Con el principio de 1813, sábese que en la isla de Martín García, fortificada por las autoridades de Montevideo, está concentrado un importantes número de soldados, a los que manda el capitán artillero Antonio Zabala, “vizcaíno testarudo, de rubia cabellera, -dice Mitre-, que a una estatura colosal reunía un valor probado”. Se prepara una expedición fluvial, que dirigirá el corsario Rafael Ruiz, con el propósito de destruir las defensas del Paraná y abrir el camino del Paraguay. En Buenos Aires, por consejo de una Junta de Guerra, decídese desarmar las baterías del Rosario y reforzar las de Punta Gorda, además de ordenarse al coronel San Martín que proteja con sus granaderos la costa desde Zárate hasta San Nicolás.
Los atacantes se ponen en marcha ya avanzado enero. Por el Guazú penetran tres naves de guerra de la escuadrilla montevideana y once embarcaciones armadas, con 350 hombres a bordo, entre tripulantes y soldados. El 28 pasan frente a San Nicolás y dos días después fondean a la vista del Rosario. Para impedir un eventual desembarco, el comandante militar de la villa, el oriental Celedonio Escalada, reúne una cincuentena de milicianos, a los que dará apoyo un cañoncito de montaña. Por la noche siguen hacia el Norte y en la madrugada del 31, tras recorrer cinco leguas, están frente a San Lorenzo, donde anclan a unos 200 m de la orilla.
“Este es el punto -dice Mitre- en que el río Paraná mide su mayor anchura. Sus altas barrancas por la parte del oeste, escarpadas como una muralla cuya apariencia presentan, sólo son accesibles por los puntos en que la mano del hombre ha abierto sendas practicando cortaduras. Frente al lugar ocupado por la escuadrilla se divisaba uno de esos estrechos caminos inclinados en forma de escalera. Más arriba, sobre la alta planicie que coronaba la barranca, festoneada de arbustos, levantábase solitario y majestuoso el monasterio de San Carlos con sus grandes claustros de sencilla arquitectura y el humilde campanario que entonces lo coronaba.
Un centenar de soldados de Zabala desembarca en las primeras horas de la mañana, llega hasta el convento y se conforma con tomar unas pocas gallinas y melones, dado que el ganado vacuno ha sido llevado al interior. Y como se acercan los milicianos de Escalada, la hueste montevideana torna a sus barcos. La jornada concluirá con un cañoneo sin consecuencias.
En la noche del 31 logra fugar de la escuadrilla un preso paraguayo. Avisa a los milicianos que Zabala, quien según él no dispone de más de 350 hombres, se apresta a desembarcar para apoderarse de los caudales que cree escondidos en el convento y después, seguir viaje al Norte. Estas novedades son participadas por Escalada al coronel San Martín, quien las recibe sobre la marcha que ha iniciado el 28. Ese día, cumpliendo órdenes, partió de Buenos Aires al frente de sus granaderos. Marcha por el derrotero de postas que existen camino de Santa Fe: Santos Lugares, Conchas, Arroyo Pinazo, Pilar, Cañada de la Cruz, Areco, Cañada Honda Arrecifes, San Pedro, San Nicolás, Arroyo Seco, Arroyo del Medio, Rosario, Espinillo y San Lorenzo, ubicada a una legua del convento y a la que llega el 2 de febrero por la noche.
Cuéntase que fue en una de esas noches memorables que se vio por primera vez a este militar tan austero como apegado de suyo a la rigidez del uniforme europeo, divorciado con él, trocando espontáneamente su entorchada casaca y plumoso falucho, por el humilde chambergo de paja americano, para así disfrazado, mejor observar los pausados movimientos del convoy, que seguía de hito en hito, y cuyas altas velas creía a cada paso divisar en lontananza.
Al llegar a la posta de San Lorenzo, el jefe de los granaderos se encuentra con un viajero, quien descansa en su carruaje, a la sazón desenganchado. Es Guillermo Parish Robertson, comerciante británico vinculado al Foreign Office. Será testigo del suceso por ocurrir y lo narrará por escrito.
El Combate
Tras reponerse y reemplazar las cabalgaduras cansadas, se reinicia la marcha. Pasada la medianoche, las tropas penetran en el predio rural de los franciscanos y, con el despuntar del día, llegan al convento, cuyos patios ocupan. A nadie encuentran porque los religiosos se han marchado dos días atrás ante la amenaza de nuevos desembarcos. Y éstos no son mera posibilidad: tras el realizado el 30 de enero, hubo un segundo el 2 de febrero, mas no en la costa, sino en una isla vecina.
