En el segundo semestre de 1810 el Ejército Expedicionario al Alto Perú, al mando del mayor general Antonio González Balcarce, se dirigía hacia esa región con el propósito de lograr el reconocimiento de las 4 Intendencias que integraban el antiguo Virreinato (Potosí, Charcas, Cochabamba y La Paz) y se encontraban bajo dominio del Virreinato del Perú.
El levantamiento a favor de la Junta de Mayo en Cochabamba había sido sangrientamente sofocado. Los generales Nieto y José de Córdoba, con un poderoso Ejército, aguardaban en Santiago de Cotagaita.
El 27 de octubre las tropas leales al rey y el ejército de Balcarce se enfrentaron sin resultados importantes para ninguno de los bandos. El Ejército patriota retrocedió con el Teniente Martín Güemes protegiendo la Artillería, división que se trasladaba más lentamente. Balcarce acordó dirigirse al pueblo de Suipacha, distante como veintitrés leguas de Cotagaita; pero noticioso de que el enemigo había salido de sus fortificaciones el día 29 con el intento de ocupar la villa de Tarija, cuyos habitantes se habían pronunciado enérgicamente por la causa de la revolución, convirtió sus marchas a estas villas decidido a sostenerla, esperando recibir en ella los auxilios que había reclamado del representante del gobierno, cuyas operaciones se habían entorpecido algún tanto por los falsos informes de comandante Urien.
Los enemigos marcharon en efecto hasta pasar la difícil cuesta de la Almona; pero volvieron a repasarla sin parar hasta Cotagaita cuando supieron que nuestras fuerzas se habían situado en Tupiza. En estas circunstancias llegó a Cotagaita en persona el mariscal Nieto con sus tropas de reserva: inmediatamente formó un cuerpo escogido de ochocientos a mil hombres entre los viejos soldados de marina, del fijo, de dragones y los voluntarios del Rey, con cuatro piezas de artillería, que puso bajo el mando del mayor general Córdoba, con orden de precipitarse sobre nuestras fuerzas y batirlas en cualquier posición que ocupasen.
Al acercarse los enemigos a Tupiza en la madrugada del 5 de noviembre, la columna dejó el pueblo para mejorar de posición (todavía no había recibido los auxilios que esperaba con una ansiedad extraordinaria) por que no se contaba con más municiones que las que quedaban en las cartucheras y cananas de la tropa. A las cinco de la tarde del día 6 se posesionó del pueblo de Nazareno, fronterizo al de Suipacha, con un río de por medio y a las doce de la noche del mismo día se le incorporaron por fin dos piezas más de artillería y doscientos hombres que había marchado a paso de carrera con suficiente repuesto de dinero y municiones.
En el acto tomó el mayor general Balarce la resolución de escarmentar al enemigo el día siguiente. Se sirvió de un indio joven que despachó inmediatamente a Tupiza para que diese funestos informes sobre el estado del ejército y ocupó el resto de la noche en dar disposiciones para amanecer el día siguiente preparado para batirse. El mayor general Córdoba dio fácil entrada a las noticias que recibió del natural, porque no hacían más que confirmar las que adquirió en el pueblo de Tupiza, cuyo abandono lo había motivado la falta completa de recursos. Se puso inmediatamente en marcha a las once de la mañana del día 7, su vanguardia a la vista de nuestras tropas ocupó unas alturas que dominaban el flanco derecho de éstas, donde se le incorporaron los demás cuerpos y permanecieron en la más completa inmovilidad por el espacio de una hora. Esta situación era singular: los españoles habían tomado la ofensiva, venían en persecución de las fuerzas que habían rechazado y sin embargo esperaban que se les atacase en las alturas que habían elegido, poniéndose a la defensiva en el momento de encontrar el ejército que buscaban. Ellos hubieran podido permanecer en esta vergonzosa situación, sin el genio militar del mayor general Balcarce. Este mandó adelantar sobre el frente del enemigo una división de doscientos hombres con dos cañones; contra este movimiento los enemigos echaron varias guerrillas, pero resguardados siempre de las acequias y los pozos avanzados de su línea. Roto el fuego por una y otra parte, unos y otros reforzaron estas fuerzas, pero haciendo replegar las suyas el mayor general Balcarce para animar a los contrarios con este aparato de debilidad a dejar las alturas y salir de las acequias y los pozos, como en efecto lo verificaron, empeñándose todos los cuerpos sobre nuestras pequeñas divisiones. Entonces, descubriendo Balcarce la totalidad de sus fuerzas, cuya mayor parte había ocultado entre tanto, al grito general de ¡Viva la Patria! cargaron al enemigo, lo arrollaron por todas direcciones y antes de quince minutos ocuparon todos sus parapetos, introduciendo entre ellos el desorden, en tales términos que rompieron en una vergonzosa y desvergonzada fuga por los cerros, abandonando la artillería, la caja del ejército, las municiones, dos banderas, ciento cincuenta prisioneros, entre ellos algunos oficiales, muchos heridos y cuarenta muertos, sin más pérdida por nuestra parte que la de un soldado muerto y heridos dos oficiales subalternos y diez soldados de los diferentes cuerpos.
