La sociedad fue cambiando, a través de los años, su actitud frente a los gatos y los perros. Mientras que ayer recibían un trato, por parte del humano, acorde a su naturaleza animal, ahora los seres racionales los hemos colocado en un pie casi de igualdad al otorgarles una alimentación más específica, tratamientos médicos insospechados, juguetes para evitar el estrés y una perniciosa humanización al punto tal de creer que son nuestros “hijos”. Es decir, que gatos y perros fueron adquiriendo cada vez más los hábitos de los humanos y, como contrapartida, alejándose de su hábitat libre y callejero.
En una época, hasta era normal encontrar una mayor cantidad de canes ganándose la vida abriendo las bolsas de basura a mordiscones en busca de algunos trozos malolientes de pollos, fideos o menudencias. Hoy, no obstante, el arrojo de los desechos dentro de los contenedores municipales cerró esa antigua postal de los perros porteños. Los gatos, en cambio, han sido casi desde el comienzo de la vida nacional quienes mejores tratos han recibido de parte de sus dueños, quienes, por otro lado, jamás pudieron evitar el escapismo elástico de los felinos que, a pura destreza, sortearon techumbres, rejas y paredes para despojarse de tanta sobreprotección.
La curiosísima obra Chatrán y su mundo astral. Vida de mi gato siamés (Editorial Elche, 1992), del biógrafo e historiador Vicente O. Cutolo, advierte sobre la nocturnidad de los gatos, a quienes emparenta como ocasionales testigos de los duelos a cuchillo de los grises arrabales de Buenos Aires. Ellos vieron al verdadero hombre porteño desparramar su olvidada guapeza, tal como lo describe con inobjetable precisión literaria el citado Vicente Cutolo, cuando apunta que:
“El gato conoció arterias de tierra en el Buenos Aires antiguo, donde existía la verdadera identidad porteña, que estaba en la subconsciencia urbana, la que empezaba a moverse y se larga a la calle cuando van a dormir los negociantes gordos y metódicos y los flacos que tienen vencimientos bancarios o son supersticiosos de salud”. (1)
A diferencia de sus primos los perros, más proclives a las actividades diurnas, los félidos son los aventureros noctámbulos por antonomasia, y, si se quiere, íconos de una bien ganada bohemia que el perro dormilón jamás ha de tener mientras permanece encerrado entre cuatro paredes, bien comido, y guarecido en su cucha llena de huesos de cuero blando para mordisquear.
Recordada es la frase política de Juan Perón que englobaba tanto a los perros como a los gatos, al sugerir que “Normalmente los pueblos están formados por un diez por ciento de idealistas y por un noventa por ciento de materialistas”, aclarando que “el perro es un idealista, con poco instinto de conservación y de reacciones instintivas. Si se le da un puntapié, se echará encima del agresor y hay que matarlo para sacárselo. El gato, por el contrario, es un materialista, con gran instinto de conservación; si se intenta golpearlo, él huirá; si se lo encierra en una habitación y se lo castiga, intentará primero meterse debajo de los muebles o subirse por las paredes; pero, cuando se persuada que nada de eso es posible, se pondrá en guardia y entonces resulta peligroso pegarle. Es la reacción desesperada del materialista que vive en él”. (2)
Punto de vista del lunfardo
El argot empleado en el lunfardo presenta, al menos, dos interpretaciones o acepciones para la palabra “gato”, ubicándolas inequívocamente dentro de las infames esferas del bajo mundo de los tramoyistas y las señoritas de alquiler. Al tratar de ejemplificar lo primero, José Gobello y Luciano Payet, palabras respetadas de la lunfardología, arriesgan los siguientes significados posibles para la voz de origen germánico “gato”:
a) Es el cómplice cuya misión consiste en esconderse en una casa para franquear luego la entrada al lunfardo (ladrón);
b) Ladrón que se introduce clandestinamente en una casa o comercio para robar cuando las víctimas se han entregado al sueño o se han retirado;
c) Aplicación a la persona que vale muy poca cosa.
