La tradición liberal argentina, mentalmente colonizada por el iluminismo, cargó todas las cuentas que pudo sobre los hombros de don Juan Manuel, quizá, y aun sin quizá, la más salada de esas cuentas sea la concerniente a la cultura, cargo sin tope, que también pasó tiempo después, con grandes infamados del Olimpo político nacional.
Para esa tradición liberal, oficializada todavía en textos y manuales didácticos por la escuela estatal, Rosas es igual a barbarie, todo dicho en nombre del despotismo ilustrado. Y, por supuesto, en la barbarie no pueden existir ni el arte ni las letras ni la Universidad, esa institución consagrada universalmente como sinónimo de civilización. La novela tiene ribetes de ostensible ridiculez.
Un manual universitario que fue tradicional (el de Eliseo Cantón) afirma que “en esos tiempos sombríos sólo podían residir en Buenos Aires los cerebros poco luminosos o los espíritus resignados a vegetar en las penumbras”.
Alberto Parcos, hombre liberal para las sentencias, dijo hace años en un libro editado por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de La Plata: “La Universidad (rosista) se convierte en expresión casi nominal; disminuyen al mínimo las promociones médicas; galenos afamados, escapando a la persecución y a la muerte, ganan la vía del destierro y, estos factores aunados, tornan imposible, aún deseándola, la cruzada contra el auge del curanderismo”. ¡Pobre Palcos! Seguramente no tuvo tiempo de estudiar en serio historia argentina: ni siquiera de leer el volumen de 804 páginas del antirrosista Marcial R. Candioti, titulado Biografía doctoral de la Universidad de Buenos Aires, en que aparece reflejada la actividad principal de nuestra Universidad en tiempos del Restaurador.
Las promociones médicas no disminuyen en cantidad y calidad, sino que se acrecientan; y la medicina en general registra progresos que sólo pudieron quedar ocultos en razón de haber sido llevados al fondo de la caverna liberal. En vez de escapar, galenos afamados vinieron al país, desde Europa y desde los Estados Unidos, y aquí revalidaron sus títulos académicos ante el Tribunal de Medicina: mesa examinadora en la que figuraban distinguidos maestros como Francisco de Paula Almeyra, Matías Rivero, Juan José Fontana, Eugenio Pérez y Tomás Coquet, este último como perito en odontología.
Uno de esos galenos afamados, el norteamericano Jacobo M. Tewksbury (quien revalidó su título de profesor de Medicina, Cirugía y Partos en 1844), aplicó por primera vez en nuestro país el éter como anestésico general, a fines de agosto de 1847, es decir, a menos de un año de que el doctor Warren, de Massachusetts, lo utilizara como tal en el mundo (octubre de 1846).
Entre mediados de 1844 y fines de 1847, revalidaron sus títulos en la Universidad de Buenos Aires los profesores de Medicina y Cirugía, Santiago Bottini, Gabriel Sonnet, Pedro Clarke, Mauricio Hertz y Enrique G, Kenedy, aparte del nombrado Tewksbury; los doctores en farmacia Carlos B. Coster, Enrique Godfrey y Carlos Malvigne, y los dentistas Adolfo L. Alker, Carlos Franze y Andrés L. de Cádiz.
Durante ese mismo período hubo un buen número de promociones médicas, que los investigadores vamos paulatinamente determinando con precisión, puesto que no existe una fuente documental única para lograr tal cometido. Avanzando sobre el valioso trabajo realizado por Dardo Corvalán Mendilaharsu, Marcial R. Candioti y Andrés Ivern (y sobre mis propias búsquedas), voy a consignar en este artículo una nómina parcial de médicos examinados y aprobados por el Tribunal de Medicina, a la que quiero también calificar de provisional.
Año 1844. Guillermo Rawson, Benito Bárcena, Estanislao Díaz, Manuel Arias y Vicente Arias, en Medicina y Cirugía. Luis Gómez, Venancio Acosta, Miguel Rojas, Manuel Porcel de Peralta, Manuel Láinez, Domingo Fernández, Justiniano Posse y Ramón Basavilbaso, en Medicina, Cirugía y Partos.
