La situación social, religiosa y económica de las misiones jesuíticas era buena, cuando fueron desterrados los jesuitas en 1767-1768. Ponemos esta doble fecha, porque, si bien es cierto que, desde julio de 1767, estaban enterados los jesuitas que habían de abandonar sus Reducciones, quedaron al frente de las mismas hasta agosto de 1768. Valiéndose de estos largos meses para predisponer el ánimo de los indios a recibir a los Curas y Administradores que habrían de reemplazarles en nombre del Rey.
El día 16 de agosto de 1768, después de haber hecho su cura, con anterioridad, un minucioso inventario de todas las existencias, se presentó en San Ignacio el primer administrador civil y el primer Cura que no era de la Compañía de Jesús, para hacerse cargo de la reducción. Ignacio Sánchez era el nombre del primero, y fray Domingo Maciel era el del segundo. Así ése como su compañero, fray Bonifacio Ortiz, eran religiosos de la Orden de Predicadores. En posesión ambos de sus respectivos cargos, el civil y económico el uno, y el religioso el otro, “como a las dos de la tarde de ese día -declaraba después el comisionado del gobierno, Francisco Pérez de Saravia- le hice saber al P. Raimundo de Toledo, al P. Miguel López y al P. Segismundo Baur, del Orden de la Compañía, la real Pragmática sanción, en presencia del Cabildo de este pueblo, y afirmaron los expresados regulares quedar entendidos de todo su contenido, e inmediatamente los entregué al cabo de granaderos, Jorge Sigle, para que, con seis hombres de escolta, los conduzca con su equipaje a la balsa que está prevenida, siguiendo la navegación por este río Paraná, sin arribar a puerto alguno, hasta el del pueblo de Itapuá, en donde los entregará al ayudante mayor, don Juan de Berlanga o el oficial que estuviese en aquel puesto, tomando recibo, con el que deberá satisfacer su comisión”.
Francisco Javier Bravo publicó, el texto del Inventario del Pueblo de San Ignacio Miní, y en él puede verse una detallada reseña de lo que había en la Iglesia y Sacristía, así en plata labrada como en ornamentos, y lo que había en la Casa de los Padres, y en las oficinas, como en la platería, herrería, barrilería, carpintería, etc. y lo que había en los almacenes o depósitos de los productos del pueblo.
En la descripción de lo que había en la iglesia hallamos estos datos: Una iglesia de tres naves con media naranja, en todo cumplida, toda pintada y a trechos dorada, con su púlpito dorado, con cuatro confesionarios, los dos con adornos de esculturas, y los otros dos de obra común. Su altar mayor con su retablo grande dorado. Al lado derecho de dicha iglesia tres altares: el primero de la Resurrección del Señor, con su retablo dorado; el segundo de San José, con retablo menor, medio dorado; y el tercero del mismo Santo, sin retablo.
Al lado izquierdo, tres altares: el primero de la Asunción de Nuestra Señora, con su retablo grande dorado; el segundo de San Juan Nepomuceno, con su retablo menor, medio dorado, y el tercero de Santa Teresa, sin retablo.
La capilla del baptisterio con su altar y retablo medio dorado, y pila bautismal, una de piedra y otra de estaño.
La sacristía y contrasacristía, y en ellas y en la iglesia, los retablos, las estatuas, cuadros, láminas, ornamentos, plata labrada y demás adornos y utensilios del servicio de la iglesia que siguen:
Plata labrada.
Custodia sobredorada, con varios esmaltes y piedras entrefinas.
Un copón con dos casquillos dorados por dentro.
Doce cálices, dorados los seis.
Una Sacra chapeada, y en ella varias imágenes de Santos, sacadas a buril, y sobredoradas, con las palabras de la consagración, Gloria y Credo grabadas y doradas, con su respectiva tabla, en forma de águila.
Dos lavabos en forma de águila.
Dos atriles chapeados.
Dos incensarios con dos navetas.
