Luego de la firma del tratado de Makau-Arana Francia abandonó su actitud hostil contra la Confederación. Levantando el bloqueo, entregando la Isla de Martín García y restituyendo los buques y el armamento pertenecientes a la Confederación Argentina, se colocaba, pues, en el terreno en que Rosas planteó la cuestión desde el año 1838; y Rosas quedaba en perfecta libertad para aceptar o no un tratado por el cual los súbditos franceses domiciliados en Buenos Aires fuesen tratados como los de la nación más favorecida, sin que el hecho de negarse a suscribirlo pudiese dar margen a reclamación alguna.
Esto mismo lo había declarado el ministro Arana a Mr. Roger y Rosas al almirante Leblanc en sus comunicaciones oficiales del año 1838; y en guarda del derecho perfecto de soberanía, y para que la mera suspensión de las leyes y principios vigentes en la Confederación no pudiese ser interpretada como un asentimiento tácito a las pretensiones de Francia relativas a sus súbditos domiciliados en Buenos Aires, el artículo 6º de la convención contenía esta declaración concordante con aquellas: “Sin embargo de lo estipulado en el artículo 5º, si el gobierno de la Confederación Argentina acordase a los ciudadanos o naturales de alguno o de todos los Estados sudamericanos especiales goces civiles o políticos más extensos que los que disfruten actualmente los súbditos de todas y de cada una de las naciones amigas y neutrales, aun las más favorecidas, tales goces no podrán ser extensivos a los ciudadanos franceses residentes en el territorio de la Confederación Argentina, ni reclamarse por ellos” (1).
Aprobada que fue la convención por la legislatura, y ratificada por Rosas, el plenipotenciario de Francia mandó enarbolar a bordo de la Alcémene la bandera argentina y saludarla con veintiún cañonazos. Este saludo fue retribuido por la plaza de Buenos Aires: la bandera francesa fue izada en el campamento de Santos Lugares y al día siguiente, el 2 de noviembre, el barón Mackau y su estado mayor visitaron a Rosas concurriendo en seguida a las fiestas con que se solemnizó el restablecimiento de las relaciones con Francia.
Se comprende, pues, que este modo de zanjar las dificultades con una nación como Francia, fuese considerado como un triunfo para la Confederación Argentina. Por la convención del 29 de octubre de 1840, el gobierno argentino obtenía de Francia lo que no había podido obtener ninguno de los Estados sudamericanos, sobre los cuales esa nación hizo pesar la influencia decisiva de sus armas. Casi todos esos Estados se habían visto forzados a suscribir las exigencias de la Francia engreída con el éxito de sus expediciones sobre México y sobre Argel. Sólo Rosas se resistió a ello con firmeza inquebrantable. Y lo positivo es que después de dos años y medio de inútiles esfuerzos para amedrentar y sojuzgar por la fuerza, Francia obtenía por la convención muchísimo menos de lo que había exigido antes y después del bloqueo.
Y ante tales resultados, Rosas debió comprender, que por enérgicos que fuesen los sentimientos que conducían la lucha política en esa época en que ni se daba ni se pedía cuartel, él no podía seguir estimulando con la impunidad los ataques contra la propiedad y la vida que se perpetraban en Buenos Aires en los meses de setiembre y octubre de 1840. Sea que quisiese alentarlos realmente, dejando hacer al fanatismo; sea que no se creyese con poder bastante para reprimirlos en los días tremendos de la crisis, cuando el mismo se creía perdido ante la doble invasión de Lavalle y de la escuadra de Francia, es lo cierto que alrededor de su influencia y de sus prestigios se haba organizado en toda la Provincia la resistencia a esa invasión. Cuando su partido quedaba triunfante y él más fuerte que nunca, debía, pues, reaccionar por obra de su propia autoridad, siquiera fuere para no aparecer como autor de esos atentados ante propios y extraños, ante las clases principales de la sociedad que se habían asimilado con su gobierno por la tendencia conservadora, tal como lo presentaban sus enemigos interiores y de Montevideo.
Eso fue lo que hizo Rosas dos días después de ratificar la convención con Francia. Partiendo de que no había sido posible reprimir la exaltación popular producida por la invasión de los unitarios, pero que era justo que un pueblo valiente y generoso volviese a gozar de la seguridad cuando acababa de afianzar sus derechos, Rosas expidió un decreto según el cual sería considerado perturbador del orden público y castigado como tal, cualquier individuo, “sea de la condición o calidad que fuere”, que atacase la persona o la propiedad de argentino o de extranjero. La simple comprobación del crimen bastaba para que el delincuente sufriese la pena discrecional que el gobierno le impondría; y el robo y las heridas serían castigados con la pena de muerte.
