Si el tiempo lo permite –porque ya es necesario usar este término sacramental de las corridas de toros, tratándose de la futura celebración de una fiesta cualquiera- ya saldrán muy tempranito, el día del santo alumbramiento de María Santísima, las lindas muchachas con sus trajes vaporosos, dando al aire fresco de las primeras horas del día, el gallardo ondular de los aigrettes, cintas y plumachos con que decoran sus ligeros sombreritos de tul o paja, en cuyo borde se transparentan los diáfanos encajes, o abren sus delicados y vistosos pétalos las rosas.
Irán a misa ante todo –que la belleza y la piedad se hermanan- las mujeres de esta tierra y luego al “flirt” eterno por esas calles de Dios, por la Avenida, por Palermo, por todos los sitios consagrados a la revista incansable de los eternos mirones y las infatigables exhibicionistas.
Lo que es al niño recién nacido, que le cante el “arrorró” su santa madre, y San José se encargue de pasearle en brazos, con zangoloteítos monótonos, y canturrias desafinadas de papá narcotizante.
Los tiempos han cambiado, y ya ni las sencillas gentes, ni los mismos niños se extasían en la contemplación del “nacimiento”, o el “pesebre”, como más llanamente le llaman las gentes del interior, en el que, entre el alpiste brotando, los grandes caracoles sonrosados, los huevos de avestruz, los soldaditos de plomo, los pájaros disecados y otras lindezas por el estilo, se exhibía y aún tal vez se exhibe en sitios ignorados, el sagrado misterio de la Navidad de Jesucristo, generalmente representado por un niño de dimensiones casi naturales, una virgen de la mitad del tamaño de su hijo, y un San José veterano, exhumado quién sabe de qué vetusta hornacina, para hacerle hacer acto de presencia en esta peliaguda circunstancia efemerídica de su inocente y supernumeraria vida patriarcal.
Las “naciones” africanas han desaparecido, desdichadamente.
Ya no se oye el profundo rumor cadenciado y monótono del tambor camundá o mozambique, enérgicamente repiqueteado en estos días, en honor al rey Baltasar, el negro mago aquel que cubierto de perlas y esmeraldas, ceñida la atezada frente por el pintoresco turbante de lino etrópico, depone a los pies del Niño Dios sus cincelados cimborios, rebosantes de exóticos perfumes y de oro en polvo, mezclado a preciosas gemas multicolores.
Se fueron los “candombes”, que guardaban un recuerdo de quién sabe qué danzas hierofánticas primitivas, pues había en aquellos pasos ritmados por los toscos instrumentos de percusión, modelados en los de los tiempos bíblicos, extraños simbolismos de una religión cercana al misterio. ¿Qué nos resta ahora de la Navidad?
Un recuerdo nostálgico de las viejas tradiciones.
Asolearnos aburridamente por esos campos, engullir “tortas de Navidad” rociadas por apócrifos espumantes, “filer le parfaite amour” con fines generalmente inconfesables, y volver a casa, tarde, la cabeza vacía y el corazón indigente de verdaderas emociones.
Hoy la Navidad es una fecha absolutamente en provecho de los confiteros.
Con el pretexto del nacimiento de Jesús, se amasan en el mundo toneladas de harina, se rompen millones de huevos, se derriten toneladas de manteca, y se desgranan viñas enteras de pasas para fabricar las suculentas tortas con que los comerciantes del ramo sugestionan a los buenos mortales, haciéndoles creer que no se puede festejar más dignamente el misterio de la encarnación humana de un dios que atiborrándose de las susodichas pastas y bebiendo vinos “químicamente inofensivos”, como reza el pasaporte de la oficina de análisis.
La tradición ha muerto hace ya buen tiempo, y como la familia ha adoptado nuevos usos y costumbres muy diferentes y aún antagónicos a aquellos bajo cuya influencia nacimos y nos criamos los que al presente somos viejos, todas las antiguallas poéticas e inocentes, han huido atemorizadas por nuestra esplendente vida moderna, en la que el hogar ha enrocado en el hotel, la religión en el exhibicionismo, y la caridad en el aparato teatral de los festivales intérlopes.
Además, con el desarrollo y crecimiento de nuestro elemento demográfico, ya por causas vegetativas, ya por razones y efectos inmigratorios, nuevos motivos de diversificación de costumbres se han introducido en nuestra masa social, cayendo, como las hojas caducas de una planta en plenitud de crecimiento, todas aquellas que en un tiempo fueron verdor y gala de nuestra vida patriarcal.
¡Navidad! Ya no hay soñadas expectativas de tu advenimiento en los hogares; ya no irrumpe a tu nombre la alegría pura, sana, reconfortante de los espíritus sencillos, por entre la azarosa fatiga del trabajo diario; ya no hay villancicos, campanas, serenatas, meriendas y dulces votos de felicidad y de cariño, de amor, en tu noche tibia y serena, a la que, en nuestro hemisferio, quisieron asociarse las flores en el plenario de su polícroma eclosión y el vaho dulcísimo de sus odorantes incensarios,
Niño Jesús, estréchate bien al seno virginal de tu santa madre, allá, bajo el sombrío pajar que escarcha el hielo y entristece la pobreza.
El mundo por cuya libertad naciste, cuyas crueldades sufriste, y entre cuyas ignominias rendiste en el patíbulo la vida de la carne, retrocede al avanzar en su camino el progreso, hacia la grandeza sin alma de las millarias civilizaciones fulminadas.
Pero no prediquemos en este día el sermón airado del hirsuto hermitaño de los anatemas.
Sonriamos, por el contrario, al recuerdo de nuestros buenos años.
La fiesta está en el cielo puro y esplendoroso; en el rumor de la gran urbe; en los efluvios de bienandanzas que nos envían en alas de nuestras brisas nativas las grandes praderas en donde se cosechan las espigas de oro… y también en esa exposición ambulante de lujo, de elegancia y de belleza, que nos hace murmurar sonriendo con melancolía:
-¡Niño Dios! Tú que vuelves cada año al primer día de tu vida física, ¿por qué has constituido una existencia humana que nos empuja sin piedad hacia lo fatal e irremediable, haciéndonos atravesar por entre esta encantadora corriente de vida nueva?
¿Por qué no haces el milagro de que festejemos tu navidad como en los tiempos aquellos de los villancicos, las campanas, las serenatas, las meriendas y los votos de felicidad, de alegría y de amor?
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Granada, Nicolás – Navidad - Mundo Argentino, Buenos Aires (1913)
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