Ibarra. Fueron publicadas el 19 de julio de 1925 en el periódico provincial “Santiago”, y constan de unos apuntes tomados por don Nicanor Roldán, partícipe de la fiesta del año 1848 que aquí se nombra. El historiador revisionista Luis C. Alén Lascano rescató la crónica al volverla a publicar en el año 1970.
Era el año 1848 cuando arribaron a Santiago los esposos Adolfo E. Carranza y María Eugenia del Mármol, de veintitrés años él, y quince ella.
La expectativa de la sociedad santiagueña fue grande al anuncio de la llegada de esta pareja y, a la verdad que había sobrada razón para ello. En primer lugar, por los antecedentes de don Adolfo, que actuaba en este centro con justos y bien merecidos prestigios, y luego, por haber elegido esposa en Buenos Aires, frustrando de este modo las esperanzas de más de una dama santiagueña, que se atribuía el honor de haber atraído las miradas de semejante buen mozo.
El gobernador Ibarra (1), cuyo credo era federal, no miró con ojos de satisfacción este casamiento, probablemente, por la vinculación que creía de los del Mármol con el poeta de este apellido; sin embargo, supo disimular, y llegados que fueron los recién casados, no tardó en hacerles anunciar su visita. Sabedores de que Ibarra manifestara tal idea, doña Petrona Santa Ana y doña Agustina Basualdo de Martínez, que habían acudido a cumplimentar a su pariente en cuanto llegó, previnieron e insinuaron a doña María Eugenia que a Ibarra le agradaría muchísimo que los recibieran ataviados con la divisa federal, y acto continuo, le hicieron que se colocara un mantón de Manila de color punzó, que la Santa Ana había llevado al efecto. Se hace anunciar Ibarra, y cuál no sería su sorpresa, cuando al penetrar en la sala se da con aquel cuadro tan a su paladar, que no pudo menos que prorrumpir en aplausos con fuertes palmoteos, y su entusiasmo llegó al extremo de abrazarla y decirle: “He creído una cosa y me encuentro con otra muy distinta. Mucho te aprecio como esposa de Adolfo, pero mucho más como federal”.
Dio en honor de los esposos Carranza – Mármol- la más grande de las recepciones hasta entonces vistas, pues superó a la del año 1841 en honor de don Manuel Oribe, como homenaje al triunfo de Quebracho Herrado y Famaillá.
El baile revistió proporciones inusitadas; se hizo gran derroche de lujo. Ibarra dirigió tales preparativos, invitando personalmente a las familias, recomendándoles puntual asistencia. Grandes eran los esfuerzos desplegados por las santiagueñas para competir con la dama porteña, a la que ya habían cumplimentado todas, sin excepción.
Llegados el día y hora señalados para el baile, un numerosísimo público se había estacionado en la puerta de la Casa de Gobierno, ansioso de no perder un detalle de aquella fiesta. Las damas se presentaron con todo el lujo posible, haciendo prodigios de arte en su atavío. Ibarra, que fue el iniciador de aquella fiesta, esperaba en la puerta a los nuevos esposos, vestido con su uniforme de general, acompañado de las familias de su predilección, las de Gallo, Jiménez y Santillán; llegaron los obsequiados, y un murmullo de general aprobación cundió en el recinto; iba vestida doña María Eugenia con traje de larga cola, adornada su cabellera con peinetón de carey y el reglamentario moño color punzó y ricas alhajas; protegía su talle con el consabido mantón punzó, tal era el rigor de la moda y la usanza de la época; a su vez don Adolfo iba vestido de chapona (lo que actualmente llamamos levita), chaleco punzó y sombrero de copa de ala estrecha, como era de moda también.
Ibarra invitó a don Adolfo a cambiar de compañera, ofreciendo su brazo a doña María Eugenia, y a la vez, don Adolfo invitó a la compañera de Ibarra, la señorita Escolástica Gallo, penetrando así a la casa.
