Era una figura típica del suburbio porteño donde se la encontraba por los comienzos del siglo XIX. Había salido de cualquiera de las haciendas cercanas a la Capital, y también de los mataderos que por entonces ocupaban el espacio del hoy Parque de los Patricios. Su estampa de perfiles rurales, desde el chambergo a la bota, decía recuerdos de su pasada familiaridad con el rancho y la carreta, con la tropa arisca y la torada arremetedora. Por lo demás, su procedencia campera la denunciaban su dichos martinfierrescos.
Por cierto que no nos referimos al que cuarteaba el tranvía en las barrancas de Canning, de San Juan, de Montes de Oca o de Boedo, en días en que circulaban las jardineras aquellas de las empresas llamadas “La Metropolitana” y “La Gran Nacional”. No, éste nada tenía que ver con nuestro cuarteador. El de tranvías, producto ciudadano cuando no de inmigración, ya era del adoquinado; percibía una paga quincenal y trabajaba a horario determinado. Su faena consistía en enganchar y aliviar a lo largo del repecho, a la yunta que venía “aplastada”. Y claro está que “¡ese no era asunto para todos!. Era una ciencia y un arte. Ciencia que se trasmitía, por el camino lerdo de la experiencia, de padres a hijos”. (1)
A los dos, no obstante la “herramienta viva”, el caballo de que debían valerse, los separaba la distancia que iba del indumento al escenario y de lo peculiar del trabajo a la utilidad que con el mismo satisfacían. El uno era práctica de rutina al servicio de la compañía que lo acomodaba; el otro representaba la colaboración no dependiente de patrón alguno, como que suponía la propia voluntad en oportuna ayuda de quien se encontraba en apurado trance. Aquél, el compadrito del requiebro hecho flor de zafaduría, ya apegado a muchas cosas de la zona urbana; éste, hombre maduro, parco en palabras y, siempre, como dando sus espaldas a las actividades de los radios céntricos. Este era el cuarteador sobre el caballo en demostración de fuerzas, a lo gigante; el recurso salvador de las pesadas chatas y cargados carros de mudanzas, toda vez que se hundían las ruedas atenaceadas por barrizales espesos y de profundidad.
Las pavimentadas calles por las que hoy ruedan los vehículos cuyos conductores no saben de zanjones ni barquinazos, solían convertirse en caminos de ciénagas y tembladerales; y aventurarse por ellos después que las continuas lluvias los armaba de pozos con amenazas de alevosas fauces, ya denunciaba en los carreros más que probada baquía, despreocupada temeridad. Había que avanzar para llegar a destino, y se pretendía sortear el peligro con la seguridad puesta en el esfuerzo de las bestias que no siempre respondían a la confianza del que las manejaba. Y cuando esto sucedía, ya la calle alcanzaba los movimientos de un espectáculo del que participaban los vecinos del lugar.
En aquellos tiempos de barrosas calles, era común el cuadro con sus actores en función; y daba comienzo no bien sonaba la contrariedad: “¡Zas! Se encajó hasta la maza”. Y tras de una filosa interjección: “Che, pibe: ¡buscámelo al cuarteador!”. Y cuando éste aparecía, picando con su cachaciento “no se apure” la achatada impaciencia del carrero, la expectación de los muchos allí aglomerados, se clavaba en las robustas ancas del pingo portador de la gruesa cuerda compañera del pegual, con la que el cuarteador, luego de rápido examen, aseguraba a la rueda que ofrecía mayor peligro por lo hundido o inclinado de su posición.
Entonces, la ciencia de este hombre a quien Sarmiento pudo incorporar a su galería del autóctono junto al baqueano y al rastreador, se apreciaba en la calculada distancia del tiro y en el ajustado cimbronazo con que iniciaba el arranque. Y eso tampoco era cuestión a resolver por el primero que se animara, puesto que no era cosa que se arreglara con dos tirones. Como en todo, se requería aprendizaje y práctica de rigor. Y allí, en tanto que los tronqueros y el cadenero se esforzaban entre resbalones, bajo los latigazos y los reclamos de quien los azuzaban desde el pescante, estaban hombre y caballo luchando con el peso de la carga, en un formidable empeño por desprenderla de las garras del barrial. Por instantes daban la sensación de un solo bloque que se estiraba y se alzaba con titánica entereza. El hombre no precisaba del rebenque ni el animal que lo acuciaran las espuelas. El cuarteador echado sobre el pescuezo y apretando los talones, estimulaba con dos palabras que reemplazaban a la rodaja en punta y a lo duro del lonjazo: “Vamos Chiche”. Y el caballo con los cascos afirmados y las ancas agrandadas por el esfuerzo, impresionaba con su potencia vencedora hasta provocar gritos y aplausos entre los grupos de curiosos que terminaban palmeándolo con admiración. Porque, por lo general, el cuarteador de oficio no conocía el fracaso; y ya salvado el apuro, se lo veía sobre el recado del “Moro”, o del “Chiche” –apelativo de su “crédito”- dejando que un aire de satisfacción le abanicara la sonrisa.
Lo que más agradaba en el cuarteador, y ello hablaba de una herencia gaucha en desinterés cabal, era el hecho de que jamás ponía precio a su trabajo. Terminado éste, a la pregunta del otro contestaba con natural indiferencia: “Y… mire, deme lo que quiera”. Con tales palabras quedaba identificado su corazón de criollo. Y como no le asignaba importancia alguna a su trabajo y sabía cumplirlo con descubierto amor propio, hasta sentía pudor de que se lo recompensaran. Por eso solía agregar: “¡No he sido yo; ha sido el Moro el que se lo ha ganao!”.
En su manera de ser no entraba, no podía entrar el aventajado cálculo del negocio. A la libertad y a la religión que lo habían modelado, les repugnaba aquello de saber aprovecharse de las circunstancias. De ahí que de su ingénita modestia, y sin él saberlo, se revelaba toda una lección de ayuda mutua que, sin duda, conquistaba discípulos y emuladores: el encajado estaba en apuros, y había que levantarlo. Eso era todo; pero eso imponía un compromiso y ya sabemos lo que tal cosa significa para el hombre gaucho.
Hace ya largos años que a esta figura no se la encuentra en la ciudad, y es porque ahora no se necesita. En el Buenos Aires de ayer, constituyó un ejemplo, todo lo sencillo que se quiera, pero de validez imprescindible en su grado y en su medio. Y nunca nos estará demás esto de retroceder en el tiempo para encontrarlo, necesaria presencia del suburbio cenagoso, y escucharle decir parsimoniosamente: “No se apure, don: que esto, pa’mi “Chiche”, es puro juego e’potriyo…”.
En suma: el recuerdo del cuarteador, alcanza las estimables simpatías con que volvemos a verlo libertando ruedas aprisionadas entre las trampas del barro.
Referencia
(1) Bernardo González Arrili – Buenos Aires 1900 (Capítulo “El Cuarteador), G. Kraft (1951)
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Llanez, Ricardo M. – Recuerdos de Buenos Aires, Buenos Aires (1959).
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Enlace exterior
• El cuarteador – (Tango por Angel Vargas)
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