Nació en Buenos Aires, el 30 de marzo de 1793, en la vieja casona de la calle Santa Lucía (antiguo Cuyo y actual Sarmiento), hijo de León Ortiz de Rozas y Agustina Teresa López de Osornio. Educado con cierto esmero en un hogar porteño de clase alta desde pequeño estuvo acostumbrado s vivir alternativamente en el campo y la ciudad. A los ocho años concurrió a la escuela primaria que dirigía Francisco Javier de Argerich, y este maestro solía decirle que no debía hacerse mala sangre por cosas de libros, que aprendiese a escribir con buena letra, pues su vida iba a pasar en una estancia, de ahí que no se preocupase mucho por aprender.
Siendo un adolescente de 13 años, se halló en la primera invasión inglesa el 12 de agosto de 1806, entre “los voluntarios que formaron el ejército que reconquistó Buenos Aires”. Con otros jóvenes amigos, que incitó a combatir, se presentó a la cabeza de ellos al general Liniers. Al día siguiente, después de la rendición, este jefe lo felicitó por su conducta, y le dio una honrosa carta para su madre en la que refiriéndose a él, le decía que se había portado con “una bravura digna de la causa que defendía”. Cuando se anunció la segunda invasión, tomó plaza de soldado en el 4º escuadrón de Caballería de Migueletes, mandado por Alejo Castex. Desde enero de 1807, se había incorporado a ese cuerpo con sueldo de doce pesos mensuales, y concurrencia a los ejercicios militares. En las listas de pago de junio figuró enfermo en su casa, y al mes siguiente, desapareció su nombre. Sin embargo, concurrió a la Defensa de la ciudad, el 5 y 6 de julio, que finalizó con la capitulación de Whitelocke. Otros autores argumentan que hoy está probada su ausencia de ella. Al volver a su hogar, sus padres recibieron sendas cartas de felicitaciones del alcalde de primer voto Martín de Alzaga y de Juan Miguens.
En 1810, no sólo no actuó en contra del movimiento rioplatense separatista de España, sino que también lo apoyó sinceramente.
Desde joven se disciplinó en las tareas de campo, comenzándolas en 1811, como administrador de “El Rincón de López”, estancia paterna ubicada sobre la costa del Salado. En sus viajes a Buenos Aires conoció a Encarnación Ezcurra y Arguibel, mujer de los mismos gustos e idéntica ubicación social. Aunque sus padres se opusieron por la juventud de ambos, la voluntad de Juan Manuel venció los obstáculos para casarse el 16 de marzo de 1813. Los nuevos cónyuges vivieron un tiempo en la estancia paterna, pero al sentir la joven Encarnación cierta molestia por parte de su suegra, los llevó a separarse de ellos.
Rosas trabajó por su cuenta, sin admitir el capital que le ofreció su padre. Trabajó como tropero y acopiador de frutos, se asoció luego a su íntimo amigo Juan Nepomuceno Terrero, y más tarde, administró los extensos campos de sus primos, los Anchorena.
Sus intereses eminentemente ganaderos estuvieron vinculados a los de los ingleses radicados en Buenos Aires. No encontró dificultad para hallar socios capitalistas, y el 25 de noviembre de 1815, formó una sociedad con Terrero y Luis Dorrego destinada a explotar un saladero de carnes y pescado situado en “Las Higueritas”, cerca de Quilmes. Las grandes ganancias del establecimiento fueron atribuibles en buena parte a la eficaz labor del socio Dorrego, hermano del coronel, y provocó la instalación de muchos otros en sus vecindades que se mantuvieron estrechamente ligados a ellos. El establecimiento pronto manejó el comercio de exportación de carnes, tenía puertos y barcos propios. Sobre un capital invertido de $ 6.058.- daba una utilidad líquida, el 23 de julio de 1817, de $ 11.919.- sin contar las cantidades que cada socio había percibido para sus gastos particulares, cerca de $ 2.500.- entre los tres. El 1º de agosto de 1817 la sociedad se amplió, previa la compra, el 29 de julio de la estancia de Julián del Molino Torres, en la Guardia de San Miguel del Monte, adquiriéndose más de 25 leguas que progresaron rápidamente, convertidas en un emporio ganadero y agrícola con 60 arados trabajando simultáneamente. La sociedad fundó allí “Los Cerrillos”, estancia que se dilatara más allá del Salado, y donde Rosas habría de adquirir buena parte de su fama y fortuna. La clausura de los saladeros ordenada por Pueyrredón dio motivo a que Dorrego se alejara de la sociedad.
En todas estas actividades se destacó Rosas por su destreza como jinete, su honestidad, energía y habilidad para manejar peones e indios. Organizó la explotación rural con método y minuciosidad e impuso una dura disciplina al personal. Extendió sus propiedades hasta la línea de frontera conquistando pacíficamente territorios en poder del indígena. Uno de sus móviles iniciales fueron la de proporcionar trabajo a los peones que recibía generosamente en sus estancias; el excelente resultado obtenido lo indujo a continuar esa práctica.
En 1818, recibió la primera comisión oficial del Director Pueyrredón; se trataba de arbitrar los medios para evacuar la población de Buenos Aires ante el temor de la invasión de una poderosa expedición española. La Junta de la que Rosas formaba parte opinó en enero de ese año, que no podía llevare a cabo el plan del Director.
En febrero de 1819, presentó al gobierno un proyecto de organización de una “Sociedad de labradores y hacendados” y una Memoria en la que se proponía defender la zona comprendida entre la línea exterior del Salado, frente al fortín de Lobos y la Sierra, ocupando campo vacío entre la línea de las estancias y las tolderías. Para ayudar a la “Causa de la libertad de América” y a los ejércitos de la Patria, donó en su condición de hacendado, en octubre de dicho año, el sostenimiento de dos gendarmes destinados a custodiar esa frontera.
En 1820, el Cabildo designó a Rosas alcalde de Hermandad del partido de San Vicente, cargo que no aceptó. Le correspondió una actuación muy destacada en los acontecimientos dramáticos de ese año. Después de la derrota sufrida por Buenos Aires en Cepeda, y de la firma del Tratado del Pilar, el 23 de febrero, sobrevino la anarquía. Cuando se produjo la rebelión del coronel Pagola el 1º de julio, desconociendo la autoridad del Cabildo y de Balcarce, Rosas concurrió a defender el orden al frente de sus 400 Colorados del Monte. Redujo a Pagola y estableció el imperio de la autoridad legal. La Junta Electoral designó gobernador a Manuel Dorrego. Rosas que servía en clase de capitán desde 1817, obtuvo el 8 de junio de 1820, los despachos de comandante del 5º Regimiento de Campaña.
Ante el peligro que significaba el avance de Estanislao López, Alvear y Carrera sobre Buenos Aires, Dorrego nombró a Martín Rodríguez, jefe de las milicias del sur. Rosas formó parte del ejército mandado por Rodríguez, y tomó parte en la campaña que Dorrego llevó a cabo contra Carrera, batiéndolo en San Nicolás, el 2 de agosto de 1820. Los famosos Dragones de López fueron derrotados cerca del arroyo Pavón, el 12 de agosto.
Con sus Coloraos concurrió el 5 de octubre en defensa del gobernador Rodríguez para desalojar de la ciudad a los revoltosos que encabezaba el coronel Pagola, y por su brillante actuación fue ascendido a coronel de caballería, comandante del Regimiento Nº 5 de Milicias de Campaña.
El 24 de noviembre de 1820, se firmaba la paz con Santa Fe por la que tanto había bregado Rosas. Por este Tratado de Benegas, Rosas se comprometió personalmente para asegurarla a entregar a Santa Fe 25.000 cabezas de ganado, a fin de “que mediante su gobierno, se distribuya a los vecinos que sufrieron quebrantos”. Con el aporte de sus amigos hacendados, al cabo de dos años logró superar la suma estipulada, y entregó más de 30.000 cabezas. Estas remesas continuas iniciaron una amistad definitiva con el federal López.
El 10 de febrero de 1821, el coronel Rosas obtuvo la baja y absoluta separación del servicio militar, pues consideró que era insostenible su posición de colaborar con el gobernador Rodríguez, por el modo inconveniente de encarar la lucha contra el indio. Esta actitud provocó la crítica de quienes habían aplaudido su intervención anterior, y Rosas se creyó obligado a explicarlas en otro manifiesto publicado el 14 de febrero de ese año, y a cuyo término decía: “A nadie pertenezco sino a la causa pública, mi persona de nadie ha sido sino de la Provincia”.
Lejos de todo interés partidario, se mantuvo por encima de las facciones, aunque era el intérprete indiscutido de los hacendados. Renunció a la banca legislativa proclamada en las elecciones de 1821 y 1822, y también a su grado en la comandancia del 5º Regimiento. “Cuando el gobierno santafecino – dice Alen Lascano- le otorgó distinciones y premios en mérito a su mediación, declaró su dependencia de la autoridad bonaerense y pidió autorización para aceptarlas, como buen ciudadano respetuoso del orden”.
Rosas regresó a trabajar a “Los Cerrillos” con gran satisfacción de su socio Terrero, que había visto alejarse al íntimo amigo, protector de la peonada. No obstante ello, el coronel Rosas prestó señalados servicios en su campaña contra los salvajes al frente del Regimiento de Blandengues. Concurrió a esa lucha con los peones de sus estancias combatiéndolos el 1º de noviembre de 1823, cerca de Dolores. El coronel Domingo Soriano de Arévalos se encargó de informar al gobierno de su empeñosa actuación.
Aquella sociedad progresó en sus negocios, y pronto se enriqueció con el establecimiento rural “San Martín”, mientras nuestro biografiado se había asociado también con sus primos Juan José y Nicolás Anchorena desde 1821. El gobernador Rodríguez intentó de nuevo atraer a su lado al coronel Rosas, nombrándolo inspector de la campaña, pero aquél no aceptó el cargo.
Atento a las novedades políticas se opuso a la reforma eclesiástica propiciada por Rivadavia, como ministro de gobierno, en 1823. En el siguiente gobierno del general Las Heras, se le encomendó tratar con los indígenas y demarcar la línea fronteriza, junto al general Lavalle y al ingeniero Felipe Senillosa. El 10 de abril de 1826, comunicaba al gobierno los resultados obtenidos señalando la naturaleza desconfiada del indio, siendo necesario para afianzar la seguridad de la campaña el nombramiento de un comisionado permanente con recursos suficientes a fin de cumplir con lo ofrecido a los caciques y completar la obra de pacificación iniciada.
Rosas tuvo una primera exteriorización opositora, al dirigir una amarga queja en agosto de 1826, por la inercia demostrada por Rivadavia que mandó al fracaso sus gestiones de paz y arreglos fronterizos. Esa actitud la reiteró el 1º de noviembre en plena presidencia de Rivadavia, cuando tres de sus estancias fueron completamente saqueadas por los salvajes, lo que lo llevó al colmo de indignación al no aceptar formar parte de una Junta de Hacendados. El 13 de diciembre, elevó su protesta contra la política unitaria al suscribir un petitorio adverso al proyecto de dividir en dos la provincia de Buenos Aires, y convertir el territorio capitalino en sede presidencial.
