Doña Jacinta entró en la cocina trayendo un pedazo bastante regular de pulpa, y avisó a don Ruperto que era todo lo que quedaba de la vaquillona carneada, pocos días antes, para el consumo de la familia. Don Ruperto, sentado contrita el fogón, muy ocupado en llenar el mate por vigésima vez, contestó con indiferencia sin soltar el pucho que tenía en los labios: “Bueno, carnearemos”.
Para don Ruperto, hacendado en los confines lejanos de la Pampa cristiana, carnear una res era lo mismo que para el hortelano coger un durazno en el árbol. Tenía su buen rodeo de vacas, y sin saber exactamente de cuántas cabezas se componía, lo consideraba inagotable; sobre todo que, además de las pariciones abundantes, nunca faltaban en él animales orejanos o de marcas ajenas y desconocidas que siempre le parecían más gordos y más a punto para ser comidos que los propios.
Hubiera tenido por delito el carnear un animal de su marca, pues en aquel tiempo de haciendas alzadas y de campos abiertos todos hacían lo mismo.
Doña Jacinta removió las brasas, haciendo muecas al humo y colocó encima el pedazo de carne que había traído para que su esposo churrasquease antes de salir al campo. Era muy temprano todavía, apenas aclaraba, los gallos cantaban por la segunda vez, pero dormitaban todavía sin pensar en levantarse. Don Ruperto era muy madrugador; le hubiese parecido una vergüenza estar en la cama todavía cuando se apagaba el lucero. El buen gaucho, decía, debe estar repuntando cuando sale el sol.
Con la punta del cuchillo daba vuelta en las brasas al pedazo de carne, cuidando de que no se quemase por demás, y cuando por fin vio que ya no chirriaba llenando la cocina de sus olorosos vapores, lo sacó del fuego, lo depositó con precaución encima de una tablita que allí estaba y, tajada por tajada, se lo comió todo, con un poco de sal y nada más, tragándose por encima medio jarro de agua.
Cuando volvió del rodeo, dos horas después, traía entre los novillos del señuelo una vaquillona gorda. La enlazó, y con la ayuda de los muchachos, la carneó. Y reinó, por un gran rato, la salvaje y cruenta alegría de la carne fresca, del alimento abundante asegurado.
Los perros que lamen la sangre tibia, los gatos que desgarran los bofes palpitantes, los chimangos que esperan gritando su parte del festín, los muchachos que se llevan las achuras para la cocina, el padre que con toda su fuerza empuja la carretilla en la cual zangoletea media res, y la madre que apronta la olla, segura ya de poder llenarla, todos se sienten invadidos por la satisfacción bestial y profunda de la renovación de su victoria sobre el hambre.
El suelo está empapado en sangre, los cuchillos y las manos, las caras y las ropas, todo ha quedado manchado de rojo; para comer ha habido que matar. El hombre para quien matar es ocupación primordial, poco se ríe: matar es cosa grave.
Si la carne da fuerza al cuerpo, también infunde tristeza al alma.
Queda enjuto el que come pura carne; amarilla la tez, biliosos los ojos, la rabia cerca del corazón, la crueldad a flor de cutis.
El hábito de verter sangre se vuelve vicio, furor; sólo se alivia vertiendo más, y a don Ruperto, hombre bueno al parecer, le gustaba pelear, cuchillo en mano. La carne, su único alimento; la soledad en la Pampa desnuda; el ocio en el triste rancho batido de los vientos, hacían de él un ser huraño, que fácilmente se volvía feroz cuando, para asentar la carne, había tomado ginebra. Más triste aún y más bravío había sido el indio, su antecesor, porque, más pobre, tenía que apoderarse por la astucia o la fuerza de los animales que le daban la vida.
Con los años don Ruperto veía aumentar sus riquezas. Innumerables eran las vacas en sus campos, innumerables las ovejas. Y cuando lo vino a visitar y a pedirle trabajo el gringo Giuseppe, le dio una gran majada a interés, sal, yerba y carne a discreción, y tres mancarrones para cuidar las ovejas.
Giuseppe, que en su tierra nunca había andado a caballo, aprendió como pudo a jinetear; y para don Ruperto fueron inagotable fuente de chanzas las habilidades del gringo Giuseppe para quedar pegado de algún modo en el recado. A pesar de su odio para todo lo que era extranjero y de su desprecio para el que no fuera jinete como él, le crió sin saber, cierta simpatía a ese hombre cuya torpeza lo había hecho sonreír siquiera y cuyas ideas eran tan singulares, a veces, tan distintas de las que siempre había tenido él.
Ese Giuseppe, que en Italia no había comido carne sino en ciertos días de fiesta grande, había quedado entusiasmado al ver pendiente del alero de su rancho un capón entero carneado para él solo por don Ruperto. Mal que mal, lo había cocinado, haciéndose pucheros homéricos, hartándose, solita su alma en el rancho, de exuberantes asados, lamiéndose los labios y relamiéndose los dedos empapados en grasa. Encontraba buena la vida en América. Aprendió él también a carnear, aunque torpemente y durante los primeros tiempos comió tanta carne que, de seguir así, hubiese conservado pocos capones para la grasería.
