La refalosa federal, una danza hipotética

Mirta E. Báez y Juan Carlos Díaz - Signo fotografía

En más de una oportunidad he puntualizado las características básicas que permiten definir –y diferenciar entre sí- los conceptos de tradición, tradicionalismo, nativismo y proyección folklórica. No puedo extenderme aquí nuevamente sobre esas cuestiones, pero sí me resulta necesario iniciar este breve artículo con una rigurosa síntesis que nos sirva en adelante como punto de referencia. La tradición es un proceso dinámico de trasvasamiento generacional de bienes culturales. El tradicionalismo ha demostrado ser en nuestro país un movimiento que pese a autodefinirse como cultor y protector de ciertos elementos de la tradición, ha tomado a ésta como un patrimonio estático e inalterable, y a menudo falla en sus diagnósticos cuando intenta determinar que es auténticamente tradicional y qué no lo es. El nativismo, por su parte, es esencialmente creador. Sus cultores desconocen virtualmente casi todos los rasgos culturales tradicionales y, a lo sumo, toman como tales, sin cultivarlas, las pautas de la “tradición” difundidas por el tradicionalismo. Un trabajo de proyección folklórica, en cambio, es aquel que a partir del conocimiento técnico de determinado hecho folklórico lo recrea artísticamente logrando una obra que refleja el carácter, el estilo y el ambiente de la fuente original. La proyección folklórica, en consecuencia, es una tarea que necesariamente conjuga el talento creativo con el documento científico.

La tradición vive en la memoria y la acción del pueblo. El tradicionalismo y el nativismo han sido y son movimientos artísticos urbanos de importante desarrollo, complejos matices e interesantísima historia. La proyección folklórica argentina, en cambio, está representada por expresiones tan aisladas como excepcionales en el campo del arte.

El caso de la danza que hoy se reconoce con el nombre de refalosa federal en academias y peñas dedicadas al cultivo de los bailes criollos será el ejemplo del que me valdré para ampliar en esta oportunidad la apretada síntesis conceptual que acabo de exponer.

Comenzando por lo indiscutible, hay que recordar que la refalosa o resbalosa es una danza peruana que data de la época colonial y que aún se halla en ese país vigente. (1) Se trata de una danza afandangada que en sus orígenes estuvo íntimamente emparentada con la zamba y la zamacueca y que hoy lo está con la marinera y el malambo. En el Perú se la llamó también zamba refalosa, lo que aludía a las mujeres que la bailaban –las zambas, o sea las mestizas de negro africano con indígena peruano- y a su forma de bailar: picaresca, cimbreante, ondulante, sensual, insinuante y a la vez esquiva.

La refalosa pasó, alrededor de 1835, desde Lima a Chile, donde la documentación histórica que la menciona a partir de ese momento y durante todo el Siglo XIX es rica y variada. Muy pronto cruzó los Andes hacia Mendoza, “de allí a los salones y a la campaña cuyanos y, más débilmente, a las provincias cercanas” (Carlos Vega). El investigador citado en último término recogió diferentes versiones poéticas, musicales y coreográficas de esta danza en sus trabajos de campo de Mendoza, San Juan y San Luis, logrando además completar esta colección con unos pocos ejemplos más de Catamarca, La Rioja, Córdoba y Tucumán. (2) Pueden resumirse las características de este material indicado que su estructura poética se basa en la intercalación de versos de las coplas con estribillos, motes y expletivos, que su música responde a las típicas pautas del cancionero Ternario Colonial, y que su coreografía posee travesías simples o dobles, cuatro esquinas, vueltas, zapateos y zarandeos. Todos estos elementos, hacen evidente un parentesco con la zamacueca y una procedencia andina.