Ricardo Levene ha señalado el proceso opositor de Rosas con Rivadavia. Dice que sus orígenes reconocían “la falta de cumplimiento a los compromisos contraídos por Rosas a nombre del gobierno con los indios, como las circunstancias sobre la división del territorio de la provincia de Buenos Aires. Eran causas de orden económico y social, pues Rosas, alejado hasta entonces de la política, representaba los intereses de la inmensidad de la campaña y de la unidad de ésta con la ciudad”. Eso no le impidió contribuir a la cruzada de los Treinta y Tres Orientales y la guerra contra el Brasil, aunque viese la posición obstinada de Rivadavia, y en pie de guerra con las provincias.
Aceptada su renuncia presidencial, el Dr. Vicente López fue encargado provisoriamente para dirigir el gobierno. El 14 de julio de 1827, lo designó comandante general de las milicias existentes en la campaña de la provincia de Buenos Aires. Dorrego confirmó a Rosas en la comandancia general, gustosamente aceptada. Desde allí comenzó su obra civilizadora y defensiva. Celebró la paz con los indios, y por decreto del 20 de agosto de ese año, preparó lo necesario para la extensión de las fronteras del sur y fomento del puerto de Bahía Blanca. Su plan era el de una colonización bajo la protección militar de las guardias, ubicando estratégicamente los fuertes defensivos de la frontera. Así se fundaron los de Federación, 25 de Mayo, Laguna Blanca y Bahía Blanca.
Rosas comenzó a vincularse epistolarmente con los caudillos federales más importantes del país. Envió un emisario a Santiago del Estero, y el gobernador Ibarra agradeció el gesto mediante carta del 15 de diciembre de 1827, iniciadora de una larga amistad. También se dirigió al general Facundo Quiroga, cuya victoria en Valladares había destruido la organización unitaria tucumana, presentándole sus saludos. En esta primera carta fechada el 28 de enero de 1828, Rosas le pedía el perdón para que Lamadrid fuese autorizado a regresar y reunirse con los suyos en Buenos Aires.
La revolución del 1º de diciembre del genera Lavalle que derrocó al gobernador Dorrego puso en movimiento a Rosas contra el nuevo gobierno surgido a raíz de ese acontecimiento. Se hallaba reunido con su gente en Lobos y Navarro, cuando llegó su compadre Lamadrid, ahora emisario de Lavalle con un pliego cerrado para exhortarle que evitase todo derramamiento de sangre. Rosas propuso nombrar cinco diputados por cada parte para discutir y resolver lo que más convenía, pero lo dijo sin convicción y con poca fe en la sinceridad de los amotinados. Rosas, por otra parte, deseaba sostener la autoridad legal.
Con Manuel Dorrego lograron agrupar dos mil hombres sin mayor orden ni disciplina. Rosas aconsejó a Dorrego que se retirara al norte de la provincia, mientras él se dirigía al sur para organizar las fuerzas, rehuyendo así toda batalla con las tropas regulares, pero el primero persistió en enfrentar al enemigo que ya venía en su persecución..
El 9 de diciembre Lavalle, que había dejado al almirante Guillermo Brown como gobernador delegado, llegó a Navarro con 500 veteranos de caballería. Al amago de una carga de ésta, las tropas de Dorrego se dispersaron. Rosas dispuso a los suyos que se retiraran al sur del Salado, y aguardaran allí sus órdenes, en tanto que él por la pampa abierta, se dirigía a Santa Fe.
En una carta enviada por Rosas a Estanislao López, al darle cuenta de los sucesos, hacía las siguientes consideraciones que demuestran su perspicacia política y exacta visión del momento: “En esta vez –decía- se ha uniformado el sistema federal a mi ver de un modo sólido absolutamente. Todas las clases pobres de la ciudad y campaña están en contra de los sublevados. Sólo creo que están con ellos los quebrados y agiotistas que forman esta aristocracia mercantil… Repito que todas las clases pobres de la ciudad y campaña están contra los sublevados y dispuestos con entusiasmo a castigar el atentado y sostener las leyes”.
A pesar de la derrota Dorrego no quiso salir de la provincia, y decidido a proseguir la lucha, fue al encuentro de un regimiento de Húsares que se hallaba en Areco, a quien había ordenado incorporársele. Cuando llegó fue apresado por el comandante Escribano y el mayor Acha que le entregaron a Lavalle. Luego sucedió el drama de Navarro, el 13 de diciembre, donde se lo fusiló a instancias de la Logia en cuyo nombre Salvador M. del Carril le aconsejaba: “Una revolución es un juego de azar en el que se gana la vida de los vencidos”.
Rosas se unió con López para realizar la campaña que abrió contra Lavalle, y con sus fuerzas contribuyó poderosamente a la victoria del Puente de Márquez, el 25 de abril de 1829. Las fuerzas de Rosas lograron arrastrar toda la caballada de reserva del ejército unitario. Lavalle vencido, se retiró hasta los Tapiales de Altolaguirre –cerca de donde es hoy Ramos Mejía-. López, alarmado por los triunfos de Paz en Córdoba, regresó a Santa Fe, dejando el ejército a cargo de Rosas acampado en el río Las Conchas. A partir de entonces, estas fuerzas engrosaron considerablemente, quedando Rosas dueño de toda la campaña de la provincia con sus inmensos recursos, y Lavalle reducido a la ciudad y sus inmediaciones.
Buenos Aires vivía en el desorden e imperaba en ella el terror. Se descubrían conspiraciones, la autoridad era impotente para reprimir los abusos, y los unitarios, desmoralizados comenzaron a emigrar. Ante tal situación, Lavalle vio la imposibilidad de vencer a Rosas, que apoyado por casi toda la opinión, contaba con fuerzas muy superiores a las suyas, y a fin de devolver el orden y la tranquilidad a la provincia, resolvió el 23 de junio por la noche dirigirse solo al campamento enemigo en Cañuelas para conferenciar con Rosas y tratar la paz. El caudillo estaba en campaña y Lavalle lo esperó confiadamente, tomó unos mates y se acostó a descansar en la propia cama de Rosas. De aquel encuentro surgió la Convención de Cañuelas, el 24 de junio, por la que cesaban las hostilidades, acordaban una lista conjunta de candidatos legislativos, y hasta la próxima elección, Rosas gobernaría la campaña y Lavalle la ciudad.
La provincia reconocía las obligaciones contraídas por el caudillo y los grados, jefes y oficiales de su ejército. Los unitarios no se resignaron a una segunda derrota electoral; quisieron ganar las elecciones conviniéndose secretamente en formar una lista única en la que figurarían con igual número ambas partes.
Nuevos tumultos bélicos intranquilizaban la ciudad. Lavalle y Rosas convinieron un nuevo arreglo en Barracas, el 24 de agosto, por el cual se resolvía nombrar gobernador provisorio de la provincia al general Viamonte. Tras su interinato la influencia de Rosas en el gobierno era irresistible. El comandante general de campaña ejercía por delegación toda la función del gobierno fuera del perímetro de la ciudad, y aún en ésta sus partidarios y amigos gravitaban en los menores detalles de la administración.
Lavalle era acusado por los unitarios, que le enrostraban, según ellos, la entrega de la Ciudad a los enemigos, y por los federales, que comenzaban a esgrimir como arma política el martirio de Dorrego. Continuamente violentado, pidió sus pasaportes expatriándose a la Banda Oriental.
El 16 de octubre Viamonte consultó a Rosas la forma de preparar el camino para el restablecimiento de las instituciones. Una parte de la opinión quería que se efectuaran elecciones para integrarla; participaban de ella el mismo gobernador y los llamados federales de categoría, pero los más estaban por que se procediese al restablecimiento de la Legislatura federal que funcionaba antes de ser derrocado Dorrego. Las exigencias de la masa federal alentados por Rosas prevalecieron; éste mismo peticionó en ese sentido en nombre de toda la campaña; Viamonte se vio obligado a ceder ante la imposición general. Así, la Legislatura disuelta por la revolución unitaria volvió a instalarse, y el 1º de diciembre de 1829, reiniciaba sus sesiones en una ceremonia emotiva saludada por el doctor Felipe Arana, presidente del cuerpo.
Ante todo se sancionaron las honras fúnebres de Dorrego, y el día 6 se aprobaron las facultades extraordinarias que tendría el nuevo mandatario hasta la constitución de la próxima Legislatura. A las 19, fue elegido Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia. Treinta y tres diputados le votaron, mientras su socio Terrero, moralmente inhibido de apoyarlo votó por Viamonte. Ascendió al poder en medio del entusiasmo frenético de las multitudes y con el beneplácito de todas las clases sociales, que veían en él una garantía de orden y seguridad por su gran ascendiente sobre la campaña y su popularidad indiscutible entre la gente de la ciudad.
La Legislatura le confirió el grado de Brigadier y el título de “Restaurador de las Leyes”, condecorándolo con una medalla con la efigie de Cincinato donde se leía esta inscripción: “Cultivó su campo y defendió la Patria”. Rosas declinó tales homenajes al responder disconforme el 28 de diciembre, por ser un paso peligroso a la libertad del pueblo. Donó sus sueldos “en beneficio de obras pías y objetos de beneficencia pública”, como antes había donado también los de comandante militar.
Al hacerse cargo del gobierno el 8 de diciembre, expidió al pueblo de la Capital una proclama promisoria en su fondo político. El Restaurador expresó públicamente su sentido de la justicia, jerárquica y legalista, al presidir los solemnes funerales de Dorrego. Estos honores significan la condenación definitiva al ostracismo de los autores de la revolución del 1º de diciembre. Con el mismo espíritu recibió en marzo siguiente a Facundo Quiroga, en otro impresionante desagravio popular al vencido de Oncativo.
La gestión administrativa de Rosas se desarrolló normalmente; confirmó al gabinete de Lavalle y Viamonte, a excepción del coronel Escalada, reemplazado por el general Juan Ramón Balcarce, en la cartera de guerra y marina. Estos secretarios no eran del agrado de Rosas –escribió Manuel Bilbao-, entre los que figuraba el Dr. Manuel J. García, ministro de Hacienda que había gestionado el protectorado inglés en 1815, la Banda Oriental, y la derrota diplomática después de nuestras victorias armadas sobre Brasil, pero le convenía para asegurarse el apoyo del comercio y de los hacendados.
Hombre práctico, denotaba una sensibilidad social; aunque reconocía y respetaba los talentos de Rivadavia, Agüero y otros de su tiempo, “pero a mi parecer –dice- todos cometían un gran error: se conducían muy bien con la clase ilustrada, pero despreciaban a los hombres de las clases bajas, los de la campaña que son la gente de acción. Yo noté eso desde el principio… Me pareció pues, muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla o dirigirla, y me propuse adquirir esa influencia a toda costa… y hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos, y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin, no ahorrar trabajo ni medios para adquirir más su concepto”.
Dice Alen Lascano: “Los unitarios pretendieron que el país se adaptara a sus ideas, Rosas en cambio, a la inversa, partió de la realidad sin ser federal principista u ortodoxo, pero finalmente terminó en el federalismo pragmático, al comprenderlo querido y necesario al país”.