En el Lexicón de 12.500 voces y locuciones lunfardas, populares, jergales y extranjeras, vamos a encontrar, en cambio, el condimento erótico o libidinoso que contiene la palabra “gato”, pues en dicho texto se lo tiene por “Prostituta de hotel de categoría”. (3) Muy relacionado al submundo de la prostitución y los lupanares, la palabra “gatillar” puede inferirse como “Pagar una cuenta o deuda”, por lo tanto, adquirir por unas horas los servicios de una prostituta o “gato” es, desde el vamos, un episodio en el cual el caballero debe”‘gatillar” para satisfacer sus apetitos carnales.
Continuando con la última obra citada, sumamos ahora el término “gatear” a todo este palabrerío del lunfardo. ¿Y qué relación encontramos entre esta palabra con las de “gato” o “gatillar”? Pues, que “gatear” aquí se entiende como el “tener aventuras galantes”, y también como “hurtar o robar de noche”, volviendo a coincidir, por esto último, con la postura delictiva que de “gato” aportan los estudiosos Gobello y Payet.
De modo unánime, entonces, los gatos habrían estado emparentados al paisaje de los delincuentes de baja estofa, de los piringundines de mala muerte y a las brumas del puerto viejo. Aquella visión arrabalera que se tenía de los gatos estribaba en los límites confusos de la marginalidad, tan llenas de noches, fantoches y alcoholes fuertes. ¡Cuán lejos estamos de la refinada comodidad de los félidos del siglo XXI, que muchas veces hasta disfrutan de una ingesta mucho más saludable y abundante que la de un linyera o un marginal!
Si echamos un vistazo al tratamiento que el lunfardo le otorgó al perro, lo primero que vamos a notar es que, ni por asomo, se puede conjugar a ese animal con el lumpenaje o la mala vida sexual. La palabra “perro’” en el habla del arrabal está familiarizada con la ley, la vigilancia y la milicia. Esto suena lógico: como mascota, la adopción de un perro por un grupo familiar cumple la función de brindarle a éste el resguardo o la seguridad necesaria ante las amenazas que, casi a diario, solían quedar grabadas en las pupilas de los gatos durante sus excursiones nocturnas. Este contrapunto no deja dudas acerca de la disímil naturaleza y costumbres que poseen y adoptan, respectivamente, una y otra especie animal.
“Perro” puede ser entendido como “Pesquisa (…), agente de investigaciones”, y por “Oficial joven” en los círculos de la Fuerza Aérea, mientras que en Ejército se le dice al “Cabo 1º y subteniente”. Otros términos, como “Perrear’” o “Perrera”, se circunscriben en el ámbito policial, pues quieren decir “estafar, defraudar, [y] engañar”, el primero, y “Ambulancia o carrito celular de conducir presos”, el segundo.
Gatos y perros de nuestros próceres
Limitaremos la mención de perros y gatos que saltaron a las crónicas históricas a unos pocos casos para no resultar tediosos o aburridos, no obstante, resultar curiosa su inclusión en una nota sobre nuestro pasado.
En los albores de nuestra identidad, esto es, en el Descubrimiento de América (octubre de 1492), el navegante italiano Cristóbal Colón permitió que numerosos gatos domésticos formaran parte de la tripulación para combatir a las ratas que se escondían en las bodegas de las carabelas. Por lo tanto, aquí bien podríamos fijar el inicio de los gatos en América traídos por los españoles, parecido al origen más remoto de los caballos. Y así, mientras en el Nuevo Mundo empezaban a corretear por las fronteras descubiertas, en Europa el Papa Inocencio VIII (1484-1492) “reveló al mundo cristiano que los gatos eran representantes de Satanás y ordenó perseguir a quienes le dieran protección”. Eternas paradojas de la historia, que le dicen.
Pero como no podemos quedarnos con la sola versión europea del origen gatuno en nuestro novato continente, también urge mencionar a los llamados gato pila, muy frecuentes ya en el mundo azteca por tener “el cuerpo rosado y una cara horrible”, llena de rugosidad. Pese a esta fealdad, sin embargo en México se los llegó a considerar bajo el mote de “felinos folklóricos”, por el aprecio y los cuidados que le dispensaban los habitantes del Imperio Azteca.