Y a objeto de cumplir lo pactado en el artículo 3º de la convención del 29 de octubre (2), Rosas nombró al general Lucio Mansilla comisionado ad hoc, para que acompañado del comisionado francés Mr. Halley se dirigiese al campo de Lavalle, le presentase dicha convención, y le manifestase franca y confidencialmente que el gobierno de Buenos Aires quería concluir la guerra sangrienta en que se habían los partidos empeñado, y que se prolongaría mientras Lavalle y sus amigos de Montevideo la alimentasen; que si Lavalle peleaba por la organización de su país, el medio que empleaba era el menos conducente a ello, pues las provincias perseguían un ideal político distinto del que a él le servía de bandera, y contaban con recursos suficientes, sino para triunfar, cuando menos para quitarle toda esperanza en el triunfo, como lo comprobaban los sucesos. Que la organización vendría como consecuencia del convencimiento de los partidos políticos, y de las mutuas concesiones que se hicieran. Que en semejantes circunstancias le ofrecía al general Lavalle las seguridades y garantías que pidiese, con tal que dejase las armas, pudiendo residir donde quisiese, si no prefería venir a Buenos Aires, donde sería reconocido en su grado y antigüedad sin perjuicio de ser investido en primera oportunidad con una misión en el extranjero. Rosas le recomendó al comisionado que persistiese en su cometido, aunque encontrara resistencia en el general Lavalle; y que al ofrecer análogas seguridades y garantías a los jefes que a éste acompañaban, recogiese de dicho general proposiciones, si no admitía las que él llevaba para terminar la guerra.
El día 22 de noviembre los comisionados llegaron en el Tonnerre frente a la ciudad de Santa Fe. Como Lavalle ya se encontraba a unas leguas de la ciudad, le comunicaron en nota oficial su arribo y sus objetos. Tres días después, Lavalle le dirigió una carta particular a Mr. Halley en la que, sin reconocerle carácter oficial, se limitaba a manifestarle que pensaría si debía o no tratar sobre el arreglo que se le proponía. A la nota oficial del comisionado argentino no respondió ni con un simple acuse de recibo. A pesar de esto, Mr. Halley resolvió trasladarse al campo del general unitario. Ajustándose a sus instrucciones, el general Mansilla acompañó al comisionado francés. El día 30 supieron que Lavalle acababa de ser derrotado en el Quebracho y prosiguieron su camino llegando dos días después al cuartel general de Oribe. Este les hizo saber que Lavalle se encontraba reunido con Lamadrid a inmediaciones de la villa de Ranchos, y que no continuaría sus operaciones por el momento. Allí se dirigió el comisionado francés, seguido a cierta distancia del argentino.
Una vez en el campo de Lavalle, Mr. Halley abundó en consideraciones de carácter político y privado para persuadirlo que debía aceptar el artículo 3º de la convención, y le entregó una carta del barón Mackau que se contraía a lo mismo. Pero Lavalle eludió una respuesta definitiva, limitándose a reprochar duramente la conducta desleal de los agentes franceses, quienes le habían prometido su auxilio decidido en la campaña contra Rosas (2).
Halley lo instó reiteradamente a que tuviese una entrevista con el general Mansilla, manifestándole que éste traía instrucciones confidenciales, y el encargo especial de recibir proposiciones, si el general Lavalle no aceptaba las que desde luego podía formalizar para terminar la contienda armada. Lavalle declaró rotundamente que su honor le impedía aceptar los beneficios que le propusiera Rosas; y el comisionado francés fue a reunirse con el argentino quien lo esperaba a tres leguas de distancia, en la casa de Cabrera. “Allí le pregunté –dice el general Mansilla en la nota en que da cuenta del resultado de su comisión (4)- que contestación había recibido y qué disposiciones tenía Lavalle de conferenciar conmigo; y me respondió estas textuales palabras: que Lavalle no le había dicho si admitía o no el artículo 3º; que no quería recibirme; que si yo quería ir a él se separaría, pero que no respondía de mi vida; y que antes de ocho días le remitiría Lavalle la contestación de la carta del barón Mackau, por conducto del general en jefe del ejército de la Confederación”.
Como ésta no se recibiese, y todo inducía a creer que Lavalle rechazaba el arreglo, Oribe les manifestó a los comisionados que proseguía la marcha de su ejército, después de haberla suspendido con perjuicio de sus operaciones y sin otro motivo que el de dar lugar a dicho arreglo. Los comisionados obtuvieron todavía una tregua. Mr. Halley se dirigió nuevamente al campo de Lavalle llevando una carta del coronel Pedro J. Díaz (prisionero en el Quebracho) en la que interponía su amistad con aquél para que aceptase la convención y las proposiciones que se le hacían. Todo fue infructuoso. Lavalle resistió el arreglo y así se lo comunicó al barón Mackau.
