Una lenta procesión acalorada llegó el 19 de noviembre de 1882 a un solar poblado de palcos, gallardetes, banderas y un público expectante para colocar una caja de piedra en un pozo cavado en plena pampa. Fue una caminata histórica la que muchos hombres públicos, inmigrantes y paisanos hicieron ese día bajo un sol de fuego. Llegaron hasta allí después de un largo y polvoriento viaje desde Buenos Aires hasta una semiacabada terminal ferroviaria, y se fueron después de fundar La Plata. Dieron así capital a la descabezada provincia de Buenos Aires, solucionaron un conflicto político de siete décadas de duración, pero también habían cantado un verdadero réquiem a la Argentina del pasado.
Porque la fundación de La Plata, con sus aciertos y sus errores, fijó la decisión histórica de construir la Argentina moderna. Y dejó, también, un gigantesco monumento vivo a la memoria del espíritu de una generación que no vacilaba, que no desconfiaba de la aptitud de grandeza del país. Si faltaba una capital, si se necesitaba una ciudad –pensaba-, el camino adecuado era construirla.
Dardo Rocha, gobernador de la provincia, explicó ese día las causas políticas de la decisión: “Era necesario llenar el vacío dejado en la organización de Buenos Aires, para quitar aspiraciones imposibles, y apagar recelos sinceros… Tal es la alta significación nacional de la ciudad que vamos a fundar, que se liga directamente a la historia de la Nación, y que será recordada en ella, no como un acto de la vida de la provincia, sino como un acontecimiento argentino… En cuanto a la provincia de Buenos Aires, este acontecimiento no puede ser más trascendental para ella. La vuelve a su vida normal, la pone a cubierto de injuriosas sospechas, le da asiento propio a sus autoridades, y le promete para un tiempo inmediato un nuevo centro de progreso, de ilustración y de poder…”.
El problema político de la Capital
Un largo litigio, muchas veces trágico, fue el origen político de la fundación de La Plata. Cuando la corona de España extendía su poder en América, y sumando enormes territorios creo el Virreinato del Río de la Plata, fijó como residencia del representante legal la ciudad de Buenos Aires. Pero, al mismo tiempo, encargó al virrey el gobierno de la provincia. De esa manera, la actual Capital Federal pasó a ser cabeza de todo el dominio, pero también sede del gobierno regional.
Un antiguo documento hispano da cuenta de la situación con precisión y castizo lenguaje: “Para el gobierno inmediato, directo y exclusivo de dos países, recibió el jefe de la vicemonarquía colonial el encargo de dos gobiernos, a saber; el de Gobernador de la Provincia de Buenos Aires y el de Virrey y Capitán General de todas las Provincias del Río de la Plata”. Así nació la “provincia-metrópoli”.
Cuando las Provincias Unidas del Sud dieron sus primeros pasos, en 1810, heredaron esta modalidad institucional; y diversos intereses la mantuvieron hasta 1880. Sesenta años de la historia argentina se vieron envueltos, entonces, en las luchas para terminar con la unidad indivisible de la “provincia-metrópoli”. Simplemente, la provincia de Buenos Aires bregó para no perder su autonomía frente a un gobierno nacional que, si se creaba, le quitaría su capacidad de dominio, basada en su aptitud para bastarse por sí sola. El puerto aseguraba el comercio, y la Aduana de Buenos Aires, bajo control provincial, la retención de sus beneficios impositivos.
La ausencia de una Constitución Nacional –prolongada a todo lo largo del gobierno de Juan Manuel de Rosas, aún siendo sólo gobernador de Buenos Aires, concentró en este cargo el manejo de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina- dilató hasta 1853 el tratamiento de la “cuestión de la Capital”, que en vano había intentado solucionar Bernardino Rivadavia dictando una ley que federalizó prácticamente la totalidad de la provincia “civilizada” en 1826.
Luego, los constituyentes de Santa Fe, aunque convencidos de que Buenos Aires era la capital histórica de la Nación, sólo enunciaron en la Carta Magna que por una ley especial se determinaría, entre las provincias reunidas, donde deberían residir las autoridades de la República.
La reforma constitucional de 1860 modificó la cláusula, que quedó redactada de la siguiente forma: “Las autoridades que ejercen el Gobierno residen en la Ciudad que se declare Capital de la República por una ley especial del Congreso, previa sesión hecha por una o más legislaturas provinciales del territorio que haya de federalizarse”.
Por ese entonces, las opiniones estaban divididas sobre si convenía o no que fuera Buenos Aires la capital. Desde “Argirópolis”, Domingo Sarmiento recomendaba crear una capital en la isla de Martín García, pensando que podía ser la cabeza de una hipotética confederación: Argentina, Paraguay y Uruguay.
Desde el sitio en que estuviera, Juan Bautista Alberdi no cesaba de pregonar que Buenos Aires era la capital natural. Representaba “el puerto, el tráfico directo, la aduana, el mercado, el crédito, el tesoro…”
Es claro que los bonaerenses le encontraban a la “Reina del Plata” las mismas ventajas que Alberdi, complementándolas así:
-La provincia de Buenos Aires representa el 80 por ciento del poder económico, y a pesar de que un tercio de su superficie aún era “desierto”, Azul contaba con veintisiete mil habitantes, y solamente Pergamino, Chivilcoy, San Nicolás, Mercedes, Veinticinco de Mayo, Bragado, San José de Flores, Ayacucho, Arenales, Chascomús, Juárez y Las Flores pasaban los diez mil.
-Pese a todo, la provincia poseía la mayor parte de la población del país, y casi setenta millones de cabezas de ganado pastaban en sus campos. Treinta y cinco empresas se dedicaban a la salazón y a la grasería, y el comercio comenzaba a vigorizarse a través de la creciente red ferroviaria.
-Buenos Aires era acreedora a una renta anual de ocho millones de pesos fuertes, y todas las demás provincias sólo ingresaban alrededor de cinco millones.
-Si bien los malones indígenas fueron un grave problema, hacia 1880 las campañas militares habían ensanchado las fronteras hasta sus límites actuales, dejando inútil la línea de fortines que flanqueó la célebre y discutida “Zanja de Alsina”. Buenos Aires era un campo listo para la siembra del progreso, el sitio de cultivo ideal para la germinación de la Argentina moderna.
La pugna por la supremacía entre la “provincia-metrópoli” y los demás Estados de la Nación asumió así perfiles amargos, y casi siempre sangrientos. Entre 1853 y 1880 el país vivió, cuando la hubo, una paz artificial, donde coexistieron en Buenos Aires dos gobiernos eternamente rivales e incoherentes: el Poder Ejecutivo Nacional, y el rico y potente gobierno bonaerense. Fueron tiempos de lucha y secesiones.
Dos veces se separó Buenos Aires del resto del país. Una vez fue obligada a retornar a la Confederación por la fuerza, tras la victoria de Urquiza en Cepeda. Pero después del “triunfo” de Bartolomé Mitre en Pavón, se afianzó el dominio porteño.
Cuando todas las decisiones políticas y económicas a nivel nacional las pudo tomar Buenos Aires, mitristas y autonomistas –partidarios de Adolfo Alsina- se dedicaron a luchar por el poder dentro de la provincia, ya que su control les garantizaba el gobierno del país.
Tocaría a un general tucumano intervenir decisivamente en la última etapa del pleito: se llamaba Julio Argentino Roca. Uno de sus principales colaboradores, el doctor Dardo Rocha, sería el encargado de corporizar la solución: se llamaría “Ciudad de La Plata”.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Musmano, Roberto C. – Dardo Rocha y la Fundación de La Plata
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia – Noviembre de 1975
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