Seis blandones, etc.
En la Sala de Música se hallaron muchos papeles de cantar, cuatro arpas, siete rabeles, cinco bajones; rabelón, uno; chirimías, seis; clarinetes, tres; espineta, una; vihuelas, dos. Y allí también se encontraron los vestidos de cabildantes y danzantes: Casaca, cuarenta y cinco; chupas, cuarenta y cinco; calzones, cuarenta y cinco; corbatas, cuarenta y cinco; zapatos, noventa y seis pares.
Sombreros, cuarenta y cinco; medias de seda y de toda suerte, veinte y nueve pares; vestidos enteros de ángel, ocho; de húngaros, seis; sus turbantes, quince.
En los almacenes había de todo, desde yerba mate, cuya existencia era de más de 600 arrobas, y algodón, del que había 3.650 arrobas, hasta hierro (33 arrobas) y plomo (22 arrobas). Véanse algunos rubros de esta parte de los inventarios:
Cera de Castilla, diez y siete arrobas y dos libras.
Hilo de seda, dos libras, dos onzas. Hilo de Castilla, dos libras doce onzas.
Cera de la tierra, seis arrobas, quince libras.
Clavazón de hierro, doce arrobas.
Hilo de plata, dos libras seis onzas y media.
Hilo de oro, una libra, doce onzas y media.
Alambre de hierro, una arroba diez y ocho libras.
De metal amarillo, un rollito.
Escarchado de metal amarillo, una libra doce onzas.
Hebillas de zapatos, diez pares de estaño.
Item, papel, cien cuadernillos.
Mapas viejos, siete.
Incienso de Castilla, tres arrobas veinte libras.
Lacre, tres libras cuatro onzas.
Cedazos, esto es, tela de cedazos, veinticinco varas y una cuarta en tres pedazos.
Tela de plata, diez y nueve varas y media.
Terciopelo, siete varas.
Glase ya cortado para casullas en cuatro pedazos, tres de ellos de a vara y de un geme cada uno, y el cuarto de palmo y medio y todo colorado.
Tisú, tres varas.
Persiana colorada, veinte y cinco varas, y una cuarta.
Persiana blanca, tiene diez y nueve varas, y un geme.
Damasco azul, nueve varas y un geme.
Damasco morado, doce varas, menos un geme.
Damasco colorado, cinco varas y media.
Media persiana morada, diez y ocho varas y poco menos de media.
Raso colorado, setenta y tres varas.
Raso azul, diez y ocho varas.
Media persiana blanca, siete varas.
Raso morado, doce varas.
Raso verde, treinta y seis varas, un geme.
Encajes finos, tres piezas.
Item, otra pieza de lo mismo, siete varas
Item, otro rollo de lo mismo con cuarenta y seis varas y tres cuartas.
Por lo que toca a los ganados existentes en la estancia, se estableció en conformidad con un censo realizado en mayo de 1767, que había:
Vacas: 33.400
Caballos: 1.409
Mulas mansas: 283
Mulas chúcaras: 385
Yeguas mansas: 382
Yegua cría de burras: 222
Ovejas: 7.356
Los Curas que sucedieron a los jesuitas fueron religiosos de la Orden de Santo Domingo. Al padre Bonifacio Ortiz, que fue el primero que reemplazó a los jesuitas, en agosto de 1768, sucedió en 1771 fray Domingo Maciel, como Párroco, y fray Lorenzo Villalba, como ayudante. Fue confirmado en ese puesto fray Maciel en 1775, y fray Juan López sucedió a fray Villalba. En 1779 y en 1783 seguía fray Maciel al frente del pueblo, siendo sus ayudantes fray Faustino Céspedes en el primero de esos dos años, y fray Francisco Pera en el segundo de ellos. En 1787 fray Juan Tomás Soler remplazó a Fray Maciel y no tenía acompañante alguno.