Era un arranque de abnegación el de Lavalle rechazar el arreglo y las ventajas personales que Rosas le ofrecía, en circunstancias en que los ejércitos federales lo perseguían victoriosos y en que todo le anunciaba su ruina inevitable. El declaraba con arrogancia que su honor militar y su dignidad le impedían aceptar semejantes proposiciones, porque hacía cuestión de vida o muerte el derrocamiento de Rosas. Pero considerada esta profunda negativa del punto de vista del hecho político y sus consecuencias, se deduce sin violencia que Lavalle lo sacrificaba todo a su absolutismo partidario, exaltado por el odio que estimulaban en él sus consejeros, a quienes no se les ocultaba que si el animoso caudillo unitario renunciaba a encabezar la guerra civil, ellos quedarían reducidos a la impotencia relativa, sin otra bandera, sin otra esperanza que la constitución del año de 1826 a la cual hacían fuego todos los pueblos de la República. Y al proceder así se constituía fatalmente en causa retardataria de la organización nacional por la cual decía haber tomado las armas. Si reputaba inaceptables las proposiciones del adversario vencedor, lo natural era que propusiese por su parte cualquier arreglo en beneficio del país, en vez de rehusarse a recibir al comisionado argentino que lo seguía en el camino de la derrota, y llevar el rencor hasta hacer responder las notas de aquél por una corneta de su ejército y en términos ultrajantes (5). Quiroga, en posición militar mucho más ventajosa, en el año 1826 se limitó a devolver sin abrirlo el pliego del presidente Rivadavia, ignorando que en ese pliego se le reconocía como general del ejército y se ordenaba que fuese a tomar parte en la guerra contra el Brasil.
Los sacrificios que imponía el patriotismo ante el cuadro desconsolador de una guerra civil tremenda, conducida por un absolutismo que comprometía hasta el principio republicano y la integridad de la República, debían pesar sobre Lavalle más que la circunstancia de ser Rosas quien le proponía la paz y la concordia. Diez años antes Lavalle, fiado en el honor de si adversario, se había dirigido solo al campamento de Rosas; y después de celebrar con éste un arreglo honorable, lo había llamado públicamente el primero entre los porteños. Tarde era ya para que Lavalle invocase el honor y la dignidad como causa para proseguir una guerra cruenta, cuando desde dos años atrás venía haciéndolo aliado a los franceses y con los dineros y recursos de los mismos que agredían a la República Argentina y se habían apoderado de una parte de este territorio. Si Lavalle había admitido con todas sus consecuencias esa alianza de un poder extraño contra la propia patria, era lógico cuando Francia había zanjado satisfactoriamente la contienda, que entrase él también en el orden de cosas que tal hecho establecía, y que la misma Francia se empeñaba en dejar establecido por lo que hacía a Lavalle y su partido en armas. El general Lavalle prefirió dejarse conducir por el odio desatentado que arrasó su patria durante largos años de infortunio y de prueba; y si algo atenúa su gran yerro es que lo sacrificó todo, sobreponiéndose a los desencantos y a los reveses y dejando caer su espada recién cuando cayó él si vida.
Combate de San Cala
Los comisionados argentino y francés regresaron a Buenos Aires a fines de diciembre, y el general Oribe entró con su ejército en la ciudad de Córdoba, restableciendo en su cargo al gobernador de esa provincia Manuel López, y poniéndose en comunicación con los gobernadores de Mendoza y San Luis, quienes estaban al frente de fuerzas respetables. A la aproximación de Oribe sobre Córdoba, Lamadrid se había retirado con alguna fuerza, yendo a reunirse con Lavalle que se encontraba en Jesús María. Pero como este último no tenía elementos con qué resistirle a Oribe, marchó en dirección de Tucumán desprendiendo al coronel Vilela con una división de mil hombres para que apoyase en Mendoza un movimiento que acababan de hacer estallar sus partidarios. Encontrándose en el río de Albigasta, el cual divide la provincia de Santiago de la de Tucumán, supo que la división de Vilela había sido sorprendida y destruida los días 8 y 9 de enero de 1841en San Cala, por otra división que a su vez desprendió Oribe al mando del general Angel Pacheco. Este nuevo contraste, cuando ya no quedaban del ejército libertador mas fuerzas que la división del coronel Acha y los restos que conducía Lavalle, obligó a este último a hacer pie en Catamarca para organizar allí la resistencia.
