Ante el mal tratamiento dado a los prisioneros paraguayos durante la guerra de la Triple Alianza por parte de las tropas aliadas luego de los combates de Yatay y Uruguayana, y por otras violaciones del derecho internacional, el mariscal Francisco Solano López envió una carta al general Bartolomé Mitre en los siguientes término:
“Cuartel General de Humaitá, noviembre 20 de 1865.
A su excelencia el Presidente de la República Argentina, brigadier general don Bartolomé Mitre, general en jefe del ejército aliado.
Como general en jefe de los ejércitos aliados en guerra con esta República, tengo el honor de dirigir a vuestra excelencia la presente.
En la imperiosa necesidad en que algunas veces se hallan los pueblos y sus Gobiernos de dirimir entre sí por las armas las cuestiones que afectan sus intereses vitales, la guerra ha estallado entre esta República y los Estados cuyos ejércitos vuestra excelencia manda en jefe.
En tales casos es de uso general y práctica entre naciones civilizadas atenuar los males de la guerra por leyes propias, despojándola de los actos de crueldad y barbarie que, deshonrando la humanidad, estigmatizan con una mancha indeleble a los jefes que los ordenan, autorizan, protegen o toleran, y yo lo había esperado de vuestra excelencia y sus aliados.
Así penetrado y en la conciencia de estos deberes, uno de mis primeros cuidados fue ordenar la observancia de la consideración con que los prisioneros de cualquier clase que sean, deben ser tratados y mantenidos con respeto a sus graduaciones, y, en efecto, han disfrutado de las comodidades posibles y hasta de la libertad compatible con su posición y conducta.
El Gobierno de la República ha dispensado la más alta y amplia protección, no solamente a los ciudadanos argentinos, brasileros y orientales que se hallaban en su territorio, o que los sucesos de la guerra habían colocado bajo el poder de sus armas, sino que ha extendido esta protección a los mismos prisioneros de guerra.
La estricta disciplina de los ejércitos paraguayos en el territorio argentino y en las poblaciones brasileras así lo comprueban y aún las familias y los intereses de los individuos que se hallan en armas contra la República han sido respetados y protegidos en sus personas y propiedades.
Vuestra excelencia, entretanto, iniciaba la guerra con excesos y atrocidades, como la prisión del agente de la República en Buenos Aires, ciudadano Félix Egusquiza; la orden de prisión y consiguiente persecución del ciudadano José Rufo Caminos, cónsul general de la República cerca del Gobierno de vuestra excelencia, y su hijo don José Félix, que tuvieron que asilarse bajo la bandera amiga de Su Majestad británica; el secuestro y confiscación de los fondos públicos y particulares de aquellos ciudadanos, ya sea en poder de ellos o en depósito en los bancos; la prisión del ciudadano Cipriano Ayala, simple portador de pliegos; el violento arranque de las armas nacionales del consulado de la República, para ser arrastradas por las calles; el público fusilamiento de la efigie del Presidente de la República y el consiguiente arrojo de esa efigie y del escudo nacional se hizo al río Paraná, en pública expectación, en el puerto de la ciudad de Rosario; el asesinato atroz cometido por el general Cáceres en el puerto de Salados, del subteniente ciudadano don Marcelino Ayala, que, habiendo caído herido en su poder, no se prestó a llevar su espada contra sus compañeros; y el bárbaro tratamiento con que ese mismo general acabó los días del también herido alférez ciudadano Faustino Ferreira, en Bella Vista; la bárbara crueldad con que han sido pasados a cuchillo los heridos del combate de Yatay y el envío del desertor paraguayo Juan González, con especial y positiva comisión de asesinarme, no ha sido bastante a hacerme cambiar la firme resolución de no acompañar a vuestra excelencia en actos bárbaros y atroces, ni pensé jamás que pudiera todavía encontrarse nuevos medios para enriquecer las atrocidades e infamias con que, por tanto tiempo, nos han flagelado y deshonrado ante el mundo las perpetuas guerras intestinas del Río de la Plata.
Quise todavía esperar que en la primera guerra internacional, como esta, vuestra excelencia sabría hacer comprender a sus subordinados que un prisionero de guerra no deja de ser un ciudadano de su patria ni un cristiano, y que, como rendido, deja de ser enemigo, ya que no supo hacer respetar de otro modo los derechos de la guerra, y que los prisioneros serían por lo menos respetados en su triste condición y en sus derechos de tal como lo son ampliamente en esta República los prisioneros del ejército aliado.
Pero es con la más profunda pena que tengo que renuncia r a esas esperanzas ante la denuncia de acciones todavía más ilegales y más atroces e infames que se cometen con los paraguayos que han tenido la fatal suerte de caer prisioneros en poder del ejército aliado.
Tanto a los prisioneros hechos en varios encuentros de ambas fuerzas, como notablemente a los de Yatay, y a los rendidos en la Uruguayana, vuestra excelencia ha obligado a empuñar las armas contra la patria, aumentando por millares con sus personas el efectivo de su ejército, haciéndoles traidores, para privarles de sus derechos de ciudadanía y quitarles la más remota esperanza de volver al seno de su patria y su familia, sea por un canje de prisioneros o por cualquier otra transacción, y aquellos que han querido resistir a destruir su patria con sus brazos han sido inmediata y cruelmente inmolados.
Los que no han participado de tan inicua suerte han servido para fines no menos inhumanos y repugnantes, pues que, en su mayor parte, han sido llevados y reducidos a la esclavitud en el Brasil. Y los que se prestaban menos, por el color de su cutis, para ser vendidos han sido enviados al Estado Oriental y a las provincias argentinas de regalo, como entes curiosos, sujetos a la servidumbre.
