Rosas desde el ostracismo

Brig. Gral. Juan Manuel de Rosas (1793-1877), óleo perteneciente a la colección de Patricios de Vuelta de Obligado.

Hacia 1873, cuando Juan Manuel de Rosas vivía en la ciudad de Southampton (Inglaterra), fue visitado por Vicente Quesada y su hijo Ernesto, el historiador. De la charla mantenida en dicho encuentro surgió de Rosas una original evaluación sobre su gobierno. Trascendiendo una imagen fuerte y personalista, constituyen sus palabras un interesante veredicto desde la vejez. Decía el Restaurador:

Subí al gobierno encontrándose el país anarquizado, dividido en cacicazgos hoscos y hostiles entre sí, desmembrado ya en parte y en otras en vías de desmembrarse, sin política estable en lo internacional, sin organización nacional, sin tesoro ni fianzas organizadas, sin hábitos de gobierno, convertido en un verdadero caos, con la subversión más completa en ideas y propósitos, odiándose furiosamente los partidos políticos; un infierno en miniatura. Me di cuenta de que si ello no se lograba modificar de raíz, nuestro gran país se diluiría definitivamente en una serie de republiquetas sin importancia y malográbamos así para siempre el porvenir, pues demasiado se había fraccionado ya el virreinato colonial.

La provincia de Buenos Aires tenía, con todo, un sedimento serio de personal de gobierno y de hábitos ordenados. Me propuse reorganizar la administración, consolidar la situación económica y, poco a poco, ver que las demás provincias hicieran lo mismo.

Si el partido unitario me hubiera dejado respirar no dudo de que, en poco tiempo, habría llevado al país hasta su completa normalización; pero ello no fue posible, porque la conspiración era permanente y en los países limítrofes los emigrados organizaban constantemente invasiones. Fue así como todo mi gobierno se pasó en defenderse de esas conspiraciones, de esas invasiones y de las intervenciones navales extranjeras. Eso insumió los recursos y me impidió reducir los caudillos del interior a un papel más normal y tranquilo. Además, los hábitos de anarquía, desarrollados en 20 años de verdadero desquicio gubernamental, no podían modificarse en un día. Era preciso primero gobernar con mano fuerte para garantizar la seguridad de la vida y del trabajo en la ciudad y en la campaña, estableciendo un régimen de orden y de tranquilidad que pudiera permitir la práctica real de la vida republicana.

Todas las constituciones que se habían dictado antes habían obedecido al partido unitario, empeñado –como decía el fanático Agüero- en hacer la felicidad del país a palos. Jamás se pudieron poner en práctica. Vivíamos sin organización constitucional y el gobierno se ejercía por resoluciones y decretos, o leyes dictadas por las legislaturas. Más todo era, en el fondo, una apariencia, pero no una realidad; quizá una verdadera mentira, pues las elecciones eran nominales, los diputados electos eran designados de antemano, los gobernadores eran los que lograban mostrarse más diestros que los otros e inspiraban mayor confianza a sus partidarios. Era, en el fondo, una arbitrariedad completa.

Pronto comprendí, sin embargo, que había emprendido una tarea superior a las fuerzas de un solo hombre; tomé la resolución de dedicar mi vida entera a tal propósito y me convertí en el primer servidor del país, dedicado día y noche a atender el despacho del gobierno, teniendo que estudiar todo personalmente y que resolver todo tan sólo yo, renunciando a las satisfacciones más elementales de la vida, como si fuera un verdadero galeote.

He vivido así cerca de 30 años, cargando solo con la responsabilidad de los actos de gobierno y sin descuidar el menor detalle. Vivos están todavía los empleados de mi secretaría que se repartían por turnos las 24 horas del día, listos al menor llamado mío, y yo, sin respetar hora ni día, apenas daba a la comida y al sueño el tiempo indispensable, consagrando toda mi existencia al ejercicio del gobierno.

Los que me han motejado de tirano y han supuesto que gozaba únicamente de las sensualidades del poder son unos malvados, pues he vivido a la vista de todos, como en casa de vidrio, y renuncié a todo lo que no fuera el trabajo constante del despacho sempiterno. La honradez más escrupulosa en el manejo de los dineros públicos, la dedicación absoluta al servicio del Estado, la energía sin límites para resolver en el acto y asumir la plena responsabilidad de las resoluciones, hizo que el pueblo tuviera confianza en mí, por lo cual pude gobernar tan largo tiempo. Con mi fortuna particular y la de mi esposa, habría podido vivir privadamente con todos los halagos que el dinero puede proporcionar y sin la menor preocupación. Preferí renunciar a ello y, deliberadamente, convertirme en el esclavo de mi deber, consagrado al servicio absoluto y desinteresado del país.

Si he cometido errores –y no hay hombre que no los cometa- sólo yo soy responsable. Pero el reproche de no haber dado al país una constitución me pareció siempre fútil, porque no basta dictar un cuadernito, cual decía Quiroga, para que se aplique y resuelvan todas las dificultades; es preciso antes preparar al pueblo para ello, creando hábitos de orden y de gobierno, porque una constitución no debe ser el producto de un iluso soñador sino el reflejo exacto de la situación de un país.

Otorgar una constitución era un asunto secundario; lo principal era preparar al país para ello, y esto es lo que creo haber hecho”.

Fuente
Crónica Argentina – Tomo III, Centro Editor de América Latina
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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