Desde 1791 dejaron los Padres Dominicos de señalar Párroco para San Ignacio. Cada año fueron estos religiosos teniendo menos pueblos a su cargo. De diez, que tuvieron a su cargo en 1771, sólo tenían tres en 1803, que fueron las Reducciones de Yapeyú, San Carlos y Mártires, y en 1811 tenían aún a su cargo la postrera de estas reducciones, pero sin proveerla de Párroco. En 1815 y 1819 no se nombran Curas algunos para las mismas, como puede verse en las actas de los capítulos celebrados en esos años.
Es que desde la salida de los jesuitas, en agosto de 1768, los pueblos de Misiones, entre ellos San Ignacio Miní, fueron decayendo lenta pero constantemente. Los religiosos, que sucedieron a los Padres de la Compañía de Jesús, por más buena que sea su voluntad, desconocían el idioma de los indios y, lo que era aún más grave, desconocían la pedagogía a usarse con ellos. Los administradores, comenzando por Ignacio Sánchez dilapidaron los bienes de la comunidad.
Por lo que toca en particular a la Reducción de San Ignacio Miní, existe un documento del estado en que se hallaba en 1801 ese pueblo, otrora tan próspero y tan poblado. Dicho documento está suscripto a 31 de abril de ese año, y en el pueblo mismo de San Ignacio Miní, por Joaquín de Soria, gobernador, a la sazón, de los Treinta Pueblos, y va dirigido al Administrador Andrés de los Ríos. “Ordeno y mando al citado administrador que, sin desatender el cuidado de las estancias, y cuidado de la Chacarería, por ser estos dos ramos el principal nervio en que está vinculada la subsistencia de los naturales, ponga toda la aplicación y esmero en la reedificación de las cuadras caídas, composición de las que amenazan ruina, principalmente el templo y el segundo patio del colegio, en la mayor parte se halla destruido, y en la conservación y buen estado de servicio, en que se ven algunos edificios. Averigüe el paradero de muchas familias prófugas, cuya restitución al pueblo procurará por los medios más suaves, prometiéndoles a todos la indulgencia del castigo, para que, de este modo, vuelvan y se haga la Comunidad de ésta con más brazos para el cultivo de los terrenos”.
Esto ordenaba Joaquín de Soria, en tiempo del gobernador Lázaro de Ribera, y se refiere principalmente a los edificios, pero dos años antes, en 1788, el predecesor inmediato de Ribera, el gobernador Joaquín Alós, había expuesto y ponderado el estado de decadencia y de miseria que aquejaba a los otrora opulentos y prósperos pueblos misioneros, y con referencia particularmente a San Ignacio Miní, manifestaba que “esta falta (de ropa) ha puesto a los más de ellos en estado miserable e indecente a la vista”. No eran los de San Ignacio Miní una excepción ya que “muchos de los de San Ignacio Guazú se hallan andrajosos y desnudos la mayor parte de los párvulos”. Y en Itapuá
vio él mismo el “lastimoso espectáculo” que presentaban “a mi vista”, los más de sus moradores.
Estando los pueblos en este abandono religioso, material y económico, nada extraño es que la población de los mismos fuera, cada día, más escasa hasta reducirse a una insignificancia. Lo curioso es que no obstante tantas exacciones y abusos, de parte de tantos administradores, y no obstante tanto descuido y apatía por parte de no pocos Curas, siguieran los indígenas fieles a su vida de Comunidad, desde 1767 hasta 1810, pero fue, a partir de 1816 y para resistir la invasión lusitana sobre la Banda Oriental, que organizó el general Artigas con sus ejércitos, uno de los cuales, al mando del indio Andrés Guacurarí, del pueblo misionero de San Borja y comúnmente conocido con el nombre de Andresito y debía operar en el Alto Perú, obedeciendo órdenes superiores, se empeñó en apoderarse de los cinco pueblos del Paraná, entre ellos San Ignacio, que estaban dominados por Francia.