Los resultados de esta derrota fueron de una trascendencia inmensamente favorable para la causa de la revolución; sin embargo, el deán Funes, en su “Ensayo histórico”, página 491, apenas consagra a esta brillante jornada este recuerdo pasajero: “La victoria de Suipacha puso fin a la empresa de aquellos temerarios”, aludiendo a los mandones del Perú.
En cuanto al ejército enemigo que como dice el parte del representante al gobierno de la capital datado en Tupiza, a los tres días de la acción, el 10 de noviembre de 1810, tomó los cerros y caminos intransitables, unos a pie, otros montados, tirando los más las armas, fornituras y cuanto les estorbaba para salvarse, no se puede dar una idea más exacta que la que da el mismo parte, cuando continúa diciendo: “Por informes que hemos adquirido, sólo arribaron a Cotagaita como doscientos cincuenta hombres estropeados, que seguramente fueron los mejor montados y los primeros que, como el general Córdoba, acompañado del inicuo cura de Tupiza, Latorre, corrieron muy al principio de la derrota, llevando gravado en el semblante el espanto. Aunque los nuestros siguieron la derrota del enemigo, no pudieron hacerlo a más de tres leguas, ni acertaron a dar con la ruta del general Córdoba, que había tomado el camino de Mochará, por el mal estado de la caballería. Sin embargo, ya se abandonó el empeño de tomar prisioneros, dejándoles ir en fuga, alejándose ellos mismos de su reunión y maldiciendo a los autores de su suerte. La recolección de armas tiradas por los cerros y el despojo de los vencidos fue el cuidado de la tropa vencedora, de modo que vinieron cargados de armas, fornituras, prendas, mulas, dinero y alhajas. Aún en el día se cuida de recoger armas por los indios encargados de esta diligencia en lo más áspero de los cerros, bajo la gratificación que les está ofrecida, con cuyo motivo se encuentran hombres perdidos, otros muertos, otros moribundos. En suma, la derrota es tan completa, que el mismo Córdoba en oficio del día siguiente a nuestro mayor general Balcarce, le confiesa que aún excede a lo que a éste le pareció.”
El representante del gobierno, en uso de las facultades con que marchaba al frente de la expedición, dio las gracias al ejército a nombre de la Patria, concedió sueldo íntegro a los que quedasen inválidos y a las mujeres y padres pobres de los que falleciesen. Acordó cincuenta pesos fuertes a cada uno y el uso de la divisa de sargento a los soldados patricios Miguel Gallardo y Alejandro Gallardo, que en el ataque arrancaron la bandera de la Plata, la misma bandera que juraron los españoles cuando el mariscal Nieto desarmó los patricios de Buenos Aires; y cuatro pesos a cada uno de los que asaltaron la artillería. De las dos banderas tomadas, la una no era más que un trapo salpicado de calaveras; pero la otra que acababa de enarbolarse en odio de la revolución y de los americanos nacidos para ser esclavos y vegetar en la oscuridad y abatimiento, la dedicó Balcarce al gobierno de la capital, por mano del capitán de patricios don Roque Tollo, conductor del parte de la victoria, para que la destinase a la sala del rey don Fernando con las que adornaban su retrato. El pensamiento de adornar la imagen de Fernando con el más honorífico trofeo de la primera victoria obtenida contra su dominación, ha debido ser monumental.
Por lo demás, la victoria de Suipacha debía ser en efecto tan fecunda en resultados como lo daba a entender el mayor general Córdoba en la nota que se cita por el representante del gobierno.
No se pretende atribuir a este marino una gran capacidad de cálculo o previsión, aunque originario de una familia de nombre en España, y de un grado adelantado en su carrera, no era conocido principalmente en las márgenes del Río de la Plata sino por un insigne calavera, tan escaso y atolondrado para llenar sus deberes públicos, como abundante y experto en la práctica de toda clase de pillerías. Hemos sido enemigos y volvemos a la amistad, le decía Córdoba a Balcarce en la carta que le escribió tres días después de la victoria. Si esto explicaba el gran tamaño de un alma baja, que no se había satisfecho abatiéndose hasta el extremo de ponerse a la defensiva en la misma hora que se encontró con el enemigo que perseguía tenazmente, sino que aspiraba a ofrecerse como un modelo de humillación, cambiando de un día para otro el carácter de enemigo encarnizado por el de un limosnero de amistades, demostraba también los graves conflictos que principiaban a pesar, después de la victoria de Suipacha, sobre Córdoba, sobre el mariscal y sobre todos los mandones del Perú.
Fuente
Biblioteca de Mayo – Tomo I, Memorias, Buenos Aires (1960).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Turone, Gabriel O. – La Batalla de Suipacha, Buenos Aires (2013)
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