Hacia 1840, el nombre de refalosa relacionado con un baile circulaba en Buenos Aires, los enemigos de Juan Manuel de Rosas y del Partido Federal lo difundieron en versos y comentarios en los que se asociaba el verbo “refalar” con el degüello de que eran victimas los unitarios. Pero Carlos Vega ha demostrado sobradamente que la danza en boga entre los federales era en realidad la media caña. Sintetizo su detallada demostración con este comentario referido a la no probada presencia de la refalosa en el Plata: “Varios documentos antiguos certifican la popularidad de la Media Caña; los que nombran la “resbalosa” son casi todos versos guerreros de la época cruenta y están casi siempre relacionados con el degüello del enemigo. Salvo el tardío y dudoso de Berutti, ninguno puede atribuirse sin objeciones a la Resbalosa andina” (Carlos Vega)). En efecto, el músico Arturo Berutti (1858-1938), incluyó, en sus artículos escritos en Buenos Aires en 1882, a la Refaloza (sic) entre los bailes criollos, indicando que una de sus peculiaridades era la combinación de formas del gato y de la zamacueca. Pero hay que recordar que Berutti era sanjuanino y que residió desde muy niño en la ciudad de Mendoza, en donde seguramente conocía la danza. Otra prueba de que la refalosa propiamente dicha no se bailaba a fines del siglo XIX en el campo bonaerense es el hecho de que Ventura R. Lynch ni siquiera la haya mencionado en su obra de 1883, dedicada precisamente a volcar sus incipientes observaciones sobre música criolla de nuestra provincia.

Hasta aquí, la tradición popular –más o menos conocida a través de los documentos históricos y los datos etno-musicológicos- nos habla de la refalosa en Perú, en Chile y en Cuyo. Ninguna prueba fehaciente permite ubicarla en la provincia de Buenos Aires. Ni en la época federal, ni antes ni después, desde la óptica tradicionalista, esta realidad se ha tergiversado.

En 1923 apareció una primera versión musical de La Resbalosa según Andrés Chazarreta, en la que el recopilador-compositor dio rienda suelta a su libre imaginación a partir de muy vagas y desconectadas referencias obtenidas en el Departamento Figueroa (Santiago del Estero) sobre la forma de la danza. El resultado fue una escritura inadecuada –basada en frases de chacarera “trunca”- y una letra francamente deturpada, desde cualquier punto de vista inadmisible como referencia documental. Carlos Vega advirtió el refrito cuando estudiando las características musicales de la auténtica refalosa aclaró que sólo se basaba en “las versiones tomadas al pueblo, y no a las que más o menos su imagen componen los modernos tradicionalistas”.

Sin embargo, el aporte de Chazarreta ganó adeptos. En 1927 Jorge M. Furt describió dos versiones coreográficas, una andina –la más creíble- y otra “predominante en las provincias mediterráneas” que no hace sino dar ingenuo crédito a la versión de Chazarreta.

Andrés Beltrame hizo conocer su “versión pampeana” en enero de 1834. El mismo año, pero siete meses más tarde –en agosto-, Carlos Vega publicó su primera versión documental en el diario “La Prensa”. Pero ya era tarde. Los círculos tradicionalistas, poco adeptos a minuciosidades académicas y a precisiones metódicas, habían hecho suyas –parece que para siempre- las antojadizas versiones anteriores, convirtiéndolas en “folklore” tanto a fuerza del repetido cultivo institucionalizado como de la despreocupada prescindencia de todo aporte científico que pudiera restarles credibilidad.

Ismael Moreno publicó su versión en 1936. Para estos tiempos, ya la peregrina idea de que el baile que estamos tratando se llamaba refalosa porque en los tiempos de Rosas los mazorqueros lo bailaban resbalando en la sangre de los degollados era de rigor en todo comentario introductorio de peña o academia sobre los “orígenes” de la danza. En 1948, Antonio Barcelé –primer Director de la Escuela Nacional de Danzas- incluyó la refalosa federal en sus programas. Discípulo de Beltrame pero admirador de Chazarreta, su versión resultó un término medio: la coreografía presuntamente santiagueña pero bailada con atuendos de mazorquero o estanciero federal bonaerense. Desde entonces y hasta ahora, ésa es la forma –que cuenta con extrañas “travesías”, desplazamientos laterales con exagerado resbalón, zapateos y zarandeos “de retroceso”- que se enseña en las academias de todo el país y se practica en las peñas, especialmente en las que pretenden lucir una pátina de revisionismo histórico o directamente hacer gala de un extemporáneo rosismo. Para el tradicionalismo de nada parece haber servido la esforzada tarea de rescate de Carlos Vega. De nada, tampoco, el tardío esfuerzo de sistematización de don Alberto Rodríguez con su refalosa cuyana publicada en 1987. Y es probable que de nada sirvan llamados de atención como el presente. Los tradicionalistas se hallan realmente aferrados a tradiciones inventadas como la que nos ocupa.