Con anterioridad se habían unificado todas las provincias argentinas a excepción de las litorales bajo la égida del Supremo Poder Militar, el 31 de agosto de 1830, formando la “Liga del Interior” encargada al general Paz. Esta situación política obligó al gobernador Rosas a tomar medidas para conjurar la crisis que se anunciaba. Estaba empeñado en esas gestiones cuando los representantes de Corrientes y Santa Fe, generales Ferré y López recibieron una invitación del general Paz, para celebrar una entrevista en el lugar que ellos designasen. Rosas se opuso a este paso, como se desprende de las Memorias del general Ferré, cortando la posibilidad de una paz ajustada a la conveniencia de todos los partidos políticos. El resultado fue que las cuatro provincias litorales celebraron el llamado Tratado del Cuadrilátero, del 4 de enero de 1831, por el cual se acordó constituir un ejército que tomó el nombre de Confederado, para llevar la guerra al general Paz en la provincia de Córdoba.
La lucha entre las dos ligas provinciales: la del litoral federal y la del interior unitaria no se hizo esperar. La captura de Paz, sobrevenida el 10 de marzo, decidió completamente la faz de la guerra empeñada, y el ejército vencedor de San Roque, La Tablada y Oncativo quedó diezmado a las órdenes de Lamadrid hasta Tucumán, donde fue destruido por Facundo Quiroga, el 4 de noviembre de 1831.
El triunfo de la causa federal fue completo, y Rosas quedó como jefe preponderante del partido. Así fue impuesta la divisa punzó por decreto del 3 de febrero de 1832, del mismo modo que “los colores nacionales” como signo de “paz y unión bajo el sistema federal”.
Expirado el término legal, la Junta de Representantes reeligió a Rosas para el cargo de gobernador y capitán general, pero no acordándole facultades extraordinarias. Rosas no aceptó; como aquélla insistiera por dos veces y el mandatario se mantuviera en su actitud, se resolvió, finalmente, aceptarle la dimisión, y el 12 de diciembre de 1832 era nombrado el general Balcarce, antiguo dorreguista cuya primera promesa a las provincias fue asegurar que los principios consagrados por Rosas formaran inalterablemente la política del actual gobierno de Buenos Aires. El tiempo se encargaría de esterilizar esos propósitos, pues una vez en el poder, quiso emanciparse de la influencia omnímoda que continuaban ejerciendo sus partidarios. Para realizar semejante plan, se rodeó de adictos, sobresaliendo entre ellos, su ministro de guerra general Enrique Martínez, nacido en el Uruguay. Este se esforzó en neutralizar el ascendiente que conservaba Rosas y no vaciló, para lograrlo, en intentar la formación de un partido ministerial que respondiera a tales miras, y en eludir todo apoyo a la Expedición al Desierto que realizaba aquél.
En las elecciones de diputados para renovar la Legislatura el 28 de abril de 1833, aparecieron dos listas: la ministerial, apodada de los “lomos negros”, nombre que se extendió en lo sucesivo a todos los partidarios de Balcarce, y la de los “federales netos”, o sea, los amigos de Rosas. Estos últimos denunciaron fraude y coacción en el acto electoral. Como renunciaran algunos de los electos, se repitió el mismo, el 16 de junio, siendo tales los tumultos y peleas sangrientas en el comicio que el gobierno hubo de suspenderlo. Desde ese momento la lucha entre las dos fracciones se manifestó abiertamente.
Los ministros sindicados de rosistas, Maza y García Zúñiga, se retiraron, y el jefe de policía que obedecía a la misma tendencia fue destituido. Entre tanto la prensa utilizada por los dos bandos en una serie de periódicos y hojas volantes de pésimo gusto, era tribuna de maledicencia, de agravios y calumnias, sin encontrar valla en la vida privada de los hombres públicos y sus familias. Los rosistas inculpaban al ministerio de Balcarce de estar en connivencia con los unitarios, y aludiendo al ministro Martínez y a su preponderancia visible en el gobierno, de que en él se habían entronizado extranjeros. A la confusión y excitación reinantes se apoyaba el malestar general causado por la sequía de los años que provocó la escasez de carnes, siendo menester importarla de la Banda Oriental a precio exorbitante. En tal situación se votó una ley restableciendo plenamente la libertad de imprenta. A partir de entonces, los lomos negros plantearon ante los rosistas o “apostólicos”, como también los denominaban, el revisionismo de la política federal y la crítica del gobierno pasado, concluyendo por condenar las facultades extraordinarias y el uso obligatorio de la divisa punzó en nombre de la libertad y la dignidad ciudadana.
Al llegar el mes de octubre la excitación de los partidos era tan intensa que todo presagiaba un estallido social. Rosas seguía en el campamento del Colorado empeñado en su Expedición al Desierto, y dejaba maniobrar a sus partidarios. En la ciudad su principal agente político era su propia esposa, doña Encarnación Ezcurra, a quien ya se la proclamaba “Heroína de la Confederación”. Manejaba todos los resortes políticos con rara capacidad y tesón infatigable, estaba en contacto con los jefes y se entendía con el populacho para informarle después minuciosamente, y suplir su ausencia obedeciendo a sus inspiraciones.
En octubre de 1833, la agitación popular y la campaña de la prensa opositora anunciaba el próximo estallido revolucionarios contra el gobierno de Balcarce. Una circunstancia inmotivada precipitó los hechos. Ante la procacidad del lenguaje usado por los diarios, el gobierno ordenó al fiscal de Estado que les acusara por abuso de la libertad de imprenta. Entre los que fueron objeto de proceso se encontraba uno de los órganos de la oposición rosista que más se singularizaba por sus ataques, denominado precisamente “El Restaurador de las Leyes”. El título del diario proporcionó a la oposición la oportunidad, mediante un equívoco de confundir a la opinión. El 11 de octubre aparecieron en la ciudad grandes carteles en los que se decía que a las diez de la mañana del mismo día sería enjuiciado “El Restaurador de las Leyes”. El público creyó que se trataba de Rosas, y a la hora fijada para la reunión del jury frente a la Casa de Justicia se hallaban reunidas dos mil personas que respondían con vivas a Rosas, y mueras al gobierno. El jury no pudo sesionar, y la multitud gritando y vociferando, se abrió paso entre las tropas que intentaban disolverla, se dirigió a Barracas, donde se procedió a organizarla para la lucha. El día 12 las fuerzas del gobierno trabaron combate con los revolucionarios allí acampados, viéndose obligados a retirarse a la ciudad. El 13 llegaron a Barracas numerosos grupos de ciudadanos con armas y fue proclamado jefe de la revolución el general Agustín Pinedo.
En la campaña todas las milicias acompañaban al movimiento. A fin de evitar el choque armado, la Legislatura despachó una comisión de su seno para que se entrevistara con el general Pinedo. La exigencia de éste era que Balcarce cesara en el mando, lo que hizo fracasar todo arreglo pacífico. En los días subsiguientes se estrechó aún más el cerco de la ciudad por los sublevados. La situación del gobierno se hizo insostenible; casi toda la guarnición se había plegado a los insurrectos con varios generales y otros jefes de alta graduación; al no poder abastecerse a la Capital ya escaseaban los alimentos.
El 1º de noviembre los revolucionarios avanzaron sobre la ciudad ocupándola en su mayor parte. El día 3 Balcarce enviaba un mensaje a la Legislatura, donde declaraba que se sometía de antemano a lo que ésta resolviera “sobre el cese de su destino”. La Legislatura determinó que Balcarce cesara en el mando y nombró en su lugar a Viamonte. Nuevamente elegido como gobernante de transición, debió hacer frente a momentos difíciles. Llamó a su ministerio al general Guido y al Dr. García que procuraron seguir en el gobierno la política que le dictaba sus antecedentes. Los rosistas habían recuperado sus bancas en la Legislatura y lograron que se declarase beneméritos a los revolucionarios de octubre.
Por esa época llegó a de regreso a Buenos Aires Rivadavia, y a poco de desembarcado, el gobierno dispuso que se reembarcara, debido a la presión de los rosistas que, prevenidos por las denuncias de Manuel Moreno, a la sazón embajador en Londres, desconfiaban de quien creían inspirador de un nuevo proyecto para establecer una monarquía en el Río de la Plata.
El 5 de junio de 1834, Viamonte impotente para contener la confusión y el desorden, y sin fuerzas con que imponerse a los Restauradores, presentó su dimisión. La Legislatura nombró a Rosas, el 30 de junio, sin acordarle especialmente las facultades extraordinarias, pero renunció. La Legislatura insistió tres veces agotando todos los recursos para que aceptase el cargo. Rosas reiteró otras tantas veces su renuncia. Entonces se procedió a elegir entre sus parientes y amigos de plena confianza: Tomás y Nicolás Anchorena, Terrero y el general Pacheco, quienes fueron sucesivamente designados, aunque todos rehusan. Finalmente, ante la acefalía del Poder Ejecutivo ocupó interinamente el cargo de presidente del cuerpo legislativo el Dr. Manuel Vicente Maza, el 1º de octubre.
Por insinuación de Rosas que ejercía gran influencia sobre el gobernador, éste envió a Quiroga al Norte con el fin de evitar la guerra entre el gobernador de Salta, Pablo Latorre, y el de Tucumán, Alejandro Heredia, que se hallaban enfrentados. Antes de su partida Quiroga tuvo una extensa conversación con Rosas, que lo acompañó hasta la Hacienda de Figueroa, en las proximidades de San Antonio de Areco. Una vez que aquél partió, a su pedido, Rosas le envió desde ese lugar una carta, fechada el 20 de diciembre de 1834, en la que le expresó largamente sus ideas con respecto a la organización institucional del país.
Producido el asesinato de Quiroga, en Buenos Aires, el partido rosista lo esgrimió como arma política para achacarlo a intrigas y maquinaciones de los unitarios. Se había eliminado al principal sostén de la causa federal en el interior. En semejante ambiente de zozobra, el Dr. Maza se dirigió a la Legislatura presentando la renuncia del mando. Aceptada, se declaró en sesión permanente, y el 7 de marzo de 1835, nombró a Rosas gobernador de la provincia por un período de cinco años, con facultades extraordinarias y la Suma del Poder Público por todo el tiempo que a su juicio fuese necesario sin más limitaciones que conservar y defender la Religión Católica y sostener la Causa Nacional de la Federación. El electo exigió que se realizase un plebiscito para ratificar esta designación, lo que se verificó durante los días 26 a 28 de marzo, arrojando un resultado casi unánime en favor del Restaurador. De 9.320 ciudadanos sólo 8 votaron en contra, siendo que no hay noticia de ninguno que se hubiera abstenido de concurrir al acto. Era la consagración popular más completa. Se creyó innecesario consultar a la opinión de la campaña, pues se descontaba que ella era en su totalidad favorable a Rosas. De inmediato, la Legislatura reprodujo su decisión anterior por una mayoría abrumadora.
El 13 de abril, Rosas asumió el gobierno, y lanzaba una proclama en que se decía puesto por la Divina Providencia con un poder sin límites, para sacar a la Patria del abismo en que se hallaba sumergida. La asunción del mando por Rosas fue celebrada en Buenos Aires con manifestaciones de entusiasmo y adhesión sin precedentes. Formó su ministerio nombrando al Dr. Felipe Arana para el departamento de Gobierno y Relaciones Exteriores; a José M. Roxas y Patrón para el de Hacienda, y al general Pinedo en el de Guerra y Marina.
Una de sus primeras medidas de gobierno fue iniciar la causa por el asesinato de Quiroga. A tal efecto, designó a Maza para presidir el tribunal. De resultas del juicio fueron condenados a muerte el ejecutor material del crimen Santos Pérez y los instigadores directos, los hermanos José Vicente y Guillermo Reinafé.
