La denominada peste bubónica o peste negra tuvo su origen en Asia y a mediados del siglo XIV se propagó por Europa, sembrando en pocos años la muerte y la destrucción en todo el continente, hasta su último brote a comienzos del siglo XVIII.
Por entonces se le atribuía un origen sobrenatural, hasta que dos bacteriólogos, Shibasaburo Kitasato y Alexandre Yersin, descubrieron hacia 1894 que la peste bubónica era provocada por la bacteria ersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían en esos animales, en especial las pulgas, las cuales inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura. Era una zoonosis, o sea, una enfermedad que se transmite de los animales a los seres humanos.
Hacia fines del siglo XIX había un flujo constante de granos entre nuestros puertos y los de Europa, y es muy probable que por esa ruta marítima hayan arribado a nuestras costas los roedores con su carga bacteriana, dado que tanto los buques como los silos portuarios disponían de enormes cantidades de lo que constituía su principal alimento.
Se cree que la peste hizo su ingreso a nuestro continente en abril de 1899 con la llegada a Montevideo (Uruguay) del velero holandés Zeir, proveniente de Rotterdam, que llevaba un cargamento de arroz de la India. En Montevideo, el cargamento fue transferido al barco de vapor argentino Centauro, el cual partió el 19 de abril del mismo año, atravesando el puerto de Buenos Aires, La Plata y el río Paraguay (viaje durante el cual, también se advirtió la presencia de ratas muertas a bordo), para llegar finalmente a Asunción (Paraguay) el 26 de abril. Dos días después y el 1° y el 4 de mayo, se documentó la muerte de tres marineros del barco argentino con diagnóstico presuntivo de neumonía aguda, fiebre tifoidea y pleuritis, respectivamente.
Las poblaciones del litoral se alarmaron y muchas personas se abstuvieron de viajar en el vapor citado, pues era voz corriente que la misteriosa enfermedad había sido propagada por marineros portugueses que servían en él. No obstante ello, a los pocos días la peste hizo su aparición en Asunción.
En un principio las autoridades argentinas no prestaron atención al hecho, pero al poco tiempo, y a modo de prevención, el Departamento de Higiene clausuró los puertos fluviales del Litoral. Sin embargo esta acción no fue suficiente para contener la expansión del flagelo, el que en enero de 1900, inexorablemente, arribó a la Argentina. El primer caso se presentó en Formosa, en una niñita llegada del Paraguay en un barco costero; luego en Rosario donde la víctima fue una mujer y pronto la epidemia alcanzó la ciudad de Buenos Aires. El primer contagiado fue Sebastián Caseñiere, domiciliado en Talcahuano 22, del barrio de San Nicolás. A continuación se registraron numerosos casos en Balvanera, San Telmo, Almagro, Parque Patricios y La Boca; la mayoría de ellos en los conventillos donde sus habitantes, generalmente inmigrantes recién arribados a nuestro país, vivían hacinados y con precarias condiciones de higiene.
Inmediatamente la Municipalidad y el Departamento Nacional de Higiene, a cargo del Dr. Carlos Malbrán, iniciaron una enérgica campaña de desinfección, por la cual se desalojaron muchas de las viviendas precarias contaminadas, siendo posteriormente incendiadas. Todos sus moradores fueron aislados, privándoseles que se repartiesen por la ciudad y se convirtieran en transporte de la bacteria que provocaba la enfermedad. Los desalojados, los que se encontraban sin domicilio, apesadumbrados se despedían de sus trebejos y de su libertad.
El aislamiento se convirtió en el principal medio preventivo y cobró un protagonismo central en la opinión pública. Los mensajes y recomendaciones vertidas por los médicos porteños se centraron también en el blanqueo de las viviendas, la limpieza y la desinfección de las letrinas.
Para evitar el contagio masivo se organizaron matanzas de ratas, dado que sus pulgas infectadas trasmiten la enfermedad. Algunas fueron envenenadas mientras que otras sucumbieron ante garrotazos o disparos. Esta pesada tarea quedó en manos de los barrenderos públicos.
Llamativamente, o no tanto, algunas empresas aprovecharon la calamitosa situación para posicionar sus productos en el mercado, y las páginas de todos los diarios y revistas se vieron inundadas de artículos que prometían acabar con los roedores.
Al decir de Emilio Coni: “Buenos Aires, la ciudad de los “buenos aires”, como la bautizaron sus fundadores, se convirtió en un lugar malsano, donde las enfermedades contagiosas habían adquirido derecho de ciudadanía”.
