El Saludador

Antonio Giglio

Al leer el epígrafe de este artículo, no crean ustedes que vaya a ocuparme del embaucador (1) que se dedica a curar o precaver la rabia u otros males, por medio de la insuflación: qui rabiem aliosque morbus curare cavereve, que decimos los sabios modernos. Nada de eso; trátase, solamente, de un modesto y rollizo compatriota del Dante, que todavía no ha sido traducido, para bien suyo.

Como Mendrugo, el del sainete, busca mendrugo de la diaria alimentación, en la calle Florida, esquina a la de Viamonte, donde, de 2 a 6 de la tarde, podrás ver al que me inspira estas cuartillas.

Con la diestra tendida, el garrote colocado en los riñones, a guisa de puntal para sostener el cuerpo, y desparramando la vista hacia el lado por donde se dirigen los coches a Palermo, allí está diariamente Antonio Giglio, que así se llama “El Saludador”, una de nuestras “personalidades del arroyo”.

Coloradote y reluciente, rebosa salud y puchero por todos los poros de su cara, y su pestorejo jarameño es digno de los pestorejos de aquellos claustros de otros días, donde se desarrollaban las humanas inteligencias y el tejido adiposo.

De ojos vivarachos, de nariz dórico jónica, de boca voluptuosa, lo mismo que el amor que para los comestibles, y de mirada ardiente a la vez que dura, el Saludador recuerda uno de aquellos “guapos”, de pasados siglos, encargados de velar por el honor ajeno, a tanto por estocada y por hora. Porque si de su cinto no penden espada y daga, ni viste coleto y ferreruelo, en cambio, de la diestra mano no se le desprende un respetable garrote y su traje es una caja de pinturas, con más riqueza de tonos que tuvo nunca la paleta de Ticiano.

Primero dejará de salir el sol por Oriente (idea nueva y poética), que Antonio Giglio falle a la supradicha esquina, centro de sus operaciones y donde tiene establecido su bureau.

Sus “operaciones” se hacen siempre “al contado”; basándose en el saludo y “se realizan” quitándose el sombrero; descubriéndose ante todo aquel que va bien vestido y tiene aire de llevar algo en el bolsillo.

¡Y qué manera tan donosa y original la de Giglio, para saludar a su clientela!

Desde Amadeo de Saboya, que se pasó toda la época de su corto reinado quitándose y poniéndose el sombrero, hasta el Saludador, nadie, nadie supo llevar la diestra al ala de su couvre chef, (lo digo en francés por no repetir dos veces la palabra sombrero), con más gallardía y soltura que él.

Con la dignidad de un don César de Bazán, sin tabardo, y con un apetito proporcionado a su estómago, Giglio, rompiendo con los antiguos moldes de la mendicidad, ha sabido hacer de la limosna un arte, una institución….. ¡Ha creado escuela!….

Yo, que ya había tenido la honra de entrevistar a tres gobernadores de provincia y a uno de nuestros más distinguidos mayorales de tranvía, necesitaba, para cimentar mi reputación de entrometido, hacer un reportaje a toda una notoriedad.

Pensé en el Saludador y, echándome el sobretodo al brazo, no tanto para disfrazar su peor estado, como porque eso de que llevar colgada de la sangría una prenda viste bien, me dirigí hacia donde mi hombre tiene instalada su “oficina”.

Lo grave del caso, era hacer que Giglio me abriese su pecho, sin abrirme la cabeza, pues el gringo es medio retobao; pero, para bien mío, reparé que en la esquina de Florida y Viamonte existe una pulpería-house y pensé sobornar los recuerdos de Giglio con una ginebra-club.

Con un miedo de fin de mes, me acerqué a aquella estatua de la limosna y le dije:

- Desearía hablar con usted: ¿podría esperarle en el almacén de enfrente?

- Ahora non posso, mio signore, me respondió; sono afferato in la bisogna; aspetatemi una mezza ora.

- Nada, nada, le repliqué, primero es la obligación que la devoción….. Continúe usted en sus “quehaceres”.