San Martín cuenta con 120 granaderos y los 50 milicianos de Escalada. Sabe que Zabala tiene el doble de efectivos, pero, como dice a Robertson, duda de que a los montevideanos les toque la mejor parte. Y le agrega al británico: “… su deber no es pelear. Yo le daré un buen caballo, y si ve que la jornada nos es adversa, póngase en salvo. Sabe V. que los marinos son maturrangos”. Y a poco de llegar al convento, se pone a estudiar el terreno: al frente de aquél, dice Mitre, “por la parte que mira al río, se extiende una alta planicie horizontal, adecuada para las maniobras de la caballería. Entre el atrio y el borde de la barranca acantilada, a cuyo pie se extiende la playa, media una distancia de poco más de 300 m, lo suficiente para dar una carga a fondo. Dos sendas sinuosas, una sola de las cuales era practicable para la infantería formada, establecían la comunicación, como dos escaleras, entre la playa baja y la planicie superior”.
Reconocido el terreno, con el alba ubica San Martín a sus granaderos tras muros y tapias, con los caballos ensillados y las armas preparadas. Desde el campanario ve, siendo ya las cinco de la mañana, que de las naves se desprenden lanchas con tropas rumbo al llamado puerto de San Lorenzo, lugar ubicado al pie del barranco y cercano a la desembocadura del arroyo homónimo.
Como allí la orilla es menos escarpada que frente al convento, la pendiente facilita el paso a los 250 infantes de Zavala y el rodar de la artillería, formada por dos piezas de a cuatro. Corrida media hora, ya se ve asomar por el borde de la barranca a los atacantes, formados en dos columnas, con pendones desplegados y alentados por el sonar de tambores y pífanos. Tras descender del campanario, el coronel ordena a los granaderos montar a caballo y no disparar un tiro, confiándolo todo a sables y lanzas.
Con su corvo en la diestra, arenga a quienes van a recibir su bautismo de fuego y concluye diciendo: “Espero que tanto los señores oficiales como los granaderos se portarán con una conducta tal cual merece la opinión del Regimiento”, y enseguida se pone al frente de una de las dos divisiones en que ha repartido a la tropa, en tanto que con la otra hace lo propio el capitán Bermúdez. El coronel atacará al enemigo de frente, en tanto que su segundo, dando un pequeño rodeo, lo hará por el flanco de los infantes para impedirles la retirada.
La aparición de los granaderos sorprende a Zabala, quien ordena formar a los suyos en martillo porque no hay tiempo para hacerlo en cuadro. Para describir la acción, nada mejor que leer el parte que redactará Rafael Ruiz, jefe de la expedición: “…por derecha e izquierda del referido monasterio salían dos gruesos trozos de caballería formados en columna y bien uniformados, que a todo galope sable en mano cargaban sobre él despreciando los fuegos de los cañoncitos, que principiaron a hacer estragos en los enemigos desde el momento que les divisó nuestra gente. Sin embargo de la primera pérdida de los enemigos, desentendiéndose de la que les causaba nuestra artillería, cubrieron sus claros con la mayor rapidez atacando a nuestra gente con tal denuedo que no dieron lugar a formar cuadro sino martillo. Y tras afirmar que la carga inicial ha sido rechazada y que los granaderos se retiran, sigue diciendo: “…ordenó Zabala su gente a fin de ganar la barranca, posición mucho más ventajosa, por si el enemigo trataba de atacarlo de nuevo. Apenas tomó esta acertada providencia cuando vio al enemigo cargar segunda vez con mayor violencia y esfuerzo que la primera. Nuestra gente formó aunque imperfectamente un cuadro por no haber dado lugar a hacer la evolución la velocidad con que cargó el enemigo..”
Juan Bautista Cabral
El combate -que no durará más de quince minutos y quedará decidido en los primeros tres- pone en riesgo la vida del Jefe criollo y traerá la muerte para varios de sus subordinados. Así, al ser recibida con un nutrido fuego la columna que encabezaba San Martín, su caballo, herido por aquél, lo derriba en tierra y le oprime una pierna al caer. Un arma blanca hace una leve herida en su rostro, y un invasor se apresta a rematarlo con su bayoneta. Con un certero lanzazo salva la situación el puntano Baigorria en tanto que el correntino Juan Bautista Cabral echa pie a tierra y, con tanta fuerza como serenidad, libera a su coronel del peso que lo sujeta, para caer a su vez por obra de dos heridas mortales. Bermúdez será gravemente herido por un disparo hecho desde las naves al mandar en jefe -por tener San Martín un brazo dislocado a raíz de su caída- una segunda carga. Y el teniente Manuel Díaz Vélez, tras desbarrancarse, recibirá tres heridas -una de bala en el cráneo y dos bayonetazos en el pecho- y quedará prisionero.