Rosas sentaba las normas de un derecho federal en base a los atributos judiciales y nacionales delegados por las provincias, ejercido al dirigir las relaciones exteriores, la economía y el ejército nacional. Asimismo dio al federalismo un sentido social nacionalizador capaz de ser asimilado por todos sus caudillos uniformemente, tratando de hacerle entender esas ideas a hombres como Ibarra, López y Heredia, como consta en sendas cartas dirigidas a ellos.
Igual penetración acusó el capítulo económico del segundo gobierno, iniciado luego de promulgarse la famosa Ley de Aduana, el 18 de noviembre de 1835, que entraría en vigencia al año siguiente. Rosas viró en redondo en sus concepciones económicas, y acicateado por las críticas y reclamaciones formuladas por Pedro Ferré, la dictó en uso de sus facultades extraordinarias. Impuso un sistema proteccionista que hizo prevalecer las conveniencias nacionales sobre los intereses locales porteños, y rodeó a Rosas de prestigio verdaderamente nacional. Todas las provincias vieron entonces reactivadas las artesanías y el tráfico mercantil. Apartándose de un criterio puramente fiscal –dice el Dr. Oliver- introduce una débil protección de la competencia extranjera tendiente a crear condiciones propicias al arraigo de industrias manufacturadas; por primera vez, se habla en documentos de gobierno de las atenciones que requiere una “clase media” apta para atender las necesidades de la industria; se arbitran medios para la formación de “artesanos hábiles”, para la creación de una marina de cabotaje, para la formación de prácticos en plantíos y demás faenas del campo, etc. Además de las aduanas fueron creados y aumentados otros arbitrios, principalmente, y en grado elevado el impuesto al capital llamado Contribución territorial, medida a la que no fue ajena la sublevación de algunos estancieros del sud que si por alguna de Aduana de 1835; en uso de su facultad legislativa, también dictó la ley de supresión del Banco Nacional de 1836, con fundamentos claros al señalar que la moneda corriente está exclusivamente garantizada por el gobierno, quien es el deudor de ella al público –y más adelante agrega- que el gobierno es accionista del establecimiento por casi tres quintas partes de su capital”. En su reemplazo fundó el Banco de la Provincia de Buenos Aires, el 30 de marzo de 1836, con la colaboración de su Ministro de Hacienda, Roxas y Patrón. Juan B. Alberdi en una época en que aún no se había rectificado de sus ideas ni de su juicio adverso a Rosas, reconoció que: “El rasgo distintivo de la política económica de Rosas es el Banco del Estado y el papel moneda inconvertible. Nada es más genuina obra suya, ni un legado más perfecto de su gobierno inolvidable”.
En 1833, se constituyó en Buenos Aires la Sociedad Popular Restauradora, con el objeto de apoyar la acción política de Rosas, presidida por Julián González Salomón. Sobre la denominación oficial de Restauradora primó el nombre de Mazorca, que le fue dado por el marlo colocado encima de los carteles, donde se leían poesías encomiásticas dirigidas a Rosas, en las festividades públicas realizadas en su honor. En un principio formaron parte de la misma las personas más distinguidas de la sociedad porteña, pero al llegar los años críticos de la intervención extranjera y de la conspiración interna, cayó en manos de elementos populares que le imprimieron el carácter de órgano de represión de los adversarios políticos. La Mazorca suele confundirse con la policía, a la que ayudaba en el cumplimiento de sus funciones, pero nunca dejó de ser una asociación civil con fines políticos.
Rosas debió hacer frente al conflicto con Bolivia. Desde que el gobierno de ese país no se avino a tratar los problemas de límites y la cuestión de la provincia de Tarija, cuya soberanía reclamaba Rosas, las relaciones entre ambos gobiernos eran tirantes. Posteriormente el presidente de Bolivia, general Santa Cruz, se inmiscuyó en las luchas políticas del Norte argentino protegiendo uno de los bandos y fomentando la preparación de expediciones armadas en el territorio de su jurisdicción. Santa Cruz ejercía de un modo absoluto el poder en su patria e intervenía en las discordias internas del Perú y tenía veleidades imperialistas de extender su predominio a las republicas vecinas del Ecuador, Chile y Argentina.
El Pacto de Tacna constituyó la Confederación Perú-Boliviana. El gobierno chileno preocupado por su actitud y por la ayuda prestada por Santa Cruz al general Ramón Freire para derrocar a sus autoridades, buscó la alianza de Rosas con el objeto de enfrentarlo. Rosas declaró la guerra a Santa Cruz, el 19 de mayo de 1837. El gobernador de Tucumán, general Heredia, fue nombrado jefe del ejército de operaciones. Las fuerzas argentinas constituidas principalmente por milicias de las provincias del Norte, se situaron en la frontera. Allí sostuvieron algunos combates parciales con las enemigas, quienes se limitaron a la defensiva esquivando toda acción decisiva. La preocupación de ambos gobiernos, absorbida por peligros más graves, fue causa de que se abandonaran las hostilidades. Heredia no atendió mayormente al ejército, requerido por sus intereses políticos en Tucumán, delegó en jefes subalternos el desarrollo de las operaciones.
El 20 de enero de 1839, las fuerzas de Santa Cruz eran derrotadas por el ejército chileno, al que se había unido otro peruano en la batalla de Yungay. El Protector fue depuesto y el Perú restableció su gobierno propio. En seguida se dio término al conflicto y se reanudaron las relaciones diplomáticas argentino-bolivianas.
Mientras tanto Rosas debió ocuparse del conflicto con Francia. La primera intervención de ese país en el Río de la Plata fue promovida por el vice-cónsul Aimé Roger. El 30 de noviembre de 1837, presentó una nota en la que reclamaba por la detención de varios súbditos franceses y por otros incorporados al ejército. Insistió entonces en que se acordara a todos los de su nación el mismo privilegio otorgado por un tratado a los británicos. La actitud de Roger estaba influenciada por los agentes franceses en Montevideo, cuyas connivencias con Rivera y los emigrados de Buenos Aires opositores a Rosas eran notorias. En la vecina orilla un gran número de intelectuales argentinos que no habían conseguido atraerse a Rosas a su causa, desarrollaban una intensa propaganda presionando sobre el gobierno. Como el ministro argentino contestara que se procedería a estudiar los antecedentes de los casos enunciados en la nota referida, el agente francés expresó que no admitiría la prórroga de la discusión si antes el gobierno de Buenos Aires no ordenaba la libertad de sus connacionales, y como no se accediera a estas pretensiones, pidió inmediatamente su pasaporte, marchándose a Montevideo.
El 24 de marzo de 1838, el contralmirante Luis Leblanc al frente de las fuerzas navales francesas estacionadas en el Río de la Plata, dirigió a Rosas una nota en la que ampliaba las exigencias de sus compatriotas pidiendo que se suspendiera, con respecto a los súbditos de esa nacionalidad, la aplicación de las leyes para con los extranjeros, comprometiéndose a tratar sus personas y propiedades, según los principios de la nación más favorecida hasta que se formulara un tratado, y que se les reconociera el derecho a reclamar las indemnizaciones correspondientes por los perjuicios sufridos por los actos del gobierno argentino.
Rosas desconoció las exigencias de dicho jefe militar para tratar tales asuntos, y Leblanc declaró en estado de riguroso bloqueo por las fuerzas navales francesas el puerto de Buenos Aires y todo el Litoral. La actitud de Rosas se ajustaba a las prácticas del Derecho de Gentes y resguardaba la dignidad nacional. Leblanc no tenía personería para tratar este asunto, y el gobierno argentino no podía reconocer a los franceses por la imposición de la fuerza, situaciones jurídicas iguales a las que disfrutaban los británicos, cuando éstos las habían obtenido mediante la celebración de un tratado que asignaba ventajas recíprocas.
El bloqueo colocó al gobierno de Rosas en una situación económica angustiosa. Desde el punto de vista geopolítico, el bloqueo no era una novedad en el Río de la Plata, porque ya lo habían practicado los españoles en 1810-11 y 1812-14, y la escuadra imperial del Brasil en 1825-28. Como dice José María Rosa: “el bloqueo es un acto de beligerancia que tiende a debilitar una situación política, provocando un fuerte malestar económico”, y eso era justamente lo que se buscaba.
Produjo grandes males en la hacienda pública. El gobierno se vio obligado a revocar la aplicación de los impuestos elevados sancionados por la Ley de Aduana. Siendo la renta aduanera el principal apoyo del gobierno y cesando prácticamente el comercio exterior, se vio privado de recursos, debiendo recurrir a empréstitos y contribuciones que proporcionaron comerciantes y hombres acaudalados para evitar la bancarrota general.
Fue interrumpida solamente la rutina comercial, pero el comercio no llegó a cerrar sus puertas ni hubo quiebras. La escasez del trigo y harina trajo inconvenientes. Rosas prohibió la exportación de estos artículos. Después se redujeron en una tercera parte los derechos a todas las importaciones, que al igual que el anterior, estuvo en vigor durante el bloqueo. También suspendió la vigencia de la ley del 4 de marzo de 1836, o sea, la aplicación del 25% de más que se cobraban a los efectos de ultramar llevados a Montevideo. La moneda se desvalorizó, siendo otro de los inconvenientes, pero el comerciante pudo contrarrestarla con el aumento que hizo al precio de sus mercaderías de reserva y la escasez de las mismas en plaza.
También se tomaron medidas de carácter político contra los unitarios como fueron los embargos que se aplicaron sobre sus bienes muebles y semovientes “derechos y acciones de cualquier clase que fuesen, para compensar los quebrantos causados en la fortuna de los fieles federales, en las erogaciones extraordinarias del Tesoro público y a los premios que el gobierno acordó a favor del ejército de línea, milicias y otros”. Estos bienes fueron administrados por una Caja de Secuestros, y su producido se empleaba en el abastecimiento del ejército, bajo la vigilancia directa de Rosas.
Se efectuó la represión de los agiotistas y especuladores, en su mayoría unitarios o clasificados en ese momento como tales. Para completar el cuadro de medidas drásticas, se suprimieron todos los gastos que no fueran indispensables para la vida del Estado, acudiéndose a remedios heroicos con el fin de sobrellevar la situación, suspendiéndose las partidas de gastos y sueldos en los hospitales públicos, la Casa de Expósitos, la Universidad, a las escuelas del Estado y Administración de Vacuna.
Mientras se habían producido todos los inconvenientes económicos apuntados, el 23 de setiembre de 1838, Aimé Roger, desde Montevideo dirigió a Rosas un ultimátum . Fue en tal circunstancia que intervino como mediador el ministro británico acreditado en Buenos Aires, John Henry Mandeville. Cuando todo hacía esperar que Roger viniera a Buenos Aires para dar término al conflicto como lo prometiera el representante inglés, una conferencia con Rivera lo hizo desistir del viaje y cambiar de actitud. Al mismo tiempo las fuerzas de la escuadra francesa, después de un rudo combate se apoderaron de la Isla Martín García, a quienes opuso una heroica resistencia su comandante, el teniente coronel Gerónimo Costa.
“El jefe de las fuerzas francesas, Hipólito Daguenet, en carta que mandó a Rosas –dice Gabriel O. Turone- derrocha elogios hacia el teniente coronel Costa por su increíble actividad y la hermosa conducta demostrada por él en el combate. (…) Juan Manuel de Rosas, entonces, en honor de la resistencia patriota ante la invasión a Martín García, impuso al Regimiento Patricios de Buenos Aires (uno de los cuerpos que actuaron en la defensa) el nombre de Batallón Independencia”.
