La paz ajustada y mantenida con los indios tenía por base el auxilio del gobierno a las tribus por el sistema de las raciones. Disfrutaban de él las confederaciones de Calfucurá y Mariano. El cacique Saihueque, establecido con su gente en el Neuquén, solicitaba y obtenía lo mismo, en mérito a que él no era invasor, y Casimiro, desde la Patagonia, hacía valer modestamente su situación semejante.
Tribus importantes, procedentes del Pacífico, acamparon frente a la frontera, y hubo que celebrar también con ellas tratados como el del cacique Lemunao, jefe de araucanos, que disponía de más de 1.000 hombres de pelea. Reuque Curá, que había vuelto de Chile con sus 1.500 lanceros, consiguió asimismo su tratado y raciones.
La Comandancia de Patagones, que fue en todos los tiempos como un vigía de la civilización sobre el desierto, advertía al ministro de Guerra… “la gran cantidad de indios que está viniendo de Chile a establecerse crea una situación alarmante para la provincia de Buenos Aires, que quizá nunca ha tenido una reunión igual de indiadas”.
El coronel Murga, recién llegado del sur a Buenos Aires, preveníalo también a sus superiores.
En sus excursiones al sur de Córdoba, Calfucurá gestionó y obtuvo el contingente de los lanceros ranqueles de Mariano, y entretanto sus indios empezaron a proceder con descaro; las partidas sueltas, que no habían interrumpido sus merodeos sobre la línea, se convirtieron en columnas armadas invasoras de 300 a 500 hombres, como las encabezadas por Antemil y Pincén, capitanejos de Calfucurá, y como otra de 800 lanceros formada por individuos de Salinas, Tapalqué y tehuelches.
Descubierto el doble juego de Calfucurá, que consentía y estimulaba todo aquello, mientras hacía presente a las autoridades sus protestas de amistad, suscitóse un cambio de comunicaciones subidas de tono entre el coronel Machado y el gran cacique; engreído éste amenazó con 5.000 lanzas chilenas, que dijo tener a su disposición. El coronel Machado solicitó entonces autorización del gobierno para dar un golpe audaz: se comprometía a entrar en los toldos con una fuerza ligera y apoderarse de la persona de Calfucurá. No se accedió a ello, pues se corría el riesgo de que las indiadas, volcándose en masa sobre la frontera, produjesen un estado de cosas peor e insostenible; las guarniciones debían concretarse en tales circunstancias a una acción parcial con las columnas de indios invasores.
El comandante de la frontera sur, invadida cuatro veces en el término de una semana, advirtió que los 1.500 indígenas amigos, situados entre Olavarría y Azul, si no se dominaba a los invasores, se plegarían a ellos.
En pleno vigor de los tratados de paz, habían destruido los indios seis fortines, y la despoblación de los campos a causa de los malones afectó al propio partido de Azul.
El comandante Julio Campos, desde el sur, daba la voz de alerta: “el movimiento de las indiadas era precursor de acciones mayores…”, y así fue en efecto.
Los resultados prácticos de la población de 9 de Julio, en la frontera del centro u oeste, habían animado al jefe de la frontera de la costa sur, coronel Benito Machado, y a su segundo, el comandante Seguí, a gestionar de las autoridades el consentimiento necesario para fundar el pueblo de Tres Arroyos. Llevada a cabo la iniciativa, la ubicación del nuevo pueblo, en la margen de un arroyo y en sitio equidistante entre Tandil y Bahía Blanca, llenó a tal punto las necesidades de la región poblada con anterioridad que, en el término de cinco años, en 1870, tenía vida propia y su estado no podía ser más floreciente.
Calfucurá no había visto esto con buenos ojos, pues que era el modo de proceder de los cristianos; avanzaban los ganados de un puesto o de una estancia, se establecían en él, los seguían otros; luego surgían los fortines, tras ellos los pueblos, y ya no había quien los sacara del lugar. Calfucurá había hecho sus preparativos entretanto: disponía con sus pampas del mayor núcleo de hombres de pelea con que contaba el desierto, y la crónica pasividad de Mariano ante los asuntos de la frontera, en los que no actuaba este cacique personalmente, le permitía contar con el valioso apoyo de los lanceros ranqueles. Tenía también a su disposición tribus chilenas deseosas de pillaje y otras sueltas de naturales del Neuquén y de tehuelches.
Decidido el cacique a hacerse sentir por los cristianos, se dirigió resueltamente con toda la indiada a Tres Arroyos. En su tránsito dio con el fortín Coronel Suárez, en el cual el alférez Pío Cáceres y 15 de sus hombres fueron indignamente engañados y lanceados a la vista de 5 de sus compañeros, únicos sobrevivientes de la guarnición. De este lugar, en un día y una noche de marcha, el 14 de junio de 1870, penetró el malón hasta Tres Arroyos.