Se tiene al año 1781 como el primero en el cual se consideró “plaga” al conjunto de gatos que había en la primitiva Buenos Aires colonial. A través de una necesaria medida higiénica, el Cabildo citadino prohibió a los vecinos el arrojar a los gatos muertos a la calle, pues “al descomponerse saturaban la atmósfera de olores fétidos” (4) con el consiguiente peligro de desencadenar enfermedades infecciosas.
Durante la época de Rosas hubo felinos famosos, aunque el propio Restaurador de las Leyes prefería a los perros. En la quinta San Benito de Palermo, su residencia gubernamental, tuvo algunos gatos que se paseaban por las numerosas hectáreas del jardín circundante. Le prestó suma importancia, en su indagación por las tribus indígenas, a las palabras “gato” dichas en idioma ranquel (ñayqui), pampa (michi) y araucano (narqui) que anotó en su obra Diccionario de la lengua pampa.
Durante el exilio en Southampton, Inglaterra, el anciano Juan Manuel de Rosas tuvo la compañía de dos canes llamados Soto y Gulót, los cuales aparecen en su testamento de bienes. Al reformarlo el 28 de agosto de 1862, y ante al caso de que algo le sucediera a su salud, en la cláusula 16ª Rosas agregó: “Mis perros, Soto y Gulót, los tomará Máximo [Terrero], para él, o dispondrá de ellos, según quiera, o mejor le pareciese”. (5)
Un hijo de Miguel Riglos (1790-1863) (6), llamado Miguel José Esteban Vicente Francisco Javier, fue, al parecer, una persona muy solemne, circunspecta. Tanto fue así, que se lo ha tomado por el hombre “más serio” de Buenos Aires, dado que “no se ha reído sino una sola vez en su vida: el 10 de Junio de 1879, en que lo corrió un perro que había en la quinta de Terrera [sic], en Flores”. Muy posiblemente, el lugar donde rió por única vez en su vida Miguel José Esteban Riglos haya sido la quinta que poseía la familia Terrero en el actual barrio porteño de Flores, en la esquina noreste de avenida Rivadavia y avenida Boyacá.
La fidelidad y lealtad de algunos perros ha sido maravillosa. Tenemos el caso del canino que perteneció al coronel Juan José Hernández, es decir, el tío del autor del Martín Fierro. Muerto traidoramente a lanzazos por una sublevación de su propia tropa, el cuerpo del general rosista Hernández yacía irreconocible en el fango de los campos de Caseros, aquel 3 de febrero de 1852. La familia Marcó del Pont, apiadándose del infausto oficial de Rosas, “pudo identificar el lugar donde estaban los restos del coronel Hernández, gracias a la lealtad de un hermoso perro de este último, que le acompañó en la batalla, y muerto su amo, permaneció a su lado dos días, aullando tristemente, lo que permitió hallar el cuerpo de Hernández”.
Mouton se llamaba un hermoso can de raza terranova que era propiedad de Manuel de Sarratea. Fueron inseparables una buena cantidad de años mientras el ex miembro del Primer Triunvirato fue representante y ministro plenipotenciario argentino en Francia durante los años del rosismo. Tan buen ejemplar era este Mouton, que el periódico galo “Courrier du Havre” lo describió “como de una rara belleza y una fuerza prodigiosa; tenía una medalla al mérito por haber salvado en el Sena a un hombre que se ahogaba, en ocasión de pasear con su dueño por las orillas del río”. Con tales antecedentes, el terranova no podía ser, sino, un perro excepcional. Al fallecer Sarratea en pleno ejercicio diplomático en Limpoges, Francia, el 21 de septiembre de 1849, junto a los despojos de su extinto dueño Rosas también hizo embarcar con rumbo al Plata al fiel compañero Mouton. El desfile mortuorio tributado por el pueblo de Buenos Aires también observó a este fiel animalito entre los integrantes de la apesadumbrada caravana.