El sitio duró cerca de tres años, pero en verdad no fue totalmente efectivo, aunque como se ha señalado infligió graves daños a la economía provincial. Los precios de los artículos de exportación sufrieron una fuerte baja. Como en la guerra con el Brasil en 1825, en que se habilitó la Boca del Salado, el gobierno de Rosas habilitó toda la costa bonaerense, los puertos del Tuyú, Ensenada, Tigre y San Fernando. Las fuerzas bloqueadoras efectuaron expediciones punitivas enviando barcos de guerra que atacaron y destruyeron las instalaciones portuarias, pero fueron repelidos. El contrabando también se generalizó tolerado por los gobiernos de Buenos Aires y Montevideo, y estuvo dirigido por individuos influyentes de la política.
“Durante el año 1839 –dice Burgin- cuando la flota francesa se mostró particularmente activa, muy pocos negocios se hicieron, y después de terminado el bloqueo, la recuperación fue lenta y difícil, impedida en no poca medida por la expedición de Lavalle, y la Revolución de los Hacendados del sur de la provincia de Buenos Aires que fue vencida y severamente reprimida”.
Simultáneamente con los éxitos militares logrados por Rosas, había conseguido liquidar el conflicto con Francia, dando así término al bloqueo, privando a sus enemigos de los auxilios y recursos que aquéllos les proporcionaban. Por mediación del ministro inglés en Buenos Aires, desde principios de 1840, se habían iniciado negociaciones con el gobierno francés. El 29 de octubre de ese mismo año, el representante argentino Dr. Felipe Arana y el barón Angel Renée Armand de Mackau, plenipotenciario del rey de Francia, firmaron una convención que restablecía la paz entre ambos gobiernos. Por las cláusulas del tratado los franceses levantaron el bloqueo y devolvieron la isla Martín García; la Confederación Argentina debió eximir del servicio de las milicias a los ciudadanos franceses residentes, e indemnizar a aquellos que hubieran sufrido algún daño a causa del conflicto. Los emigrados argentinos y opositores que combatían a Rosas podrían volver libremente a su país.
Ratificada la Convención, Rosas envió al general Mansilla acompañado de un comisionado francés al campamento de Lavalle para invitarlo, en vista de los términos de aquélla, a que depusiera las armas si se acogía a lo estipulado. Lavalle rechazó la amnistía propuesta.
Levantado el bloqueo y obtenida la paz con Francia, el 29 de octubre de 1840, se restableció rápidamente el intercambio con los mercados extranjeros, pero era imposible volver a la política económica anterior. Se sintió la necesidad de modificar la tarifa proteccionista de 1835, por razones de carácter económico y fiscal. El bloqueo había probado que el país se encontraba capacitado para hacerse autónomo, y la escasez de artículos manufacturados aceleró el proceso.
Afianzado el poder de Rosas en el Interior, quedaba a sus enemigos la resistencia en el Litoral donde continuaban la guerra el gobernador Ferré, de Corrientes, y el presidente del Estado Oriental, Fructuoso Rivera.
Evadido Paz de la prisión tras ocho años de cautiverio, Ferré le encomendó en Corrientes la formación de un Ejército de Reserva, con el que venció a Pedro Echagüe en Caa-Guazú, el 28 de noviembre de 1841. De inmediato se inició la invasión de Entre Ríos, pero Paz, que deseaba cruzar el Paraná para terminar con el poder de Rosas, debió abandonar la lucha al retirarle las tropas Ferré por la desconfianza que le tenía. Afrontando peligros y perseguido por tropas enemigas pudo alcanzar el Uruguay y trasladarse a Montevideo. Rivera con su ejército quedó dueño de la situación. Por incapacidad de Ferré y del gobernador de Santa Fe Juan Pablo López, resultaba ser el jefe de la guerra en el Litoral.
Manuel Oribe, consecuentemente reforzado por Rosas, cruzó el Paraná para enfrentar a Rivera, quien de inmediato pasó todas sus fuerzas del lado del Uruguay, y ambos se encontraron en Arroyo Grande el 6 de diciembre de 1842. Derrotado Rivera marchó Oribe a Montevideo, donde la mayor parte de los defensores de la ciudad eran extranjeros, hallándose entre ellos, Giuseppe Garibaldi con su Legión Italiana.
En marzo comenzaron los combates entre las fuerzas sitiadoras y las de la plaza, pero como ésta se surtiera de víveres por agua, Rosas declaró bloqueado el puerto de Montevideo, ordenando efectuarlo al almirante Guillermo Brown, jefe de la escuadra argentina. El comodoro John Brett Purvis, jefe de la flota inglesa, en vista de las circunstancias que planteaba el bloqueo se trasladó de Río de Janeiro al Río de la Plata, y notificó a Brown que no toleraría ningún acto de hostilidad contra la ciudad de Montevideo. La actitud asumida por el jefe inglés violaba los deberes de la neutralidad y desconocía los derechos de beligerancia, por lo cual, el gobierno reclamó de ella al representante diplomático de Gran Bretaña en Buenos Aires, pero éste alegó que desconocía las instrucciones recibidas por el comodoro Purvis del gobierno de Londres para proceder en tal sentido. Purvis persistió en su actitud, y evitó la rendición de Montevideo secuestrando la escuadra mandada por Browm. Posteriormente, el comodoro inglés fue relevado y los barcos devueltos, mas continuó ejerciéndose la presión de las escuadras extranjeras a favor de los sitiados.
Como la situación en Montevideo era difícil, el gobierno de la Defensa por sugestión de Purvis envió a Londres al doctor Florencio Varela, con el objeto de promover la intervención armada de Inglaterra, a la que se le ofreció la libertad de comercio y navegación de los ríos. Varela se entrevistó con lord Aberdeen, pero éste rechazó tal proposición.
En 1844, se celebraron conversaciones entre Inglaterra, Francia y Brasil, negándose la primera a tratar con la última, lo relativo a un protectorado en la República Oriental, porque había resuelto tomar parte en la contienda juntamente con Francia, sin intervención de aquéllos.
Mientras tanto en Buenos Aires, en enero de 1845, el comercio seguía sufriendo el bloqueo y las operaciones que se hacían eran forzadas. En mayo de ese año, Oribe –firme aliado de Rosas- se propuso tomar la plaza de Montevideo por asalto, pero los almirantes Samuel Inglefield y Jean Bautiste Lainé al frente de los barcos ingleses y franceses, respectivamente, suministraron a ésta gran cantidad de víveres y armamentos, y notificaron a Oribe que no permitirían la operación militar. Para apoyar sus pretensiones los franceses e ingleses contaban con 20 barcos armados, más de 400 cañones y 3.500 hombres.
Por entonces llegaron al Plata el barón Antoine-Louis Deffaudis, enviado de Francia, y William Gore Ouseley por parte de Inglaterra, acreditados como ministros plenipotenciarios ante el gobierno argentino para procurar el arreglo de la cuestión oriental. Por las instrucciones recibidas del gobierno inglés, Ouseley debía exigir a Rosas que levantara el bloqueo de Montevideo y retirara sus fuerzas de la Banda Oriental; las que traía Deffaudis eran análogas.
Los plenipotenciarios al conferenciar en Buenos Aires con el Ministro de Relaciones Exteriores Dr. Arana, manifestaron que tenían orden de reclamar expresamente como acto previo a toda negociación para el restablecimiento de la paz, la suspensión de las hostilidades contra la plaza de Montevideo. El ministro argentino, a su vez, les declaró no admitiría ninguna mediación sin que previamente se reconociese el bloqueo argentino de los puertos de Montevideo y Maldonado, por las fuerzas navales de Francia e Inglaterra. Deffaudis y Ouseley insistieron en julio de 1845, señalando que las crueldades de la guerra en la Banda Oriental habían conmovido a todo el mundo civilizado, y que esa misma guerra, al obstruir la navegación en el Río de la Plata, afectaba el comercio inglés y francés. El gobierno argentino se mantuvo en la negativa, y aquellos pidieron sus pasaportes.
El 2 de agosto la escuadrilla argentina era apresada frente a Montevideo, y repartida junto con su armamento entre las escuadras francesas e inglesas, quienes inmediatamente establecieron el bloqueo de los puertos argentinos. Los agresores se apoderaron de Colonia, y el 5 de setiembre, Garibaldi tomó la Isla Martín García, y con sus barcos asoló el Litoral argentino.
El 18 de setiembre de 1845 se declaró el bloqueo anglo-francés a los puertos argentinos, que causó estragos en el comercio porteño. Con el fin de realizar el intercambio comercial con Corrientes y el Paraguay, los aliados se propusieron forzar el paso del Paraná y conseguir el dominio del gran río.
Rosas para obstruir el estrecho paso de la escuadra enemiga había mandado emplazar baterías en las costas del río a la altura de San Pedro, donde éste forma un recodo cuya extremidad saliente es conocida por la Vuelta de Obligado. Al remontar el Paraná la escuadra enemiga encontró en ese lugar el 20 de noviembre de 1845, que se había emplazado cuatro baterías que disparaban desde la costa, y entre ambas márgenes se colocaron sobre barcos desmantelados gruesas cadenas de orilla a orilla para impedir el paso de las naves.
El fuego que se sostuvo fue incesante durante siete horas consecutivas, y la poderosa escuadra al pasar quedó completamente diezmada. Consiguieron forzar el paso con varios barcos maltrechos y sufriendo muchas bajas, pero con ello no obtuvieron el dominio fluvial, pues los grandes convoyes de barcos mercantes que escoltaban aguas arriba y de vuelta con mercaderías, eran continuamente hostigados y cañoneados desde varios puertos de la costa, llegando a destino con pérdidas cuantiosas.
A pesar del bloqueo no existía declaración formal de guerra entre el gobierno argentino y los de Inglaterra y Francia. El comercio inglés con esta situación caótica decreció visiblemente, y ambas potencias presionadas por la opinión pública, se vieron obligadas a intentar negociaciones con Rosas para solucionar el conflicto definitivamente. Al efecto designaron a Thomas S. Hood, quien en carácter de agente confidencial llegó a Buenos Aires el 13 de julio de 1846. Las proposiciones del enviado fueron: suspensión de las hostilidades en Montevideo y desarme de las legiones extranjeras en dicha plaza; retiro de las fuerzas auxiliares argentinas; devolución de la isla Martín García y de los barcos apresados. Aceptadas por Rosas y Oribe, ellas encontraron inconvenientes insalvables en el gobierno de la Defensa de Montevideo y la misma fracasó. Sin embargo, a raíz de este revés político, la situación del comercio mejoró transitoriamente.
En 1847, se reanudaron las negociaciones por el conde Walewski, en representación de Francia y lord Howden por Inglaterra, sobre la base de las propuestas formuladas por Hood. Se repitió el mismo fracaso, pero lord Howden decidió levantar el bloqueo por parte de Inglaterra. Francia quedaba sola en el conflicto.