Este desprecio, no ya de las leyes de la guerra, sino de la humanidad; esta coacción tan bárbara como infame, que coloca a los prisioneros paraguayos entre la muerte y la traición, es el primer ejemplo que conozco en la historia de las guerras, y es a vuestra excelencia, al Emperador del Brasil y al actual mandatario de la República Oriental, sus aliados, a quienes cabe el baldón de producir y ejecutar tanto horror.
El Gobierno paraguayo, por ninguno de sus actos, ya sea antes o después de la guerra, ha provocado tanta atrocidad. Los ciudadanos argentinos, brasileros y orientales han tenido toda libertad de retirarse con sus haberes y fortunas de la República y del territorio argentino ocupado por los ejércitos, o de permanecer en ellos, conforme les conviniese.
Mi Gobierno así respetaba las estipulaciones convenidas en los pactos internacionales para el caso de una guerra, sin tener en cuenta que esos pactos hubiesen expirado, considerando sólo sus principios como de interés permanente, de humanidad y de honor nacional. Jamás olvidó tampoco el decoro de su propia dignidad, la consideración que debe a todo Gobierno y al Jefe del Estado, aun en la actual guerra, para tolerar insultos al emblema de la patria de los aliados, o el fusilamiento de vuestra excelencia o el de sus aliados en efigie, y mucho menos podía acompañarle, como medio de guerra, en el empleo de algún tránsfuga argentino, oriental o brasilero para asesinarlos en su campamento. La opinión pública y la historia juzgarán severamente esos actos.
Las potencias aliadas, pues, no traen una guerra como lo determinan los usos y las leyes de las naciones civilizadas, sino una guerra de exterminio y horrores, autorizando y valiéndose de los medios atroces que van denunciados y que la conciencia pública juzgará en todos los tiempos como infames.
Traída la guerra por vuestra excelencia y sus aliados en el terreno en que aparece, en uso de mis derechos y de la obligación que tengo en el mando supremo de los ejércitos de la República, haré de mi parte lo que pueda para que vuestra excelencia cese en esos actos que mi propia dignidad no me permite dejar continuar, y al efecto invito a vuestra excelencia, en nombre de la humanidad y del decoro de los mismos aliados, a abandonar ese modo bárbaro de hacer la guerra, a poner a los prisioneros paraguayos en el goce de sus derechos de tales, ya estén en armas, esclavizados en el Brasil o reducidos a servidumbre en la República Argentina y Oriental, a no proseguir cometiendo ningún acto de atrocidad; previendo a vuestra excelencia que su falta de contestación, la continuación de los prisioneros en el servicio de las armas contra su patria, diseminados en el ejército aliado, o en cuerpos especiales, la aparición de la bandera paraguaya en las filas de su mando, o una nueva atrocidad con los prisioneros, me han de dispensar de toda la consideración y miramientos que hasta aquí he sabido tener, y, aunque con repugnancia, los ciudadanos argentinos, brasileros y orientales, ya sean prisioneros de guerra o no, en el territorio de la República, o en el que sus armas llegasen a ocupar, responderán con sus personas, vidas y propiedades a la más rigurosa represalia.
Espero la contestación de vuestra excelencia en el perentorio término de treinta días, en que será entregada en el Paso de la Patria.
Dios guarde a vuestra excelencia muchos años.
Francisco S. López”.
La nota de López fue conducida por el Pirabebe, yatch a vapor armado con un cañón, bajo bandera de parlamento. Tan pronto como se avistó, la escuadra brasilera fondeada en Corrientes, hizo grandes aprestos de combate; tres vapores se adelantaron a reconocerlo, formando a la cabeza de la columna el Ibahy, que era el más grande. Cargaron todos los cañones y los marinos ocuparon sus puestos de combate. Entre tanto el Pirabebe baró en un banco de arena y no pudo moverse. Entonces avanzó el almirante Barroso que montaba el Igurey, “en busca de peligros” como él decía. A pesar de que el Igurey llevaba bandera de parlamento, el Ibahy desprendió un bote con un oficial a su bordo, para traer prisionero al capitán paraguayo. Sin embargo el oficial se redujo a “invitar” al oficial paraguayo a acompañarle, lo que aquel aceptó; cuando subió a bordo de la Ibahy, el comandante lo abrazó creyendo que había venido a entregar su buque, pero aquel le manifestó, que era portador de pliegos que debía entregar personalmente al almirante; entonces fue conducido en un bote, encontrando en el camino a Barroso, que venía aguas arriba. Los brasileros desprendieron tropas, que tomaron prisioneros y condujeron á bordo de sus buques a toda la tripulación del Pirabebe; un oficial brasilero arrió la bandera paraguaya, la pisoteó y la escupió, sacando en seguida del buque todo cuanto existía, inclusive la ropa de los maquinistas. El Pirabebe fue sacado a remolque por los vapores brasileros y llevado a Corrientes, en donde su tripulación fue puesta de nuevo en posesión del buque, que a pesar de esto continuaba prisionero. Sin embargo al día siguiente lo dejaron libre.
En respuesta de Mitre fue llevada en un bote a remo al Paso de la Patria. Se dice que se encolerizó mucho por las acusaciones que se le hacían.
López publicó en el Semanario ambas notas. Tres días antes que López enviara su nota a Mitre, amenazándole con represalias, las anticipó, haciendo traer engrillados a Humaitá, a todos los connacionales de los aliados residentes en el país, y reduciéndolos a una dura prisión. A la mayor parte se le quitaron pronto los grillos, pero permanecieron siempre presos e incomunicados durante toda la guerra. Más tarde fueron expuestos al bombardeo constante de los encorazados sobre Humaitá, y finalmente todos, excepto uno que escapó por milagro, fueron fusilados ó muertos en el tormento.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Thompson, George – La Guerra del Paraguay – Segunda edición, Buenos Aires (1910).
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