Ya en el salón ¡cuál no había de ser la sorpresa de la concurrencia, cuando al señalar o indicar el asiento que debía ocupar doña María Eugenia, advirtieron que era “una tercera butaca dada vuelta”! (2)
Explicó don Juan Felipe el hecho de una manera que satisfizo a todos, por lo menos aparentemente. Fue, pues, doña María Eugenia objeto de esta distinción por parte de Ibarra, que pasando por alto las condiciones de tiempo que requería tal privilegio, ofrecióle aquella prerrogativa que muy pocas la habían logrado. Abierto el baile, doña María Eugenia fue invitada por don Carlos Achával (3) a bailar un minuet; ambos lo hicieron muy bien. Al terminar se sintió una descarga de fusilería en la plaza, porque así se había resuelto que se hiciera cuando terminara el baile.
Doña María Eugenia estuvo aquella noche “como una muñeca” pues era muy joven y bella.
Del programa de baile, no podía faltar el famoso “federal”, baile predilecto del partido rosista. Doña María Eugenia que fue prevenida de esta predilección de Ibarra, se mostró gustosa en aprenderlo, y a la verdad, que no debió haberlo aprendido con mucho trabajo, puesto que no era sino un minuet con ligeras variaciones y, que esta señora tuvo, naturalmente que saberlo como buena porteña.
De modo, pues, que a cierta hora, una voz unánime dominó el salón, pidiendo que se bailara un “federal”, y en seguida la indicación de “el general Ibarra con la porteña”. Formaron las parejas más renombradas en aquella pieza, y eran: doña María Eugenia con Ibarra y las tres hermanas Gondra, soberbias bellezas plásticas, con sus respectivos esposos, Santillán, Achával y Orgaz, al mismo tiempo que en otro cuadro figuraba don Adolfo con Escolástica Gallo, don Mauro Carranza (4) don Ángel Fernando Carranza (5) y don Manuel Taboada (6) acompañados respectivamente de Josefina Gallo, Carlota Achával y Carolina Jiménez. Estas parejas bailaron con tanto donaire, habilidad y gracia que arrancaron un estruendoso aplauso, tanto de la concurrencia de invitados como del pueblo que, desde las galerías contiguas presenciaba aquella escena, y más sorprendido quedó cuando terminada la pieza, el cura Pedro León Díaz Gallo arrojaba al salón baldadas de monedas de oro y plata, al mismo tiempo que los Carranza y sus íntimos, y el mismo Ibarra, arrojaban puñados de iguales monedas al pueblo, las que cayendo al pavimento hacían gran estrépito. Fue éste el momento culminante de la fiesta. Muchas damas en tal momento, emocionadas, derramaron lágrimas; y el mismo Ibarra, de quien se cuenta que al recordarle una dama la habilidad con que bailara su Francisco (asesinado ocho años antes, en una revolución) no pudo contenerse y se le vio llorar.
Clareaba el día, y el toque de campana en la iglesia de Santo Domingo, que era la señal convenida, inició el desbande, e Ibarra que había cumplimentado a la concurrencia durante el baile, se quedó hasta despedir desde la puerta de la Casa de Gobierno, al último convidado, y luego acudió presuroso al templo de su predilección, a prosternarse ante la Virgen del Rosario, como era de devoción y práctica.
Por Nicanor Roldán
Referencias
(1) General Juan Felipe Ibarra guerrero de la Independencia; al separarse la provincia de Santiago del Estero de la de Tucumán, lo eligió gobernador el 31 de marzo de 1820, con el rango de brigadier general. Desde entonces, con raras interrupciones, gobernó la provincia hasta su muerte acaecida en 1851, a los 72 años de edad.
(2) La silla dada vuelta hacia la pared se reservaba para la señora que el dueño de casa quisiera honrar, significando este hecho, una verdadera distinción.
(3) Carlos Achával, gobernador en 1851.
(4) Mauro Carranza, gobernador en 1841, y a la muerte de Ibarra, el pueblo reunido en la plaza lo eligió gobernador (1851), delegando después el gobierno en Achával. Fue también presidente de la Legislatura.
(5) Ángel Fernando Carranza, sobrino y ministro de Ibarra; diputado al Congreso nacional, junto con su amigo el coronel Manuel Dorrego.
(6) Manuel Taboada, primo de Ibarra, gobernador en 1851, desde el 5 de octubre al renunciar Achával. Fue gobernador en 1854, 1862 y 1867.
Recopilación de Gabriel O. Turone
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