Al inmediato deceso de Cabral -quien, según la tradición murió exclamando “¡Muero contento, hemos batido al enemigo!”-, se agregarán días después, en el convento, las de Bermúdez y de algunos soldados. Aquél, herido y quebrado en una pierna, falleció el 14 de febrero, mientras convalecía. Con el tiempo, circuló la versión de que, desesperado por no haber podido impedir la retirada de los invasores, se quitó el torniquete que sujetaba el muñón y dejóse morir. Díaz Vélez no logró recuperarse de sus heridas y murió el 20 de mayo. Agreguemos que varios granaderos quedaron inútiles para el servicio y recibieron cédulas de invalidez. San Martín se ocupará de todos y, así, pedirá el 27 de febrero amparo para las familias de Bermúdez y Cabral, haciendo otro tanto el 22 de mayo en favor de la de Díaz Vélez.
La jornada costará a los vencedores quince muertos, veintisiete heridos y un prisionero. Este, el ya nombrado Díaz Vélez, será canjeado al día siguiente junto con tres lancheros paraguayos capturados por los corsarios antes del combate (los tres liberados se incorporarán como voluntarios al Regimiento. Uno de ellos, Félix Bogado, el 13 de febrero de 1826 volverá a Buenos Aires, con el grado de coronel, al frente del resto de los granaderos que regresan en esqueleto al cuartel de origen tras contribuir decisivamente a la libertad de América.
Como trofeos quedan dos cañones, cincuenta fusiles, cuatro bayonetas y una bandera, tomada por el teniente Hipólito Bouchard. Los atacantes dejarán en el campo cuarenta muertos y tendrán trece heridos, entre ellos Zabala, su jefe. Este torna a desembarcar en la mañana del 4 para parlamentar. Solicita carne fresca para atender a los heridos, que se le concederá en cantidad de media res y participa de un desayuno criollo.
El 5, los montevideanos cambian el rumbo y se marchan río abajo. En este día, pasadas las 12, la noticia del éxito llegará a Buenos Aires, donde se la celebra con una salva de artillería y repique de campanas. El 6, San Martín redacta un segundo parte, mucho más circunstanciado, y comunica que, aunque considera que el enemigo no podrá repetir sus invasiones, destaca una vanguardia para que los vigile, en tanto que el resto de sus tropas emprenderá el regreso. No lo hará sin antes visitar a los heridos y despedirse de los conventuales, metropolitanos todos, a los que manifiesta afecto y agradecimiento.
Consecuencias del combate
Para valorar la importancia del combate del 3 de febrero de 1813, cabe recordar lo expresado por el historiador español Mariano Torrente, quien sostiene que, hasta San Lorenzo, los marinos españoles contaban el número de sus éxitos por el de sus empresas, pero que al chocar con un jefe valiente y afortunado como San Martín, conocieron la derrota. Agrega que el triunfo logrado por el jefe americano le dio arrogancia militar y estímulo para realizar otras empresas. Por su parte, José Pacífico Otero dice que este éxito no fue una gran victoria en el sentido militar propiamente dicho, con un entrevero de 400 hombres, entre atacantes y atacados, se libra combate, pero no se libra una batalla. Hay triunfos, sin embargo, que, siendo pequeños en apariencia, lo son grandes por sus efectos trascendentales, y esto sucedió con San Lorenzo, combate en el cual con sólo dos cargas San Martín liquidó al enemigo en un brevísimo espacio de tiempo. Con todo, nada lo hinchó, ni nada le permitió clasificar de victoria lo que a su entender -la modestia fue siempre en San Martín un rasgo fundamental- era sólo un “escarmiento”.
Años después, en su correspondencia con Miller, al referirse a la caballería, el Libertador tendrá muy presente a los granaderos y a este combate al decir: “Hasta la época de la formación de este cuerpo, se ignoraba en las Provincias Unidas la importancia de esta arma, y el verdadero modo de emplearla, pues generalmente se la hacía formar en línea con la infantería para utilizar sus fuegos. La acción de San Lorenzo demostró la utilidad del arma blanca en la caballería, tanto más ventajosa en América cuanto que lo general de sus hombres pueden reputarse como los primeros jinetes del mundo”.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Mayochi, Enrique Mario – El Combate de San Lorenzo – Instituto Nacional Sanmartiniano.
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