En 1841, mientras el pueblo y las autoridades colmaban a Juan Manuel de Rosas de honores excepcionales, un ruidoso acontecimiento vino a conmover en diverso sentido esa inmensa masa de opinión que los exaltaba, y a estimular una vez más los rencores políticos que se sentían satisfechos con los triunfos sucesivos del ejército federal. El mencionado acontecimiento está relacionado con una nueva tentativa de los unitarios para matar a Rosas, por medio de la célebre “máquina infernal”; la cual se encuentra actualmente en exhibición en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires.
José Rivera Indarte, fanático en religión como en política, el propagandista radical del gobierno con la suma del poder público, el mismo que escribió los versos de brocha gorda para las solemnidades en honor de Rosas en 1835 y redactor desde 1839 de El Nacional de Montevideo, publicó una disertación, que hizo suya su partido, con el título de: “Es acción santa matar a Rosas”. Teorizaba con caudal de frases y de ejemplos sobre las supremas necesidades políticas que autorizaban el asesinato; e incitaba y exaltaba anticipadamente a los que tuviesen el coraje de realizar esa hazaña que abriría, en su sentir, una era nueva de progreso, de libertad y de ventura para la República Argentina. Como por este medio no se obtuviera el resultado que se buscaba, se propusieron otros más directos, entre los cuales es digno de mencionarse el de un aderezado pastel que fue introducido hábilmente en casa de Rosas, a nombre de uno de sus amigos, y del cual fue víctima un perro. Un hecho imprevisto y diestramente explotado por el mismo Rivera Indarte, ofreció a estas tentativas probabilidades positivas de éxito.
Rosas, si bien rehusó siempre las condecoraciones que le brindaron los soberanos extranjeros, aceptó sí, con franca complacencia, los diplomas que le discernieron las asociaciones histórico-geográficas, arqueológicas, etc., quizá en recompensa de los medios que facilitó a Darwin y a Fitz-Roy en 1834, y a la ayuda eficaz que prestó posteriormente a varias comisiones y delegados científicos que la solicitaron de él a objeto de adquirir datos y conocimientos del país, o de enriquecer sus propias colecciones con ejemplares y piezas del inexplorado y abundante suelo argentino. La Sociedad de Anticuarios del Norte, de la que era miembro Rosas, le envió a éste por intermedio del ministro de Portugal una caja con medallas. El ministro la remitió al cónsul de esta nación en Montevideo, juntamente con un oficio para que lo hiciese llegar a su destino. Parece que la caja y el oficio fueron interceptados en Montevideo, lo cual se explica perfectamente habida cuenta que Rivera le hacía la guerra a Rosas, y que le eran naturalmente hostiles a este último todos los hombres que figuraban por entonces en los cargos y empleos públicos de aquella ciudad. La misma vinculación que existía entre estos hombres y los emigrados unitarios, y la circunstancia de ser la imprenta de El Nacional el centro del elemento joven, bullicioso y radical, explica igualmente el que allí se tuviera noticia inmediatamente de la existencia de la tal caja con medallas. Lo cierto es que el modo de explotarla contra Rosas fue obra que quedó librada a la mente dañina de Rivera Indarte. Este se puso manos a la obra… En vez de medallas colocó una máquina mortífera compuesta de dieciséis cañones cargados a bala, superpuestos, con la boca hacia los bordes de la caja como otros tantos radios de un círculo, y unidos por dos resortes de percusión a ambos goznes de la misma y de manera que al abrirla explotasen simultáneamente. Rivera Indarte dio la idea para la construcción de la caja al mecánico Aubriot, que fue quien la realizó.
A fines de marzo de 1841 el señor Leonardo de Souza Acevedo Leite, cónsul general de Portugal, recibió del ministro de ese gobierno en Dinamarca una nota en la que le pedía se sirviese entregar al general Juan Manuel de Rosas una caja con medallas, y un oficio lacrado dentro del cual iba la llave de la caja; todo lo que se le adjuntaba, y que dedicaba a dicho general la Sociedad de Anticuarios del Norte. El señor Acevedo Leite, aprovechando la primera oportunidad que le presentó la partida del almirante Dupotet para Buenos Aires, remitió por medio de Bazaine, edecán de este último, la caja y el oficio, más una nota suya, al general Rosas. Balzaine entregó todo ello en manos de Manuela de Rosas, y ésta se dirigió inmediatamente a mostrárselo a su padre.