Al levantarse el bloqueo en 1848, la actividad económica continuó siendo escasa en Buenos Aires. La firme actitud de Rosas ante la intervención extranjera le valió el reconocimiento del general San Martín, que desde Europa seguía atentamente los acontecimientos del Río de la Plata. En una carta fechada en noviembre de ese año, le decía a Rosas que había tenido “una verdadera satisfacción al saber el levantamiento del injusto bloqueo con que nos hostilizaban las dos primeras naciones de Europa”. Y le agregaba que esa satisfacción era “tanto más completa cuanto el honor del país no había tenido nada que sufrir, y por el contrario presentaba a todos los nuevos Estados americanos un modelo que seguir”. Para esa época San Martín ya había redactado su testamento, en cuya cláusula tercera dispuso que el sable que le había acompañado en toda la guerra de la independencia de América del Sur, le fuera entregado al general Rosas como prueba de la satisfacción que le causó el ver la firmeza con que había sostenido el honor del país frente a las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarlo. Este legado se hizo efectivo a la muerte de general San Martín.
Por último, la convención Southern-Arana liquidó definitivamente la cuestión con Inglaterra, y el 31 de agosto de 1850, se concluyó una similar con el contralmirante Le Prédour, enviado de Francia. Ambas casi reproducían las cláusulas aceptadas a Hood. El bloqueo fue levantado y evacuada la isla Martín García.
No nos ocuparemos de las consecuencias favorables que Rosas obtuvo del bloqueo, pues los éxitos que consiguió le sirvieron para consolidarse en el poder y aparecer ante las potencias mundiales como una figura prominente, como un defensor tenaz del principio de autodeterminación de los pueblos ante la intervención extranjera.
En cuanto a su política económica Adolfo Saldías no sólo la reconoció sino que alabó el sistema financiero que impuso. Ernesto Quesada y Agustín de Vedia, ambos con tibieza, creyeron en la honradez de la administración rosista, pero mostraron sus reparos. Decía Quesada: “No fue propia y científicamente sistema económico el de Rosas; hizo lo que la necesidad le impuso; suprimió gastos y emitió papel moneda sin garantía. Eso no basta imitarlo: la escrupulosidad en el manejo de los dineros fiscales, la energía para no haber impuesto contribuciones forzosas u otras exacciones vistas en otros países, es justo hacerlo notar; porque eso fue lo que le granjeó la confianza de propios y extraños, permitiéndoles multiplicar las emisiones fiduciarias, sin derrumbar la moneda, antes bien logrando valorizarla y fortificando a la larga el crédito del país, cuyos títulos de renta tuvo la fortuna de ver cotizar a la par”.
A pesar de lo expuesto, trataremos de mostrar cómo esa política económica estuvo apoyada dentro de una línea del más puro nacionalismo. No creemos que Rosas haya concebido un plan económico porque estaba absorbido por las luchas políticas. Ni tampoco que no contara con la colaboración valiosa de su ministro de Hacienda Roxas y Patrón, sobre todo recordando que éste fue el autor del “Plan General de Hacienda” preparado en 1827, cuando acompañó en esa misma cartera al coronel Manuel Dorrego. Roxas y Patrón fue un hombre de sorprendente actividad, de criterio amplio y recto, dotado de grandes conocimientos. Restableció el crédito perdido y encauzó la hacienda pública por una senda de solidez duradera.
“En su primer gobierno, Rosas afrontó las dificultades con habilidad y valor –reconoce Miron Burgin-, y si bien no lanzó un amplio programa de mejoramiento económico y social se justifica quizá por la razón de que el país acababa de salir de un período de intranquilidad y guerras civiles. Por eso pudo con la conciencia tranquila reclamar dos años más tarde un mandato absoluto. Su poder se hace entonces personal y vitalicio. Hay incluso banderas, aduanas y monedas diferentes, pero el poder militar de Rosas garantiza la estabilidad del conjunto y constituye una cierta garantía contra los excesos. Así lo reconocía el pueblo todo cuando asumió los poderes extraordinarios en 1835”.
Nadie dudaba sobre la necesidad de implantar una dictadura para unificar el país –acota Sampay-, y para construir, conforme al programa de la Revolución de Mayo, un edificio bien calculado y sólido para la burguesía progresista. Esa fue la idea que sustentaron los jóvenes de la Asociación de Mayo, entre ellos Marcos Sastre y Alberdi, quienes propugnaron una dictadura revolucionaria. Rosas al enlazar sus ideas con el orden antiguo, rompió con la Revolución de Moreno, Castelli, el Triunvirato, Rivadavia, Monteagudo, Alvear, etc., pues está en la línea de Saavedra, del deán Funes, la Junta Conservadora, el Cabildo, etc. Planteó un criterio económico y social realista, al aceptar la influencia de factores viejos y nuevos relevantes para la creación de un orden; Rosas buscaba sentar las bases de la Argentina como Nación”.
Cabe discrepar por completo con José Ingenieros y quienes consideran a Rosas como “reaccionario” –últimamente lo ha hecho Sampay con poca fortuna- porque Rosas debe ser juzgado, no por las circunstancias, sino por la forma como supo dominarlas, donde los demás habían fracasado. Por eso resulta también pueril aplicar el término “feudal” a la economía de Rosas, como lo hacen los liberales unitarios, porque fue la antítesis misma del feudalismo al adjudicar el suelo en plena propiedad “a los hijos de la Provincia y a los avecindados en ella naturales de la República”, y de preferencia “a los de familia humilde” suertes de estancias formadas de las tierras del Estado sin más condición que la de afincarse en ellas, poblarlas y trabajarlas. En cambio Rivadavia con su idea genial de hipotecar la tierra pública llegó al régimen de inmovilizarla, con la necesaria consecuencia de la implantación de la “enfiteusis”, sistema al que correctamente corresponde –ahora sí- el calificativo de “feudal”, como bien dice Oliver. Juan B. Justo, partidario del materialismo histórico, escribió sentenciosamente que “Rosas fue el único que repartió realmente la tierra entre los pobladores de la campaña”.
“Después de asumido su segundo gobierno –continúa Burgin- la provincia gozó de una estabilidad no perturbada por desórdenes internos ni siquiera exteriores. La recuperación económica acompañó la estabilidad política, y el gobierno hizo todo lo que estaba a su mano para contribuir a la progresiva expansión de la economía provincial”.
La incorporación de los territorios conquistados en su campaña al Desierto, le permitió estimular el desarrollo de la agricultura y la ganadería. En la lucha contra el indio, Rosas fue el fundador, organizador y administrador de las poblaciones de Bahía Blanca, Junín, 25 de Mayo, y de otros pueblos hasta donde llevó la línea de frontera. Redujo a centenares de indígenas en la zona de Tapalqué.
En cuanto a la emisión de papel moneda que realizó en sus gobiernos durante 22 años, alcanzó a 110 millones de pesos, mientras los gobiernos de 1852 a 1861, durante nueve años emitieron 257 millones de pesos. “El peso moneda corriente valía 16 y tercio centavos de plata –dice Emilio Hansen- en enero de 1830, y había bajado solamente cinco centavos y cuatro décimos en diciembre de 1851”. “La verdad es que los apologistas de Rosas –reconoce el citado autor- pueden exhibir con satisfacción este testimonio de una administración que, cualesquiera que fueran sus crímenes políticos (lo que no compartimos; como si antes o después de su gobierno no se hubieran cometido crímenes y de peor cariz) en la gestión de la fortuna pública se mostró honrada y frugal. Las emisiones hechas en virtud de la ley de 1846, a consecuencia del bloqueo anglo-francés tenía una perfecta justificación financiera, desde que había que acudir a las necesidades de un presupuesto de más de 60 millones anuales, y la acción del enemigo hubo cortado la corriente casi única de la renta pública”.
En lo referente a la organización administrativa que mucho tiene que hacer con lo económico, Rosas echó las bases del Ministerio de Hacienda de la provincia separando la Dirección de Rentas de la Contaduría, y a la Tesorería la erigió en Departamento. En materia de contabilidad publicó diariamente en “La Gaceta Mercantil”, el diario oficial, el estado de la Tesorería, y mensualmente las informaciones de la Oficina de Estadística. Por otra parte, fue un mandatario prolijo al dar cuenta anualmente de su labor a través de los Mensajes legislativos. Mariano Fragueiro también ponderó la obra económica de Rosas.
Tras el balance efectuado sólo resta mostrar la conformación y estructuración de una verdadera cultura nacional en la época rosista. Las letras y en particular sus expresiones de poesía popular alcanzaron altura como producto de la contienda ideológica y política de federales y unitarios. La música y el teatro no sufrieron limitaciones, sino todo lo contrario, hubo intensa actividad, desfilando sin pausa aparte de los conjuntos líricos y concertistas, los mejores artistas dramáticos del período 1830-52. La pintura y el grabado se destacó por su riqueza y calidad, a través de la actuación de unos 60 pintores y grabadores entre argentinos y extranjeros. La litografía tuvo su importancia por la actuación de Baclé, Ibarra, Morel y Pellegrini.
Las prensas publicaron numerosos libros didácticos para la Universidad, las escuelas públicas y privadas. La difusión de la imprenta durante este período y el establecimiento de importantes talleres gráficos permitió la producción de una valiosa y vasta bibliografía. La Imprenta del Estado administrada por Pedro de Angelis y sus publicaciones famosas; la Imprenta de “La Gaceta Mercantil” que incorporó la primera máquina impresora movida a vapor que llegó a Sud América, editó el principal periódico durante muchos años; “The British Packet”, diario escrito en inglés favorable a Rosas; el “Archivo Americano” que comenzó a publicarse el 12 de junio de 1843 y se extinguió el 24 de diciembre de 1851. Fue publicación oficial de la Confederación Argentina redactado por Pedro de Angelis y supervisado directamente por Rosas, en la que se daban a conocer artículos y documentos oficiales en inglés, francés y castellano, destinados a contrarrestar en el exterior la propaganda europea y brasileña contra el gobierno de don Juan Manuel, especialmente la campaña de la “Revista de Dos Mundos”. El promedio general para un período de 24 años (de 1829 a 1852) arroja 30 publicaciones anuales, cifra verdaderamente significativa.
La instrucción primaria y secundaria se vio nutrida con importantes colegios como el Republicano Federal y el Colegio Argentino de San Martín, lo mismo que la dispensada por algunas órdenes religiosas como la Compañía de Jesús, restablecida por Rosas en 1836. En la Universidad, el Departamento de Jurisprudencia funcionó con dos profesores Rafael Casagemas y José León Banegas, que puede decirse, consiguieron orientar a numerosas generaciones que veían en el Derecho “el motor y nervio más importante de la sociedad, el más necesario y el que debía conservarse a pesar de las perturbaciones políticas”. Esas mentalidades quedaron impregnadas de “un culto por la personalidad humana, del cual deriva naturalmente el reconocimiento de sus derechos y libertades” (Zorraquín Becú).
La Universidad continuó sobrellevando su propia existencia, y su acción marchó parejamente conformada con la manera de sentir, pensar y obrar de la sociedad que gobernaba Rosas. En el Departamento de Jurisprudencia, a pesar de las dificultades políticas que atravesaba, fueron muchos los estudiantes que disfrutaron de los favores del Restaurador, y que después se convirtieron en detractores y enemigos. Los estudios no se paralizaron y el número de graduados se mantuvo en forma estable. Los guarismos así nos lo revelan: en 1831, se graduaron 11; al año siguiente 12; en 1834, 11 y en 1837, 18; luego decayó el número a partir de 1838, pero volvió a elevarse, alcanzando a 16 en 1850, y a 15 en 1852. Estos graduados después brillarían en el gobierno, la política y el foro. “Desde la cátedra se difundió durante la época de Rosas, un liberalismo espiritualista y romántico –ha dicho juiciosamente Zorraquín Becú- que iba a continuar predominando en el ambiente nacional durante varias décadas, impuesto por los alumnos del profesor Casagemas, como por los que se inspiraron directamente en las corrientes filosóficas y políticas contemporáneas. Las generaciones que pasaron por la Universidad se nutrieron fundamentalmente en tendencias que contaron con un mayor tradicionalismo, entendiendo por ello, el respeto a la religión y a todos los valores sociales existentes”.