Y penetrando en el almacén de don Gregorio, -que así se llama el que con una hospitalidad escocesa-santanderina, (es del Valle de Pazos) atiende a la alimentación diaria de Giglio-, le dije en voz alta, para que pudiera oírlo éste:

-Don Gregorio, prepárenos unos fiambres.

Y desde el dintel de la puerta del almacén, veía operar a Antonio Giglio, y admiraba aquel savoir faire, aquel aire de distinción y nobleza –talon rouge y torcido- y aquella manera de saludar a los coche-andantes y recibir de éste diez centavos, del otro veinte, y rara vez cincuenta, porque desde que la moneda de níquel se ha introducido en la circulación, la filantropía ha venido a resultar del género chico!…

La palabra empeñada y la querencia al salame y al queso que me oyó pedir, condujéronle a la trastienda donde le esperaba, y de su boca oí lo que a copiar voy, no con el estilo que él empleara, pues este artículo no es por secciones, y que merece la pena de leerse, por lo curioso.

Y ahora, habla Giglio:

“Nací en Torre del Greco, cerca de Nápoles. Mi mamá y mi papá perecieron ahogados con la mayor parte de mi familia, el 16 de agosto de 1869, en cuyo naufragio se perdió toda nuestra fortuna, y el barco en que navegaban, que era de nuestra propiedad. El mismo día de la desgracia, un hermano mío se tiraba de cabeza “de un apenino”, y moría también otra hermana mía, de una enfermedad que “teniba” en la “gamba”.

El Saludador de Florida y Viamonte

Libre y con lo poco que me quedaba, me dediqué al amor, al juego y a los viajes. Me embarqué para el Brasil; recorrí varias de sus provincias a pie, en busca de un fraile, antiguo amigo mío. De allí pasé a Montevideo, e ingresé en el periodismo, al lado de Totó Nicosia (2). Siendo estrecho aquel campo para mí, me trasladé a Buenos Aires, donde me han llevado doscientas veces a la Comisaría y tres al Manicomio, de donde me escapé la última vez, tirándome de la azotea. Los médicos dicen que soy loco de “amore”, y yo he tenido 14 novias tanto entre las “principali signorinas” de aquí, como entre el ramo de cocineras con retiro y canasta.

Vivo de lo que me dan las gentes y el gobierno del dottore Uriburu, que me señaló 25 pesos al mes, porque le saludaba siempre que pasaba; sólo me pagó una mensualidad y me adeuda 600 pesos.

Confío en que el “generale” Roca, de quien soy partidario, sabrá cumplir los compromisos contraídos conmigo. Debo esperarlo así, porque me ha dado esto, como salvoconducto, y el hablar así, nos enseña la tapa de un espejo de marfil, con un monograma.

-Con eso –le dije-, casi está usted autorizado para entrar en lo de Charpentier o Philipp, y pedir un puchero con muchas papas.

-Con esto –nos replicó- estoy casi seguro de que “il generale” me dará una “legazione” en Italia con “cinquanta o sessanta pesi al mese”.

Por lo demás, Giglio es un hombre inofensivo. Algo tímido para el trabajo, busca su vida saludando a todos y recibiendo lo que le dan. Come los restos de la mesa del almacenero don Gregorio; así que reúne 40 centavos, se va a dormir a una fonda del Paseo de Julio. Cuando posee más de ese capital, lo superfluo lo distribuye entre otros necesitados y…

Pobre de los más perfectos,
a quien Dios ayude y guarde
de 2 a 6 de la tarde
admite ropas y efectos!

Referencia

(1) Curandero. Impostor que aparenta curar o precaver la rabia con el aliento, la saliva y con ciertas deprecaciones y fórmulas.
(2) Totó Nicosia, italiano, natural de Sicilia, era un masón y garibaldino, que dirigía el periódico L’Indipendente. Tenía una gran experiencia duelística. Los diarios de la época le adjudicaban diecisiete duelos. Más modestamente, él reconocía solo trece.

Fuente
Caras y Caretas – Octubre de 1898
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Vargas, F. T de, León Camarero – El Saludador

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