Pasando ahora al terreno nativista, tengo una anécdota que muestra claramente la habitual actitud de ignorancia que fluctúa permanentemente entre lo ingenuo y lo deliberado. En el año 1984, cuando en pleno desarrollo de mi Relevamiento de la Música Criolla Tradicional de la Provincia de Buenos Aires me hallaba trabajando en el partido de Chivilcoy, conocí a Carlos Enrique Marchesini, joven de quince años que recién se iniciaba en el canto y la guitarra. Le grabé una docena de sus interpretaciones y a la vez, atendiendo a su interés por la antigua música de nuestro país, le “pasé” dos versiones de refalosa tradicional recogidas en campaña dieciséis años antes. Prometió no sólo aprenderlas sino también –con mi autorización mediante- ofrecérselas a su amigo Alberto Merlo –reconocida figura del canto nativista “surero”-, convencido de antemano de que este profesional sabría apreciar el valor de estos registros y los incorporaría inmediatamente a su repertorio. Al año siguiente visité de nuevo al joven cantor criollo –hoy ya convertido en un conocido payador de su zona- quien efectivamente había aprendido una de mis versiones, pero dudaba en cantarla en público porque su amigo profesional la había rechazado…..¡por no encontrarla ajustada a la coreografía “tradicional” de la Escuela Nacional de Danzas! Muestra evidente de cómo el nativismo, creador por excelencia, se justifica en ocasiones acudiendo equívocamente al tradicionalismo con la convicción (?) de estarse remitiendo a las más incuestionables tradiciones.

Para finalizar, hay que decir que no existen, en el terreno de la música y la danza, casos de auténtica proyección folklórica aplicados a la refalosa, “federal” o no. El más aproximado a ese carácter es sin duda el de las “Coplas por refalosa”, tema no bailable que el mendocino Jorge Marziali compuso hacia 1990, respetando en lo musical la alternancia rítmica yámbicos y tribráqueos –lo que indica el conocimiento, por parte del autor, de ese rasgo, muy vigente en Chile- e intercalando coplas y motes en la armadura poética.

A modo de conclusión, puedo asegurar que la refalosa federal no constituye el único caso de estereotipo coreográfico tradicionalista carente de asidero documental. Sólo espero que alguna joven generación de investigadores, músicos y bailarines, se decida a reemprender la ardua tarea que implica la reconstrucción de nuestras auténticas danzas bonaerenses. Y que logre el indispensable apoyo para hacerlo.

Referencias

1) En la actualidad en Lima, la marinera –reformulación de la zamacueca creada y difundida a partir de 1879 por Abelardo Gamarra (“El Tunante”)- suele tener una “fuga de refalosa” como agregado intermedio o final.
2) Hay que tener bien presente que en la colección de Vega hay versiones que difieren entre sí, y que el musicólogo dio a conocer sólo una de ellas. Esta variabilidad –que muchos han considerado necesario “reglamentar” no es sino un rasgo inherente a toda danza popular viva, y ha sido especialmente característica de todos nuestros bailes de pareja suelta, especialmente los de la familia de la zamacueca, donde la ausencia de todo esquema preconcebido fue precisamente la norma.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Pereira Salas, Eugenio – Los orígenes del arte musical en Chile – Santiago de Chile (1941)
Pérez Bugallo, Rubén – La refalosa federal, una danza hipotética – Rev. Historia Bonaerense, Morón (1997)
Portal www.revisionistas.com.ar
Vega, Carlos – Las danzas populares argentinas – Inst. Nacional de Musicología “Carlos Vega”, Buenos Aires (1986).

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