Con respecto a los médicos y catedráticos que emigraron durante la época de Rosas, su número fue muy reducido. En cambio, todo lo contrario sucedió en cuanto al número de graduados, ya fuesen médicos cirujanos, tocólogos y farmacéuticos. De 1830 a 1852 se graduaron 223 profesionales, mientras que en los 22 años siguientes, entre 1853 y 1875, los graduados de Medicina alcanzaron a 140, incluyéndose en ambos períodos a los extranjeros que revalidaron sus títulos.
Ramos Mejía exagerando la verdad de las cosas, llegó a decir que los catedráticos de la Universidad eran “pleitistas” y “curanderos”, y como lo hemos puesto de relieve Casagemas no actuó en la profesión, lo mismo que el presbítero Banegas. Antonio Salvadores, muestra el equívoco de Ramos Mejía, y añade que éste sacó el dislate de Brossard, quien afirmó que en las cátedras no se formó ningún hombre que fuese siquiera instruido. Los nombres de los alumnos que pasaron por la Universidad nos exime de mostrar lo exagerado del juicio. “Si esa historia oficial enseñara por ejemplo -dice Fermín Chávez- que en 1847, a menos de dos años del descubrimiento y aplicación del éter como anestésico general, se efectuó en Buenos Aires la primera intervención quirúrgica con dicha anestesia, comenzaríamos por informarnos de que el país de Rosas no era el pintado por las revistas europeas que alentaban la intervención de Francia y Gran Bretaña. Nada más alejado de la verdad que una negación de la riqueza e importancia de las expresiones culturales del período rosista”.
Entre las causas de la caída de Rosas figuran el pronunciamiento de Urquiza en contra de él realizado el 1º de mayo de 1851. El Restaurador elevaba todos los años a la Legislatura bonaerense la renuncia del cargo que investía, y a las distintas provincias la de las facultades para dirigir las relaciones exteriores y las cuestiones de paz y guerra. Invariablemente, aquella y los gobiernos de provincia la rechazaban reiterándole su adhesión. Pero en esta oportunidad, el gobierno de Entre Ríos declaró que en vista de la situación física en que se hallaba Rosas, no le permitía por más tiempo continuar al frente de los negocios públicos, dirigiendo las relaciones exteriores y los asuntos generales de paz y guerra de la Confederación Argentina. Agregaba que reiterar al general Rosas las anteriores insinuaciones para que permaneciese en el lugar que ocupaba era faltar a la consideración debida a su salud, y cooperar a la ruina total de los intereses nacionales que él mismo confesaba no poder atender con la actividad que ellos demandaban. En vista de otras no menos graves consideraciones, era voluntad del pueblo entrerriano reasumir el ejercicio de las facultades inherentes a su territorial soberanía delegados en el gobernador para el cultivo de las relaciones exteriores y dirección de los negocios de paz y guerra de la Confederación Argentina, en virtud del Tratado del Cuadrilátero.
El 25 de mayo, Urquiza lanzaba una proclama a los pueblos de la República, invitándolos a la campaña que iba a emprender contra Rosas y a favor de la organización del país. En ella adelantaba tras otras consideraciones que Corrientes había respondido a la resolución tomada por Entre Ríos. Esta proclama no halló eco en las restantes provincias, las que permanecieron adictas al régimen imperante en Buenos Aires.
En este proceso sobre la caída de Rosas también coadyuvó la política brasileña en el Río de la Plata; Urquiza buscó su apoyo y del gobierno uruguayo contrario a Oribe. Rosas declaró la guerra al Brasil, y de acuerdo a lo estipulado, la coalición se volvió contra él. El 21 de noviembre de 1851, se celebró una reunión en Montevideo con representantes de Brasil, Entre Ríos y la Banda Oriental ajustándose la convención respectiva. Urquiza se comprometía a pasar el Paraná, cuanto antes, con el ejército argentino al que se sumaban algunos contingentes de brasileños y uruguayos; la escuadra brasileña iba a cooperar en las operaciones. Para sufragar los gastos de la expedición el Brasil adelantaría, en calidad de préstamo, la cantidad de 100.000 pesos mensuales mientras durase la guerra, con el cargo de ser reembolsados a su terminación con un interés del 6%. Se preveía también, la adhesión del Paraguay a la alianza.
Estos sucesos adversos y la inminencia de una invasión no provocaban en Rosas reacción alguna. Recién en noviembre de 1851, el general Angel Pacheco, comandante en jefe de las fuerzas del Norte y centro de la provincia de Buenos Aires, dispuso la organización de las milicias. Urquiza reunió las suyas en Gualeguaychú, y la escuadra brasileña, dueña de los ríos, transportaba las tropas de los aliados sin encontrar mayor obstáculo.
Urquiza marchó hacia Paraná para pasar de allí a Santa Fe. El gobernador Pedro Echagüe pidió inútilmente refuerzos a Rosas para oponerse a su avance, pero se retiró con sus fuerzas a Buenos Aires dejando al enemigo dueño de la provincia. La inercia de Rosas no tiene explicación, pues contaba con fuerzas suficientes para defender la barrera natural que ofrecía el río Paraná y no lo hizo; prefirió concentrar todas sus fuerzas en Santos Lugares, cerca de la Capital.
Urquiza avanzó con el Ejército Grande hasta legua y media del campamento de Rosas a fines de enero de 1852. En tales circunstancias, el general Pacheco, jefe del ejército rosista, renunció al mando, viéndose obligado el mismo Rosas a dirigir las operaciones.
El ejército aliado estaba compuesto por 20.000 argentinos, 4.000 brasileños y casi 2.000 orientales. La batalla se libró en Monte Caseros, el 3 de febrero, siendo totalmente derrotado y dispersadas sus fuerzas, Rosas con su asistente Lorenzo López se dirigió a la Capital, y después de descansar en el Hueco de los Sauces (hoy Plaza Garay) redactó su renuncia a la Legislatura, disculpándose por la derrota sufrida. Se refugió entonces en la Legación inglesa de la calle Santa Rosa Nº 186, actualmente Bolívar entre México y Venezuela, y a pesar de no encontrar al encargado de negocios Robert Gore descansó en su aposento por encontrarse herido en una mano.
Muchos contemporáneos estuvieron convencidos de que el hecho de haberse dirigido a la casa del ministro inglés, no fue producto de una resolución improvisada, sino que obedecía a un plan convenido entre ambos, para el supuesto caso de sobrevenir una contingencia adversa en el desarrollo de los acontecimientos políticos y militares. Muchos antecedentes existían en su largo gobierno para mostrar las óptimas relaciones mantenidas con los ingleses. Cuando Gore se hizo presente en su casa a la tarde le pidió asilo hasta embarcarse, la reunión de su familia, y el cuidado de su picazo pampa “Victoria”.
Anoticiada Manuelita –desde la noche anterior pernoctaba en su casa de la calle San Francisco a la espera de los acontecimientos- de que su padre se hallaba herido en una mano, a las 8 de la noche salió de su casa para reunirse con él y curarlo, lo que así hizo. Se convino que a las 24, acompañados por Gore se embarcarían en el buque “Locust” de donde pasaron el día 4 al “Centaur”. Allí permaneció con su familia hasta que transbordaron el 10 de febrero al “Conflict” a cargo del comandante Robert Jenner.
Mientras tanto la ciudad de Buenos Aires vivía días de intranquilidad. “El pueblo no recibió su caída como una liberación –dice Gras- sino la admitió resignado con evidente tristeza”. Benito Hortelano lo relata en forma harto objetiva comentando los saqueos cometidos por bandas armadas.
A la salida del país acompañaban a Rosas sus hijos Manuelita, Juan Bautista y Manuel, su nuera Mercedes Fuentes Arguibel, su nieto Juan Manuel y dos sirvientes que lo atendían. También se habían embarcado el general Pascual Echagüe, los coroneles Gerónimo Costa y Manuel Febre, además de otros. La travesía duró más de cuarenta días signados por la desgracia, ya que la explosión de una de las calderas del “Conflict” originó la muerte de cuatro tripulantes, debiendo por esta causa continuarse la navegación a vela.
El 11 de abril llegaron a Cork, en Irlanda, y cuatro días más tarde a Devenport, donde temporariamente y por primera vez pisó suelo inglés, descendiendo el 23 en Plymouth, en cuya ocasión fue saludado por la batería del Fuerte con una salva de disparos. Como equipaje traía consigo una crecida cantidad de cajones conteniendo la documentación de su archivo particular. El Almirantazgo de acuerdo a su jerarquía dispuso que los gastos del pasaje debían ser pagados por el Tesoro Público.
En Buenos Aires, Gore al margen de corresponder lealmente a la amistad que lo ligaba a Rosas, protegiendo su fuga, debió sortear momentos difíciles por la incomprensión e intolerancia que pesaba a su alrededor, a más de un severo reproche que le dirigió Urquiza.
Tras su arribo a Inglaterra, su nombre resonó en la Cámara de los Lores en labios del conde de Malmesbury con motivo de discutirse una interpelación del gobierno motivado por los honores que le dispensaron al desembarcar las autoridades de Plymouth. Alojados en una posada de esa ciudad Manuelita pudo manejarse medianamente con su inglés, aprendido en Buenos Aires, mientras su padre tiene la oportunidad de poner en práctica los rudimentos del idioma que comenzara a estudiar en el largo viaje. Después de pasar algunos días en esa localidad, los Rosas se instalaron en Southampton, donde comenzaron a organizar sus vidas. Las primeras cartas que escribió como expatriado se encuentran datadas en Rockstone House, nombre del hotel ubicado en la zona urbana que le sirvió de residencia en los primeros tiempos.
En tanto, el gobierno de la provincia de Buenos Aires confiscó sus bienes, el 16 de febrero de 1852, y Urquiza declaró nula tal confiscación el 7 de agosto. Un apoderado de Rosas, Juan Nepomuceno Terrero, vendió entonces la estancia “San Martín” de Cañuelas en 100.000 pesos que mandó a Rosas. El 23 de octubre de ese año, Manuelita y Máximo Terrero se casaron en la iglesia católica del pueblo y se instalaron en Hampstead, próximo a Londres. Su padre comenzó a quejarse del supuesto abandono en que su hija lo había dejado. Durante un tiempo se negó a recibir a su hijo político. “No sé que le ha dado a Manuelita por irse a casar a los treinta años cuando me había prometido no hacerlo”, se queja. Pero Manuelita no se olvida del padre.
Rosas, más o menos restauradas sus menguadas economías con ayudas de amigos de Buenos Aires y de Urquiza quien lo favoreció con 1.000 libras, adquirió Burguess Farm, una suerte de chacra situada a tres millas del puerto, donde plantó su rancho pampeano con apariencia externa de “cotage” inglés. El autor de las Instrucciones para los Mayordomos de Estancias, escrita en 1819 y retocada ligeramente en 1825, contaba con elementos técnicos que aunque discutibles les fueron útiles.