Sin embargo y pese a los sucesos tan desagradables que les tocaba vivir, los porteños no perdieron nunca el sentido del humor, el que se vio reflejado en distintas publicaciones de la época, como “La peste bubónica o los ratones fantasmas”, editado por la Biblioteca Pampero, que se vendía con gran suceso en las librerías y quioscos de toda la ciudad. En este opúsculo de tan solo 37 páginas se hallaban algunos poemas dedicados a los roedores, como ser:
En sus entrañas se crea
la bubónica iracunda.
La Ciencia, grave y profunda,
lo ha dicho… y se enseñorea.
¡Vamos pues a la pelea
con gigante decisión!
¡Que no tiemble el corazón
lleno de ardientes donaires,
y en nuestro gran Buenos Aires
no quede un solo ratón!
Contenía también un “Himno al Ratón”, que en su letra expresaba:
Tu nombre retumba con hórrido estruendo
y el cielo al mirarte se arredra quizás.
La peste bubónica inflama tu espíritu
y los cementerios no pueden ya más.
Otro poema, con evidentes matices políticos, decía:
Dio principio a la batalla
lo menos seis meses ha,
pero los mismos ratones
existen en la ciudad…
En la Casa de Gobierno
no se puede penetrar,
pues aquello está infestado
de raterío infernal…
Ratas que mandan a pueblos
y pisan su dignidad.
Ratas prendidas muy fuerte
al tesoro nacional…
Ratas regias de palacios
y servidumbres condal.
Ratas que tienen sus cuevas
en la altura nada más.
Rápido de Once a Liniers
En un principio los contagiados fueron internados en la “Casa Municipal de Aislamiento”, por entonces situada donde hoy se halla el Hospital de Enfermedades Infecciosas “Francisco Javier Muñiz”, en Parque Patricios. Pero dada la poca disponibilidad de camas, el establecimiento sanitario pronto se vio superado por la gran cantidad de infectados, razón por la cual el Ministerio de Guerra, a cargo del general Rosendo María Fraga, cedió los cuarteles de artillería que se estaban construyendo en Liniers, habilitándose diversos pabellones como lazaretos.
Construidos en un lugar sano y reuniendo las condiciones de ventilación requeridas, los cuarteles de artillería citados formaban dos alas exactamente iguales, separadas entre sí por una calle de 65 metros de ancho; cada una de estas alas se componía de tres pabellones para tropa, tres para armamento y tres para caballerizas. Podían alojarse cómodamente 500 soldados en cualquiera de ambos cuerpos. Al fondo disponía de otro gran pabellón, y al frente, dos de más pequeñas dimensiones. En todo el edificio, utilizado como lazareto, podían tener cabida desahogadamente hasta tres mil personas, a cuya alimentación proveían las cocinas que instaló la Asistencia.
Al comienzo hubo 500 camas completas, pudiéndose armar otras 500 en caso de necesidad. El lazareto dependía directamente de la Asistencia Pública. A su frente, en calidad de jefe interino había un practicante mayor y un ecónomo o administrador encargado de la dirección del personal de practicantes, enfermeros y demás empleados. Una guardia de diez bomberos al mando de un oficial hacía la vigilancia del establecimiento.
A partir de este momento los enfermos eran conducidos en ambulancias, tiradas por caballos, hasta la estación Once, en cuyos andenes y en los vagones se escuchaban casi todos los idiomas y dialectos de la Europa meridional. Aquella gente, en su lengua, decía mil pestes de la bubónica. En el viaje inicial fueron transportadas 216 personas. En una segunda tanda 147. Algunos habían pasado primero por la improvisada Casa de Aislamiento.
Los primeros huéspedes del lazareto de Liniers fueron los moradores del conventillo de Perú 729, quienes al llegar a destino tuvieron un buen recibimiento en el espacioso predio, de más de dieciocho hectáreas, muy bien aireado y con abundancia de agua.
Pese al temor que generó la peste, y gracias a la existencia de sueros para combatirla, solo fallecieron cerca de cincuenta personas. Entre los médicos abocados a evitar la propagación de la enfermedad se hallaba el joven Luis Agote. Años más tarde, sus investigaciones en torno a la transfusión de sangre constituyeron un verdadero logro para la medicina a nivel mundial.
Tras la epidemia el lazareto fue desactivado, prosiguiéndose con las obras de los Cuarteles, que serían inaugurados en 1904. Los linierenses volvieron a gozar nuevamente de la tranquilidad de su vida pueblerina.
Por Oscar A. Turone
Fuente
Alvarez Cardozo, Adriana C. – La aparición del cólera en Buenos Aires, (2012)
Arce, Hugo E. – Evolución histórica del Sistema de Salud argentino a lo largo del siglo, Buenos Aires (2013).
Aysa – Historia de las epidemias en Buenos Aires, (s.f.)
BBC News – “Qué era e sulfurozador…”, abril 2020
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Ramírez de Rojas, María Elena – La Peste Bubónica en el Paraguay (1899-1928), Asunción (2020).
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