A la aproximación de los indios los pueblos de la frontera, mediante las campanas de la pequeña iglesia lanzadas a rebato, el estampido de un cañoncito o el redoble de un tambor, daban la señal para que sus habitantes corrieran a refugiarse en las fortificaciones.
Aquella vez la señal de alarma en Tres Arroyos sonó tarde: la población fue advertida cuando ya los indios habían penetrado en la localidad y parte de ella, refugiada desordenadamente tras el foso del baluarte y entre las empalizadas, fue espectadora de cómo los bárbaros inmolaban a mansalva a la gente sorprendida en las calles y cómo eran reducidas a cautiverio mujeres y criaturas.
La indiada saqueó las tres casas de comercio y las habitaciones, los objetos que no pudieron ser acomodados por los indios en las tropas de caballos cargueros, llevados ex profeso, fueron inutilizados por el fuego. Al caer la noche, en retirada ya los invasores con el botín y las cautivas, Calfucurá, volviéndose en su caballo, se proporcionó el espectáculo neroniano de aquel cuadro de desolación al resplandor de las llamas. A su salida arreó las haciendas del partido en número de 40.000 cabezas vacunas, sin contar todo el yeguarizo existente tomado también. No temía ser perseguido, había tomado la previsión de posesionarse de los 1.000 caballos de repuesto con que contaba el regimiento de la guarnición, distante del sitio.
El comandante Campos, puesto tras los invasores, consiguió rescatar 8.000 cabezas. (1)
El suceso fue de efectos deplorables, amenazaba la despoblación de una gran parte del territorio, porque el mal había afectado una zona situada bastante más adentro que la línea de defensa y podía repetirse.
Los salvajes se imponían; no era la primera vez que disminuía el territorio de los cristianos por efecto de la inestabilidad de la frontera; anteriormente se había dispuesto de mayor extensión, que también hubo que ceder, retirándose sus habitantes.
Esas y otras razones invocaban el gobernador de Buenos Aires, Emilio Castro, y su ministro, el doctor Antonio Malaver, en nota dirigida al presidente Sarmiento por intermedio de su ministro de Guerra y Marina, coronel Martín de Gainza.
Se había planeado ya el avance definitivo de la frontera a las márgenes de los ríos Negro y Colorado, arrojando fuera de ella a todos los que no se sujetaran a vivir bajo el imperio de la ley. Este pensamiento era del Gobierno nacional, pero a él se adhería Buenos Aires; dispuesta a esforzarse en la contribución de sus hijos, dinero y elementos, ella veía comprometida la vida, el progreso y el bienestar de su población.
Elevaban además a las autoridades nacionales, el gobernador y su ministro, un acta de la Sociedad Rural Argentina apoyando su iniciativa y ofreciendo la cooperación decidida de sus firmantes: Martínez de Hoz, Olivera, Amadeo, Jurado, Leloir, Arrufó, Galup, Lynch, Gache, Lezama, Brizuela, Azcuénaga, Crisol, Barros, Torres, Villaraja, Lastra, Bernal, Sáenz Valiente, Cano, Newton, Colman, Mouján, Temperley, Belgrano, Vela, Atucha, Rufino, Ramos Mejía, Frías, Llavallol, Aguirre, Bosch, Ibáñez, Pérez, Rodríguez, Gómez, Figueroa, Areco, Cárdenas, Lacombe, Miguenz, Unzué, Lalama, Piñero, Márquez, Cañas, Llezno, Huergo, Cobo, Peña, Vitón, Castex, Lagos, López, Terrero, Arana, Agüero, Alvarez de Arenales, Achával, Villate, Real de Azúa, Arce, Pinto y Mejía, Villodas, Hughes, Vaschetti, Amarante, Hallbach, Toledo, Arana, de la Serna, Chapeaurouge, Bilbao, Reyes, Señorans, Casares, Claraz, Martín y Omar, Fernández y Reed.
El gobierno nacional tenía formada opinión al respecto: “pretender que los indios no penetraran a través de la línea era como pretender que no entrara el aire”.
Referencia
(1) Declaraciones indagatorias individuales tomadas a los soldados Millares, Lastra, Salinas y Benegas, 4 de los cinco sobrevivientes del fortín Coronel Suárez, y del desertor Juan González. Nota del inspector general de Armas, Rufino Victorica. Comunicaciones del comandante Julio Campos. Nota de un alférez del Regimiento Juárez. Carta de Calfucurá al coronel Francisco de Elías declarándose autor de la invasión. Archivo del Ministerio de Guerra. Comunicaciones del juez de Paz de Juárez. Archivo del Ministerio de Gobierno de la provincia de Buenos Aires.
Fuente
Archivo del ex Ministerio de Guerra
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Schoo Lastra, Dionisio – El indio del desierto (1535-1879) – Círculo Militar, Buenos Aires (1937)
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