Año 1845. Gervasio Baz y Domingo Eugenio Navarro, en Medicina y Cirugía. Justo Meza y Robles, Juan B. Arengo, Juan José Camelino, Francisco Baraja, Mariano Erézcano, Isidro Bergueyre, Manuel Garayo y Mauricio Garrido, en Medicina, Cirugía y Partos.
Año 1846. Antonio Egea y Martínez, en Medicina y Cirugía. Luis María Drago, Mariano J. González, Sinforoso Amoedo, Ricardo Lowe, Pablo Santillán, José Quintana y Toribio Ayerza, en Medicina, Cirugía y Partos.
Año 1847. José Gaffarot, Mateo J. Luque, Germán Vega, Nicanor Molinas, Modestino Pizarro, José Lucena, Manuel Cuestas, Claudio Mejía, José María Real y Manuel Pereda, en Medicina, Cirugía y Partos. José Sánchez, Manuel Insiarte y Adolfo E. Peralta, en Medicina y Cirugía. Una mujer, María P. Abadie, fue examinada y aprobada en Partos.
Como curiosidad, digamos que entre mediados de 1844 y fines de 1847 fueron examinados y aprobados por el Tribunal de Medicina como profesores de Feblotomía, esto es, sangradores, Leandro Díaz, Hilario Diana, Juan Medeiros, Joaquín Demetri, Gregorio Aravena, Narciso Aravena, José María Ortiz, Pedro Fraga, Andrés Devoto, Juan P. Cascaravilla, Juan Echepareborda, Luis Viajor, Antonio Conti, Justo Pastor Muñoz y Pedro Perruquino. El flebotomista Juan Echepareborda fue autorizado en 1846 a ejercer la profesión de dentista.
Las dentaduras de los porteños no estuvieron desatendidas por falta de profesionales, en los tiempos del Restaurador. Tomás Coquet, con consultorio en la calle 25 de Mayo 24; Guillermo L. Tenker, cirujano dentista que atendió primero en 25 de Mayo 40 y después en Cangallo 31; y Adolfo L. Alker, quien atendía en Representantes 15, ofrecían a sus pacientes los últimos materiales recibidos del extranjero.
Agreguemos, ayudados por Perogrullo, que no les faltaron enfermos a esos doctores, argentinos y extranjeros, de que nos estamos ocupando. Y algunos de sus enfermos, los más famosos, aparecen en la documentación de la época. Así, en mayo de 1847, al excusarse ante el gobierno rosista por no haber podido asistir a las celebraciones del 25 de Mayo, el coronel Ciriaco Cuitiño expresa que “su enfermedad habitual con mucho sentimiento le imposibilita hacerlo”. Nicolás Descalzi, el astrónomo y matemático, alegaba no haber concurrido “por la fractura de una pierna que hace tiempo adolece”. Y el coronel Andrés Parra (uno de los “innombrables” para el liberalismo), se justificaba “en razón de hallarse atacado de una enfermedad crónica e inveterada hace largo tiempo”.
En noviembre, con motivo de la fiesta del patrono San Martín (el francés a quien Rosas no quería, según la leyenda unitaria), nuevamente se registraron los justificativos por ausencia obligada en las ceremonias oficiales. Martiniano Chilavert, el mártir de Caseros, decía estar “convaleciente de una enfermedad”; y el teniente coronel Francisco Crespo, héroe de la Vuelta de Obligado, alegaba andar “atacado de los nervios”. ¡Tenía motivos, ciertamente, para no estar cabal en su salud!
Una terminante expresión del genio nativo alumbraba el campo médico de la Federación: el doctor Francisco Javier Muñiz, descubridor de la vacuna en bovinos de Luján, y cuyo trabajo sobre la escarlatina era difundido en folleto desde 1844.
Existe un episodio poco conocido, a través del cual se pone de manifiesto, especialmente, la dimensión humana de Muñiz, por lo demás cirujano eminente.