Pero pronto se cansó; hasta casi se enfermó, y le entró la nostalgia del pan.
Le pidió a don Ruperto que le diese pan. ¿Pan? ¿Qué podía ser eso? Y se lo explicó Giuseppe. Casi se rió de veras don Ruperto esta vez. Realmente se iba volviendo alegre con las ideas estrafalarias de Giuseppe. ¡Qué gringo, ése!
Don Ruperto bien se acordó haber comido, algunas veces, algo medio parecido: una especie de cosa dura y quebradiza, que llamaban galleta, amarillenta en el interior, con olor a moho y preguntó si era esto lo que tanto entusiasmo despertaba en el ánimo del piamontés. Por él prefería cualquier churrasco, aun mal cocido en las cenizas. “Era mancarrón muy viejo, decía, para aprender a comer maíz”.
Giuseppe hizo venir de su tierra una bolsa de trigo y la sembró como pudo. La cosecha no fue grande; a los animales les gusta el trigo verde y don Ruperto dejó a Giuseppe que defendiese contra ellos como pudiese sus yuyos inútiles.
Asimismo le facilitó yeguas para trillar el grano dorado y lo hizo ayudar por los muchachos para construir un horno de barro.
Fué tosca la primera harina; el molino era primitivo. No era muy buen panadero Giuseppe; y el primer pan que hizo fue poco apetitoso . Pero lo comía con tanta fruición, con tanta devoción, que don Ruperto, a pesar del aire socarrón con que lo miraba, quiso también probar un bocado. Era bueno con la carne. Y se fue acostumbrando tan bien que, cuando no hubo más, le pareció insulso el más sabroso asado.
Se interesó en la futura mies que ya iba asomando; hacía espantar por los hijos la hacienda golosa que siempre trataba de venir a robar algunos de los sabrosos tallos del trigo en flor; contemplaba, admirado, la maravillosa alfombra de oro, toda tornasolada por el soplo del viento. Esperó con impaciencia que el sol de diciembre hubiese acabado de madurar las espigas cargadas de grano.
Había hecho un corral bien pisoteado para poder hacer la trilla con yeguas; en un galpón había establecido una tahona para moler el grano, y con Giuseppe, había construido un horno más cómodo, en una gran pieza dotada de todos los accesorios y útiles necesarios para trabajar la masa y preparar el pan. Hubo trigo para comer pan todo el año. No hubo ya, en casa de don Ruperto, caldo sin sopas, ni churrasco que no tuviese por compañero una tajada del precioso alimento. Como siempre, abundaba la carne, pero parecía tener otro gusto con pan. Don Ruperto había aprendido a reírse, y de buenas ganas ahora se reía, sin burlarse de Giuseppe. Sus ojos no eran biliosos como antes; su genio más dado, más amable, su cara menos enjuta, menos amarilla, hacían de él otro hombre. No peleaba ya por cualquier motivo. El ocio parecía serle pesado; sentía en todo su cuerpo una exuberancia de fuerza muscular que clamaba por emplearse, y siempre buscaba en qué ocuparla. Una sangre más generosa corría en sus venas; adivinaba cosas en que nunca había soñado; cuidaba con más ahínco y mayor inteligencia sus haciendas, comprendiendo quizá que ya que vale más un hombre bien mantenido, también se deben mejorar los animales con mejor alimento. Y glorificaba el pan traído por Giuseppe.
Un día llegó a lo de don Ruperto otro extranjero en busca de trabajo. Lo convidaron a cenar, y juntos comieron carne y pan; y después de la cena, circuló un jarro de lata con agua del pozo. El forastero tenía sed y tomó un gran trago; pero observó que semejante cena, por su abundancia y su calidad, bien hubiera sido digna de quedar coronada con una buena copa de vino.
Don Ruperto, que desde que comía pan había renunciado a la bebida, dijo que bastaba con agua. Pero Giuseppe apoyó al otro, diciendo que el vino, lo mismo que el pan, sostenía las fuerzas del hombre y le daba alegría sana para soportar les pesares de la vida.
Don Ruperto, para probar, permitió que el recién venido -Luis, se llamaba, y era francés-, plantase las viñas que quisiera.
Pocos años pasaron antes que pudiesen los tres convidar a los vecinos a celebrar en un opíparo festín el resultado de la primera vendimia. Y don Ruperto, levantando su copa rebosante del generoso líquido, bendijo la venida a su tierra de gente tan útil y tan buena como Giuseppe y Luis, viendo ya diseñarse en el horizonte cercano la riqueza futura de su patria querida, la Argentina, poblada por la raza vigorosa, valiente y alegre, que juntos, no tardarían en proporcionarle la Carne, el Pan y el Vino.
(Geoffroy François Daireaux de su obra “Los Milagros de la Argentina”.)
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