Rosas trabajaba inclinado sobre una mesa, en su misma alcoba, y le dijo que dejase el presente encima de la cama, la cual venía a quedar a sus espaldas y a menos de un metro del asiento que ocupaba, dando el frente a la puerta que servía de entrada a esa habitación. Como Manuelita permaneciese allí contra su costumbre a esas horas, en que a no ser por grande urgencia, solamente los oficiales del despacho interrumpían la ruda labor que se imponía el gobernador, éste la inquirió con la mirada y ella se vio obligada a retirarse, poseída de esa curiosidad de niña, que hace recorrer súbitamente a la imaginación la escala de las conjeturas múltiples, de las inquietudes vagas, hasta de los temores inexplicables; como se lo manifestara al propio Adolfo Saldías, cuando departiera con él en Londres sobre este y otros sucesos de esa época.
A la caída de la tarde volvió Manuelita. Su padre trabajaba todavía. Probablemente no se había movido de la silla desde mediodía en que lo vio. La caja estaba en el mismo sitio, y los oficios cerrados como ella los dejó… ¿Podía saberlo ella acaso? Aquello era como la estatua de Diana en el templo de Táurida. Orestes sería aquí cualquiera que la tocase. Tocarla era morir. Siquiera en el drama de Eurípides, realzado por Goethe, lo consiguió felizmente el amor sublime de Ifigenia triunfante sobre el corazón del salvaje rey Thoas. Aquí se trataba de un drama de sangre, en el que no campeaban más sentimientos que el odio y la venganza. Y Rosas supuso que su hija, como siempre solícita, venía a invitarlo a comer. Pero como permaneciese allí a pesar de que él seguía escribiendo, y de que no colocaba el tintero sobre el montón de notas, estados, cuentas y borradores que atestaban su mesa, que así era cómo significaba la interrupción de su labor hasta otro momento, dedujo que su hija deseaba algo más.
- Vea niña, le dijo, usted tiene mucha curiosidad de ver esa caja, Llévela no más, y luego sabré lo que contiene.
- Hay también unos oficios….. observó Manuelita.
- Abralos, niña, ábralos también.
Manuelita Rosas llevó la caja y los oficios a sus habitaciones donde se encontraba Telésfora Sánchez que la acompañaba habitualmente. Rasgó el oficio del cónsul Leite, se informó de él rápidamente, rasgó el otro en que venía la llave, y entonces ya no fue cuestión más que de unas tijeras para descoser el forro del paño blanco de la caja. Pero las visitas cotidianas interrumpieron esta tarea. La conversación se prolongó después de la comida hasta pasada media noche. Recién en la mañana siguiente, esto es el 28 de marzo, Manuelita, su amiga y su sirvienta de confianza Rosa Pintos, atacaron decididamente la abertura de la caja. Manuelita tenía la caja sobre sus rodillas, mientras su amiga y la negrita acababan de descoser el forro. Cuando introdujo la llave y la hizo girar en la cerradura, la tapa de la caja se levantó súbitamente como dos pulgadas, produciendo ese ruido seco de un hierro o gozne que se quiebra. Telésfora Sánchez creyó ver algo como tubos o cilindros de bronce dentro de la caja, y lo propio observó Manuelita inclinándose.
Sin darse cuenta de la realidad cerró vivamente la caja, y se dirigió con ella a las habitaciones de su padre que trabajaba en su sitio habitual. Apenas le dijo lo ocurrido, Rosas arrojó la pluma con que acababa de hacer algunas correcciones a varias notas, se puso de pie bruscamente y por un movimiento instintivo, sacó la caja de manos de su hija y la colocó encima de su cama. En el instante en que Rosas se inclinaba para abrir la caja a la que cubría por decirlo así, con su cabeza y con su pecho, estaba a sus espaldas, con unos papeles en la mano, el oficial de su secretaría Pedro Regalado Rodríguez, girando un poco más hacia su izquierda , creyó distinguir dentro de la caja algo como fulminantes o pistones, y adelantándose un paso dijo:
- Señores, parece que hay un gatillo…
- ¡Que diablos de salvajes unitarios!, exclamó Rosas sin cambiar de posición.
El gobernador permaneció impasible un momento, después del cual hizo aproximar a Rodríguez y le dijo: “Vea, son diez y seis cañones cargados a bala y ligados a los lados de la caja de modo que explotasen al abrirla. Uno solo bastaba para matar a mi hija siendo así que venía destinado para mi”. Su hija rompió a llorar entre sus brazos.
Fuente
Portal www.revisionistas.com.ar
Saldías, Adolfo – Historia de la Confederación Argentina
Turone, Gabriel O. – La Máquina Infernal, Buenos Aires (2007)
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