Artigas sostenía que, por el tratado de 1811, correspondían esos pueblos a la llamada Liga de Provincias, de las que era él el protector, y aunque Andresito tomó sin mayores dificultades la Reducción de Candelaria, que era la más defendida, le costó no poco apoderarse de Santa Ana, de Loreto, de San Ignacio y de Corpus.
Dominaba Andresito estas reducciones, cuando José Gaspar Rodríguez de Francia determinó destruirlas a fin de no dejar a su enemigo, ni fuentes de recursos, ni recintos defensorios. Así lo hizo en el decurso de 1817. El destrozo unas veces, los incendios, otras veces, destruyeron o dejaron maltrechos a todos los pueblos misioneros. Algunos, como Yapeyú, totalmente arrasados; otros como San Ignacio Miní, destartalados o en ruinas. Lo impresionante y conmovedor es el hecho de que todavía en 1846 había indígenas que moraban junto a los muros de lo que fue otrora la Reducción de San Ignacio Miní.
Esta quedó olvidada en medio de las bravías selvas que la rodeaban hasta que, en los postreros años del siglo XIX, llegó hasta sus solitarias ruinas el agrónomo Juan Queirel y, en dos folletos, intitulado el uno “Misiones”, publicado en 1901, comunicó a los estudiosos una noticia comprensiva y objetiva de lo que eran entonces las ruinas de San Ignacio Miní.
“Mi permanencia en esta localidad –escribió Queirel- donde he delineado un centro agrícola, que hará renacer de sus cenizas al incendiado y arruinado pueblo de San Ignacio Miní, me ha permitido visitar con alguna detención las interesantes ruinas de dicho pueblo, que, como bien se deja ver por ellas, fue una de las más importantes y prósperas reducciones.
Por propia satisfacción he recorrido las ruinas, midiendo y observando; y después de muchas horas, así empleadas, he podido levantar el plano adjunto. Por temor de inventar, he puesto en él solamente lo que hay en el terreno. Asimismo ciertos lienzos de pared que represento por una línea seguida, no son de hecho sino escombros diseminados que, en vez de guiar, confunden sobre la verdadera dirección que tuvieron las antiguas hileras de casas, cuartos, etc.
Hay que saber que las ruinas están entre un monte espeso y salvaje (con muchos naranjos) en que los árboles, lianas y demás plantas han tomado por asalto, casas, iglesia, colegio, etc.
Los pueblos de las misiones argentinas fueron, como es sabido, incendiados y destruidos, unos por los portugueses, otros por los paraguayos, y por eso sus ruinas están en mucho peor estado que las de las Misiones brasileñas y paraguayas, en las cuales se conservaban edificios completos, que son aún habitados, como en Villa Encarnación sucede.
No obstante que, en estas últimas ruinas, se puede estudiar mejor las antigüedades jesuíticas, yo he creído útil hurgar en las ruinas que tenía a mi alcance, aunque más no fuera, que para confirmar las descripciones antiguas.
Aún en el estado en que se encuentra aquel viejo pueblo en escombros, es muy interesante.
Si de mí dependiera, esas ruinas, esas piedras labradas y esculpidas, que representan el arte de los jesuitas, y la atención, la perseverancia y el sudor de millares de Guaraníes; esas piedras que han escuchado tantos cánticos, tantas plegarias cristianas, pronunciadas en una lengua primitiva, que han asistido a tantas escenas de una civilización única en la historia. Si de mí dependiera, lo repito, esas ruinas serían respetadas, cuidadas, conservadas, para que fueran, como dice Juan Bautista Ambrosetti, un atractivo más de Misiones, y no el menor, un punto de cita para los turistas futuros”.
La Reduccion Jesuítica San Ignacio Miní, junto con las de Nuestra Señora de Loreto, Santa Ana y Santa María la Mayor (ubicadas en la Argentina) fueron declaradas Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco en 1984.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Furlong, Guillermo – Las Misiones y sus pueblos - Buenos Aires (1971).
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Todo es Historia – Mayo de 1971
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