En setiembre de 1844, apremiado por don Juan Manuel, que en el problema de la viruela no le daba resuello, el administrador de la vacuna, doctor Justo García Valdez, recurrió al médico de Luján, apurado, por carecer del cow-pox necesario. El doctor Muñiz se vino desde el nombrado pueblo bonaerense, con una hija de meses, Bernardina, “depositaria de una excelente vacuna” –según nos documenta el Tribunal de Medicina-, la que fue puesta a disposición del presidente García Valdez. Y “de mutuo acuerdo –dice el documento- llevada el viernes 12 del corriente a la casa central de vacuna, en donde se vacunaron veinte y tantas personas, cuyo resultado ha correspondido a los sacrificios que ha hecho el doctor don Francisco Muñiz transportando parte de su familia con el solo objeto de dar un paso más de beneficio y humanidad”. ¡Qué lejos estanos del curanderismo que Palcos pretende imponer como característico de ese tiempo!
Muy suelto de cuerpo afirma el mentado escritor liberal: “en el propio órgano oficial, La Gaceta Mercantil, permitirá la inserción de avisos que vulneran escandalosamente las cláusulas sobre el ejercicio de la medicina”. He aquí otro camello que quiere hacer pasar por el ojo de la aguja.
Hemos recorrido, con prolijidad, las páginas de La Gaceta rosista y tan solo un aviso podría justificar, parcialmente, una especie como la formulada por Palcos. Nos referimos al inserto en la edición del 31 de julio de 1846, que dice: “Medicina doméstica, o tratado completo de precaver y curar las enfermedades con el régimen y medicinas simples, y un apéndice que contiene la Farmacopea necesaria para el uso particular. Por D. Jorge Bucham: 1 tomo”. Esta publicidad no abunda. Sí en cambio la que difunde recomendaciones el Tribunal de Medicina; u ofrece libros sobre medicina científica.
Por ejemplo, en edición del 9 de abril de 1845, La Gaceta Mercantil publica un aviso de dicho Tribunal que era una advertencia sobre el pretendido específico Mal de los 7 días, anunciado en esos días por un farmacéutico de nuestra ciudad. Se trata, dice, de un compuesto cualquiera, e invita al público a denunciar los efectos del remedio a los miembros del nombrado organismo oficial, doctores Almeyra, domicilio en Cuyo 66; Rivero, en Perú 224; Fontana, en Potosí 128, y Pérez, en Potosí 207.
Meses antes, el 5 de marzo, la misma Gaceta ofrecía en venta obras de medicina en español o francés, que podían adquirirse en la botica sita en la esquina de Villarino. Entre esas obras destacó especialmente Blessures par armes de guerre en général, en dos tomos, del famoso Dupuytren.
Dije que la medicina registró notables progresos entre 1840 y 1852, y podrían citarse varios hechos que abonan tal afirmación. Me referiré sólo a uno, por significativo y considerarlo escasamente conocido. Entre 1845 y 1850, el eminente cirujano Teodoro Alvarez extrajo a don Juan Manuel de Rosas un gran cálculo vesical que los descendientes del “Nélatón argentino” conservan, como recuerdo de las operaciones quirúrgicas de su pariente.
Repito: nada de esto tiene que ver con la pintura de tonos sombríos de la época de Rosas o de la propia persona del Restaurador, repetida sin pausa por los liberales. El Buenos Aires de la Federación contó con todos los establecimientos de educación y de cultura que podían desarrollarse de acuerdo con nuestras posibilidades del momento: la Universidad, la Academia de Jurisprudencia Teórico-Práctica, teatros, academias de baile, y además talleres de retratos y vistas que nos dejaron una vastísima iconografía conservada en museos públicos y colecciones privadas.
En 1844, para dar datos ciertos, J. Elliot hacía retratos al daguerrotipo, cuya unidad, con su cajita de tafilete, costaba 100 pesos. Al año siguiente, Juan A. Bennet, recién llegado de Nueva York, realizaba retratos al daguerrotipo en colores, asociado a su compatriota Tomás C. Helsby. En 1846, el artista suizo Juan Felipe Goulu y el italiano Jacobo Fiorini, socio de Albin Favier, ofrecían sus talleres de pintura a unitarios y federales. Se les sumó en 1847 J. J. Ostrander, retratista al óleo y en miniatura hacía poco llegado de los Estados Unidos. Es decir que el arte y la ciencia no desampararon en ningún momento al hombre de la Confederación Argentina.
Fuente
Chávez, Fermín – Médicos, farmacéuticos y curanderos en la época de Rosas, Buenos Aires (1974)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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