“… sólo he disminuido en el parte la cantidad de muertos; porque siempre he querido dar a la guerra el carácter menos sangriento. 57 entre jefes y oficiales, y más de 500 individuos de tropa prisioneros acreditan hoy la verdad en nuestro campo. La guerra debió de haber concluido en Córdoba, teniendo los enemigos a su espalda tan largas travesías, que aun sin ser hostilizados, se han visto obligados a abandonar su artillería y a perder algunos centenares de hombres muertos de sed, y dispersos que han empezado a recalar a las poblaciones de Santiago. Puede ser que todavía intenten continuarla con sus miserables restos; pero los recursos de que pueden disponer están ya muy agotados y siempre fueron muy mezquinos; de ahí el interés de ir a proveerse de la provincia de Buenos Aires; pero ya es natural que hayan abandonado esta esperanza….” (Carta del general Angel Pacheco a Hilario Lagos, fechada en Trouco-pou, el 30 de abril de 1841).
Por lo demás, la convención Mackau-Arana, desligando de sus compromisos a las partes que habían celebrado en 1838 la triple alianza contra el gobierno de Rosas, colocaba a éstas en el caso de lanzarse en nuevos rumbos para buscar en otro género de combinaciones los medios de proseguir la guerra. Pero entretanto, una de esas partes –el general Rivera- sentía más directamente los efectos de aquella convención, tanto por lo que hacía a los escasos medios propios que le quedaban, cuanto por que iba a quedar enfrente de su adversario, el general Oribe, cuyos parciales pronto se agitarían. Como fracasase en sus tentativas para propiciarse nuevamente a los agentes franceses, y su situación se hiciese bastante crítica, creyó salvar su responsabilidad diciendo que sus amigos lo habían traicionado. Entonces se apoderó de él una especie de despecho furioso, que habría alcanzado a sus principales partidarios si éstos no se hubiesen apresurado a calmarlo y a mostrarle cómo la situación no estaba completamente perdida. No obstante cayeron en su desgracia los que con mayor abnegación lo habían servido. “El Eco del Pueblo -le escribía a Martiniano Chilavert- tuvo el comedimiento de ingerir al traidor ingrato Núñez y ponerlo al frente, y yo por amor das dividas lo metí en el Pereyra y de allí saldrá muy en breve para fuera de cabos. Y si me andan con vueltas otros más han de seguir la misma suerte”.
Referencias
(1) Véase La Gaceta Mercantil del 2 de noviembre de 1840.
(2) El mencionado artículo establece: “Si en el término de un mes, que ha de contarse desde la dicha ratificación, los argentinos que han sido proscriptos de su país natal en diversas épocas después del 1º de diciembre de 1828, abandonan todos, o una parte de entre ellos, la actividad hostil en que se hallan actualmente contra el Gobierno de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, el referido Gobierno, admitiendo desde ahora, para este caso, la amistosa interpretación de la Francia, relativamente a las personas de estos individuos, ofrece conceder permiso de volver a entrar en el territorio de su Patria a todos aquellos cuya presencia sobre este territorio no sea incompatible con el orden y seguridad pública, bajo el concepto de que las personas a quienes este permiso se acordare, no serán molestadas ni perseguidas por su conducta anterior. En cuanto a los que se hallan con las armas en la mano dentro del territorio de la Confederación Argentina, tendrá lugar el presente artículo sólo a favor de aquellos que las hayan depuesto en el término de ocho días, contados desde la oficial comunicación que a sus Jefes se hará de la presente convención, por medio de un Agente Francés y otro Argentino, especialmente encargado de esta misión. No son comprendidos en el presente artículo los Generales y los Jefes Comandantes de cuerpos, excepto aquellos que por sus hechos ulteriores se hagan dignos de la clemencia y consideración del Gobierno de Buenos Aires”.
(3) “El noble marino Mr. Halley -dice el señor Félix Frías- le ofreció al general Lavalle en nombre de su gobierno, para sus soldados, la amnistía de Rosas, y para él el grado y los honores de general francés. El general Lavalle contestó con la altivez de su carácter que no había peleado por miras personales, sino por patriotismo; y que no abandonaría a los pueblos que se habían sublevado contra Rosas confiando en ser guiados por él en la lucha”. (Discurso sobre la tumba del general Lavalle). Lacasa dice algo semejante en la Biografía del general Lavalle, pág. 179.
(4) Esta nota es de fecha 29 de diciembre de 1840 y va dirigida al Excelentísimo señor gobernador delegado don Felipe Arana, por el comisionado del gobierno para comunicar oficialmente a los argentinos armados dentro del territorio argentino lo contenido en el artículo 3º de la convención entre la Francia y la Confederación.
(5) Comunicación oficial del general Mansilla, ya citada.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Saldías, Adolfo – Historia de la Confederación Argentina – Ed. El Ateneo, Buenos Aires (1951)
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