Nació en Villa de Luján (Prov. de Buenos Aires), el 26 de marzo de 1750, hijo de Tomás de Torres, primer alcalde ordinario de esa villa, y de Lucía Alvarado. Ingresó al Convento de Santo Domingo en Buenos Aires, el 18 de setiembre de 1766, y emitió sus votos religiosos el 23 del mismo mes de 1767. Se ordenó hasta subdiácono en 1771, y de sacerdote en 1772.
Después de cursar una brillante carrera, se dedicó a la enseñanza, primero del latín, y luego de la filosofía y teología, llegando a ser rector del Estudio o Seminario dominicano de 1783 a 1787. Fue prior del Convento de Asunción del Paraguay en 1793, y resultó elegido Provincial el 9 de noviembre de 1795.
Inauguró en el Convento de Buenos Aires, el Colegio Universitario de Santo Tomás de Aquino, el 4 de junio de 1797, concretando así una antigua aspiración de los dominicos rioplatenses.
Entre 1802 y 1804, fue por segunda vez prior en Asunción, y el 4 de agosto de 1805 recibía el grado de maestro en Teología, máximo título académico de la Orden. Su nombre ya había adquirido resonancia en esa época, no sólo en este continente, sino también en España, y en los círculos científicos de Francia, con motivo del insólito hallazgo de huesos desmesurados que hizo en 1787, de un animal desconocido, en las barrancas del río Luján.
El entonces alcalde de la Villa, Francisco Aparicio le había encargado tomar las diligencias del caso frente a ese descubrimiento, y ambos pusieron en conocimiento del hecho al virrey Francisco Cristóbal del Campo, Marqués de Loreto, quien envió a su teniente Francisco Javier Pizarro, el cual tomó el asunto con poca seriedad, y quizá con malignidad, ofendiendo al P. Torres. No obstante la perturbación que le causara, éste fue pausadamente extrayendo los huesos en tanto que solicitaba la colaboración de un dibujante. Durante los meses de mayo y junio, informó de cómo iba adelantando en su tarea, hasta que a fines de 1787, llegaron los huesos al Fuerte de Buenos Aires embalados en siete cajones.
El Marqués de Loreto, interesado vivamente, aprovechó la llegada a Buenos Aires de unos caciques de la Pampa y de la Sierra para mostrárselos y averiguar qué sabían respecto a la existencia de animales tan corpulentos. Los indígenas aseguraron que no podían ser de estas tierras por carecer ellos de noticia.
En marzo de 1788, fueron enviados los siete cajones a España, y el Marqués de Loreto dirigió un informe al ministro Antonio Porlier. Este contestó el 2 de setiembre anunciando que acababan de llegar los cajones a Madrid.
Ya desembarcados los restos, quedan en manos de Juan Bautista Bru de Ramón, pintor y disecador del Real Gabinete de Historia Natural —antecedente del museo de ciencias—, que lo trata como animal muy corpulento y raro.
Lo malo es que, lejos de ser naturalista, Bru de Ramón “no pasaba de pintor y taxidermista con dudosa reputación”, cuenta Juan Pimentel. Así que lo adaptó libremente. “Serró, limó y cortó varios huesos, rellenó de corcho otros, colocó piezas de forma defectuosa, añadió, alteró su anatomía…”. Lo descuajeringó un poco, dicho sea de paso, y finalmente lo dispuso en una postura inadecuada o más bien “pésima”, como años después lo juzgó Mariano de la Paz Graells, gran naturalista de la época isabelina.
De bestia enigmática habíamos pasado directamente a engendro. Había llegado el momento de que entrara en escena un grande en la materia. Georges Cuvier era el hombre. El número uno en esas lides. “Lo malo es que Cuvier pasaba por ser científico de gabinete más que de campo y no vio los huesos”. Se limitó a reconstruir el ejemplar mediante dibujos. He ahí un impacto fundamental que quiso ahorrarse: haberlo observado en su dimensión real.
El entonces joven científico (1769-1832), que acabó siendo invitado por Napoleón a su campaña de Egipto —cosa que rechazó por no salir del estudio—, tampoco viajó a Madrid para la tarea de reconstrucción que le hubiese gustado ver al mismo Thomas Jefferson, muy interesado en el caso. Aun así, con los planos, podríamos decir, resolvió el enigma. Incluso pese a reconocer que pertenecía a una especie completamente desconocida, lo designó con su nombre real, que ha quedado ya para la historia: Megatherium americanum y afirmó que se trataba de un edentado, un perezoso extinto del que fueron apareciendo muestras más tarde.
El esqueleto del megaterio hallado por Torres se halla en dicho Museo de Historia Natural, y Georges Cuvier, el creador de la anatomía comparada y de la paleontología lo estudió acuciosamente, elogiando a los españoles que habían demostrado tanto cuidado en extraerlo y conservarlo. Su nombre no figura al pie del megaterio, en el Museo madrileño, en donde se dice únicamente que fue enviado por el virrey Loreto.
Fue tal el interés que despertó este enorme esqueleto de cerca de cinco metros de largo, que el rey Carlos III pidió que se “procure por cuantos medios sean posibles averiguar si en el partido de Luján o en otro de los de ese virreinato, se puede conseguir algún animal vivo, aunque sea pequeño… remitiéndolo vivo, si pudiese ser, y en su defecto disecado y relleno de paja…”.
El megaterio fue el primer vertebrado fósil montado para fines de exhibición y el primer mamífero fósil del nuevo mundo estudiado y nominado científicamente.
Años después el P. Torres, continuó su labor dentro de la Orden mostrándose muy celoso en la observancia de la disciplina como en el adelanto de los estudios.
Con motivo de las Invasiones inglesas de 1806, prestó servicios de capellán castrense en un cuerpo de nativos.
El P. Torres evidenció notables condiciones tanto para la docencia como para el Gobierno, y fue hombre de mucho prestigio. Además de enseñar filosofía y teología, cultivó las ciencias naturales como se ha visto, y es tradición que organizó un Museo en el Convento porteño.
Perteneció a los patriotas de la primera hora. Como el P. Perdriel fue de los que prepararon el terreno provocando la intervención británica que abortó por la impaciencia de Beresford.
Figuró también en las reuniones secretas realizadas en el Convento de Santo Domingo, en la jabonería de Hipólito Vieytes y en lo de Rodríguez Peña alternando con Manuel Belgrano, Feliciano A. Chiclana, Manuel Alberti, Agustín J. Donado, Francisco Passo, Manuel H. Aguirre, Miguel y Matías Irigoyen, entre otros.
Gran amigo de Juan José Castelli estuvo en las acciones preliminares de la Revolución de Mayo, pero los acontecimientos de los días 22 y 23 de mayo, lo tomaron en la Villa de Luján, aunque se reintegró a la ciudad tan pronto se informó de ellos. Participó el 25 del mismo mes en las decisiones populares que dieron por tierra con el virrey Cisneros.
Falleció en Buenos Aires, en 1817 o 1818, en el Convento de su Orden. Antonio Zinny apunta que “El Argos” de Buenos Aires en 1822 publicó un artículo sobre su muerte a quien llamó el “Franklin de la América del Sud”.
Fuente
Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, Buenos Aires (1985)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Pasquali, R. C. y Tonni, E. P. – Los Hallazgos de Mamíferos Fósiles Durante el Período Colonial en el Actual Territorio de la Argentina, (2009)
Pimentel, Juan – El rinoceronte y el megaterio, Ed. Abada, (2010)
Portal www.revisionistas.com.ar
Trelles, Manuel R. – El Padre Fray Manuel de Torres, Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, t. IV, (1882)
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