En el mundo literario autóctono, llamaría mucho la atención un pasaje de Una excursión a los indios Ranqueles, de Lucio V. Mansilla, en donde anotó: “No pierdo la esperanza de comer churrasco de guanaco, de gama o de gato montés”. Un plato tan rutilante habría sido, desde luego, un manjar para las tribus que visitaba y con el cual intentaban agasajarlo. Y el Martín Fierro, apenas sí anota solamente en dos oportunidades a los gatos, una de forma metafórica (en la sextina Nº 155) (7) y otra como el único ser viviente que habitaba en la derruida tapera donde el gaucho, antes de ser “enganchado” en el servicio de las armas, vivía tranquilo y feliz junto a su familia (sextina Nº 171 del poema) (8). El perro, en cambio, aparece en la obra magna de la literatura argentina en, por lo menos, una docena de veces, casi siempre rodeando algunos de ellos al Viejo Vizcacha que, en sus horas finales, sermoneaba consejos mientras era escuchado por Fierro.
Referencias
(1) Cutolo, Vicente O. “Chatrán y su mundo astral. Vida de mi gato siamés”, Buenos Aires, 1992, página 137.
(2) Perón, Juan Domingo. “La hora de los pueblos”, Buenos Aires, 1973, páginas 42 y 43.
(3) En el Lexicón de 12.500 voces…, para ser honestos, no es la referida la única significación que se da para el término ‘gato’. Por el contrario, algunas otras concuerdan con las vertidas por Gobello y Payet, pero en el cúmulo quizás brinden mayores precisiones y variedades que la de estos dos autores.
(4) Cutolo, Vicente O. “Chatrán y su mundo astral. Vida de mi gato siamés”, Buenos Aires, 1992, página 18.
(5) Máximo Terrero, como sabemos, era el esposo de su hija Manuela Ortiz de Rozas. En el testamento lo llamará “hijo político”.
(6) Ocupó diversos cargos de importancia en los dos gobiernos provinciales de Juan Manuel de Rosas, entre ellos Representante por la ciudad de Buenos Aires en la Cámara de Representantes (en 1830).
(7) Dice esta sextina: “Si salen a perseguir/ después de mucho aparato,/ tuitos se pelan al rato/ y va quedando el tendal:/ esto es como en un nidal/ echarle güevos al gato”.
(8) Aquí, Hernández escribió: “Sólo se oíban los maullidos/ de un gato que se salvó;/ el pobre se guareció/ cerca, en una vizcachera;/ venía como si supiera/ que estaba de güelta yo”.
Por Gabriel O. Turone
Bibliografía
Abregú Mittelbach, Guillermo. “Los gatos también tienen su historia”, Revista Todo es Historia, Año IV, Nº 41, Septiembre de 1970.
Carrizo, Fabio. “Portfolio de curiosidades. Antaño y ogaño”, Revista Caras y Caretas, Nº 17, 28 de enero de 1899.
Cutolo, Vicente O. “Chatrán y su mundo astral. Vida de mi gato siamés”, Editorial Elche, 1992.
Gobello, José y Payet, Luciano. “Breve diccionario lunfardo”, A. Peña Lillo editor, Buenos Aires, 1959.
Hernández, José. “Martín Fierro”, Alloni – Laffont Editores, 2005.
“Lexicón de 12.500 voces y locuciones lunfardas, populares, jergales y extranjeras”, Ediciones La Llave SRL – Editorial Policial, Policía Federal Argentina, Septiembre de 1991.
Perón, Juan Domingo. “La hora de los pueblos”, Editorial Pleamar, Buenos Aires, 1973.
Portal de Historia Argentina “Revisionistas” (revisionistas.com.ar). “Juan José Hernández”, Buenos Aires, s/f.
Portal de Historia Argentina “Revisionistas” (revisionistas.com.ar). “Mouton”, el perro de Manuel de Sarratea, Buenos Aires, 2020.
“San Martín y Rosas. Política nacionalista en América”, Editorial Sudestada, Buenos Aires, 1968.
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