Ensillado con el lomillo porteño que desde Buenos Aires le enviara Eugenia Castro –su cuncubina desde la muerte de doña Encarnación- Rosas siguió mostrando sus aficiones y virtudes de jinete. Allí recibió constantes atenciones de la sociedad británica y la visita de políticos eminentes, entre ellos, lord Palmerston, con quien se vinculó estrechamente al punto de designarlo en 1862, su albacea testamentario. Algunos diarios ingleses se ocuparon de él con simpatía.
En 1857, se lo enjuició en la Cámara de Diputados del Estado de Buenos Aires, y por ley del 29 de julio se lo declaró reo de lesa patria. Por el artículo 3º se puso en vigencia el decreto del 16 de febrero de 1852, autorizando al Poder Ejecutivo para proceder a la venta de sus bienes. Rosas presentó el texto de su Protesta.
Así vivió por espacio de un cuarto de siglo en medio de dificultades financieras, ocupado en su chacra en el cultivo de la tierra. “Había realizado plantaciones de frutales, practicaba la horticultura, poseía 250 aves, cerdos, lecheras, un toro y dos caballos. Introdujo en la zona el cultivo del zapallo, y logró hacer de él un alimento aceptado por los vecinos. Puede considerarse como el primero que fabricó dulce de leche. Carecía de lanares, sobre lo que lamentaba no contar con cien libras esterlinas para incorporar 60 ovejas”.
Con tales producciones pudo haber solucionado su economía, ya que ese tipo y extensión de granja era considerada como grande; tenía dos peones, y algunas veces hasta cuatro, a quien pagaba por día. Mantuvo de manera efectiva a la excelente ama Mary Ann Mils.
Desde 1853 mantuvo una activa correspondencia con Pepita Gómez, su auténtica y eficiente embajadora en Buenos Aires, hasta el fallecimiento de la destinataria, ocurrido poco antes de su muerte. “Disentió con ella –dice un autor- y le señaló errores en algunos de sus procedimientos, apareció empacado y resentido cuando Pepita no actuaba como autómata ante sus indicaciones, a su vez ella, le reprochó algunas actitudes de Rosas, pero a través de tantos años, existe una remarcable lealtad y compenetración de la situación económica de Rosas, aun cuando se tradujera una gran dosis de exageración de parte de su amigo”. Se sabe que recibió suficiente ayuda hasta sus últimos momentos, y que, aunque pobre, nunca estuvo en la miseria, ni sufrió ningún tipo de suplicio por carencia de recursos.
En esas cartas, Juan Manuel de Rosas formula opiniones y juicios sobre problemas y acontecimientos políticos, sociales y culturales, ya sean del pasado o contemporáneos, que permiten valorar con mayor exactitud y objetividad la acción desplegada en el gobierno.
Su estado de salud era aceptable a pesar de sus años. Si bien sufría de gota, no quedaban rastros de los antiguos dolores en la región renal e hipogástrica, de donde le habían extraído un cálculo vesical por una operación de talla. En el mes de marzo de 1877, un enfriamiento le produjo una neumonía que fue diagnosticada como congestión pulmonar, por el doctor John Wibblin, su médico y amigo que lo atendió desde que pisó Inglaterra. Una pequeña mejoría hizo creer a su hija que Rosas soportaría el mal, pero la noche del 13 estaba moribundo, Manuelita se acercó a su lecho y al besarle la mano la sintió fría. Le preguntó: “¿cómo te va, tatita?” Su contestación –dijo- fue mirándome con la mayor ternura: “no sé, niña”. “Y dulcemente –estampa Ibarguren- al recibir la última caricia de su hija, los ojos azules del anciano empañáronse con la sombra de la muerte”. A las seis de la mañana falleció en su granja de Burgess Farm, el 14 de marzo de 1877, a los 84 años de edad.
Sus restos fueron sepultados conforme a la cláusula expresa de su testamento que dice así: “Mi cadáver será sepultado en el Cementerio Católico de Southampton, en una sepultura moderada, sin lujo de clase alguna, pero sólida, segura y decente, si es que hay como hacerla así con mis bienes, sin ningún perjuicio de mis herederos”.
Son conmovedores los detalles del sepelio consignados en “The Advertosser”, periódico de Southampton, que también publicó una biografía bastante completa de Rosas. La crónica señala que el féretro fue trasladado de Burgess Farm a la capilla católica romana, describiendo menudamente los detalles de la ceremonia religiosa y del cortejo fúnebre en su marcha hacia el cementerio. El féretro –dice- era de roble inglés, delicadamente barnizado, y con hermosos adornos de bronce. Servía de primer trofeo a su féretro el sable que acompañó en todas sus campañas al general San Martín, quien lo legó por testamento a Rosas.
El rancho pampeano y el campo contiguo desaparecieron hacia 1926 invadidos por la expansión de Southampton. Quedaba en el cementerio de la ciudad inglesa, el sepulcro de Rosas conteniendo sus restos, los de su hija Manuelita y los de Máximo Terrero. Se trataba de un severo monumento de pórfido señalado por una cruz en cuya planta se apoya una corona de laureles sobre dos espadas entrelazadas.
En 1998 se formó una Junta Ejecutiva para la Repatriación de los Restos del brigadier general Juan Manuel de Rosas, comisión oficial que iría a Inglaterra para traerlos. La integraban Julio Mera Figueroa, Manuel de Anchorena, Martín Silva Garretón, Ignacio Bracht, Eugenio Roma, Guillermo Heisinger y José María Soaje Pinto. Llegó a Londres también una “delegación popular” de personas que viajaron por su cuenta para acompañar la repatriación, entre los que estaban Juan Manuel Soaje Pinto, hermano del delegado oficial, y el cantante Roberto Rimoldi Fraga.
Finalmente, a las 3 de la tarde del 21 de septiembre de 1989, el cuerpo de Rosas fue exhumado en el cementerio de Southampton. Su féretro, cubierto con la misma bandera nacional que había ondeado en la embajada argentina en Londres durante la guerra de Malvinas, fue subido a un avión de la Fuerza Aérea y, junto a la comisión, se dirigieron a Francia. Cuando penetraron el espacio aéreo galo, los franceses le rindieron los honores de jefe de Estado: honores militares completos, la bandera francesa a media asta y alfombra roja.
El equipo de repatriación permaneció en Francia por unos días mientras los restos de Rosas eran cambiados a un nuevo féretro, ahora cubierto por la bandera argentina y el poncho rojo federal.
La última etapa del viaje comenzó el 29 de septiembre. Luego de dejar Francia, el avión hizo escala en las Islas Canarias y llegó a Recife, Brasil, a las 2.30 de la madrugada del día siguiente, sábado 30 de septiembre, el momento en que sus restos volvían a tocar suelo americano luego de 137 años de “exilio”.
Aquel sábado 30 a las 8.25 llaga al aeropuerto internacional de Fisherton, en Rosario, provincia de Santa Fe. ¿Por qué a Rosario? Para tomar su repatriación como símbolo de unidad nacional, como una convocatoria a la unidad argentina en el pasado y el presente al amparo de la Bandera Nacional. Rosas volvía a tocar suelo argentino y se rompía la “maldición” del poeta unitario José Mármol.
En el aeropuerto, ante autoridades nacionales, provinciales y municipales, el féretro fue subido a un helicóptero rumbo a la base rosarina de Prefectura Naval para, desde allí y sobre una cureña militar, recorrer una corta distancia hasta el Monumento a la Bandera, acompañado por sus descendientes directos (siete tataranietos) en una Rosario totalmente embanderada y colmada de gente.
La cureña con los restos de Rosas, escoltada por alumnos de la escuela más antigua y más reciente de Rosario, seguida por autoridades e innumerables personas que arrojaban claveles rojos a su paso, recorren pocos metros hasta el patrullero de la Armada “Murature”, en el cual es depositado el féretro para emprender viaje aguas abajo del río Paraná hacia la ciudad de Buenos Aires.
Miles de personas rindieron honor a Rosas desde las orillas del río mientras pasaba la flota. A la altura de la Vuelta de Obligado, las tres ramas de las Fuerzas Armadas saludaron a Rosas con cañonazos y pasaje de aviones. En San Pedro se detuvieron, cadetes militares subieron a la nave y presentaron trozos de las cadenas que se habían usado en la batalla de Obligado. Luego retomaron su rumbo hacia la capital del país, a la cual llegarán triunfalmente el 1º de octubre.
Aguardando la llegada de Rosas en el puerto de Buenos Aires había una multitud. Se iniciaba entonces un desfile impresionante que lo acompañaría a lo largo de 55 cuadras camino al cementerio de La Recoleta, el destino de su reposo eterno.
Los restos fueron depositados en la bóveda de los Ortiz de Rozas, estando el responso a cargo del padre Alberto Ezcurra, descendiente de la esposa del Restaurador, quien destacó la importancia de la fecha: “Te damos gracias Dios porque Juan Manuel ha encontrado un lugar no sólo en el suelo de su Patria, sino también en el corazón del Pueblo. (…) Te pedimos que nos des la gracia de construir una Argentina mirando hacia las profundas raíces, hacia los valores espirituales, culturales y tradicionales de nuestra Patria y no los que vienen importados desde afuera, hacia las ideologías, hacia los imperios que Juan Manuel enfrentó sin ceder ante ellos”.
El féretro fue simplemente cubierto con la bandera nacional. Como Juan Manuel quería, sin lujo ni ostentación.
Dice Manuel Gálvez: “Don Juan Manuel de Rosas no ha muerto. Vive en el espíritu del pueblo, al que apasiona con su alma gaucha, su obra por los pobres, su defensa de nuestra independencia, la honradez ejemplar de su gobierno y el saber que es una de las más fuertes expresiones de la argentinidad.
Vive en los viejos papeles, que cobran vida y pasión en las manos de los modernos historiadores y que convierten en defensores de Rosas a cuantos en ellos sumergen honradamente en busca de la verdad, extraños a esa miseria de la historia dirigida, desdeñosos de los ficticios honores oficiales.
Y vive, sobre todo, en el rosismo, que no es el culto de la violencia, como quieren sus enemigos o como, acaso, lo desean algunos rosistas equivocados. Cuando alguien hoy vitorea a Rosas, no piensa en el que ordenó los fusilamientos de San Nicolás, sino en el hombre que durante doce años defendió, con talento, energía, tenacidad y patriotismo, la soberanía y la independencia de la Patria contra las dos más grandes potencias del mundo.
El rosismo, ferviente movimiento espiritual, es la aspiración a la verdad en nuestra Historia y en nuestra vida política, la protesta contra la entrega la Patria al extranjero, el odio a lo convencional, a la mentira que todo lo envenena.
El nombre don Juan Manuel de Rosas ha llegado a ser hoy, lo que fue en 1840: la encarnación y el símbolo de la conciencia nacional, de la Argentina independiente y autárquica, de la Argentina que está dispuesta a desangrarse antes que se estado vasallo de ninguna gran potencia.
Frente a los imperialismos que nos amenazan, sea en lo político o en lo económico, el nombre Rosas debe unir a los argentinos.
Estudiemos su obra y juzguémosla sin prejuicios. Y amémosla, no en lo que tuvo de injusta, excesiva y violenta, sino en lo que tuvo de típicamente argentina y de patriótica”.
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