Uno de los rasgos más típicos de la fisonomía del Buenos Aires colonial y quizás el más pintoresco fue la larga fila de negras y mulatas, de chinas y de italianas achinadas, que desde el amanecer corría por las calles adyacentes al puerto e iba luego a tenderse sobre las toscas del bajo, alrededor de los pozos que correspondían a cada una y en cuya linfa cristalina lavaban las ropas de toda la ciudad, comentando a grito herido las novedades del día o las tacañerías de la clientela, enorgulleciéndose con las finas telas y los primorosos encajes que cada lavandera podía exhibir en su respectivo tendedero.
Allí se enjuagaba en infernal mezcolanza la burda camiseta del albañil o del frutero, juntamente con el fino ajuar del niño de casa rica y nadie paraba mientes en si de semejante contubernio resultaría perjudicada la higiene: la ropa estaba blanca y eso bastaba.
El progreso, la fiebre amarilla, la difteria, el cólera y hasta la peste bubónica han hecho desaparecer las viejas costumbres coloniales y con ellas se han ido la lavandera clásica, las toscas, los pozos de la playa y hasta la playa misma con sus ribazos de césped siempre verde y con sus manchones de apio, de berros y de violetas silvestres.
El bajo era la clásica diversión de los haraganes en aquella época en que Buenos Aires no era tan divertido como ahora, y en las primeras horas de la mañana o en las últimas de la tarde se les veía vagando entre aquel maremágnum de las lavanderas, recogiendo comentarios o asistiendo a las peleas legendarias en que familias enteras se trenzaban revolcándose entre la resaca.
Las obras del puerto y luego las ordenanzas municipales y las necesidades de la higiene transformaron la lavandera de antaño. El oficio cayó en manos de las bravas italianas, sobrias e incansables, las ganancias disminuyeron y los impuestos pesaron demasiado para que se soportaran sin protesta; las lavanderas se refugiaron en el conventillo y abandonaron sus hábitos de la ribera.
Luego vinieron los lavaderos municipales, dotados de todos los adelantos modernos, las lejías líquidas, los jabones químicos, el agua caliente sustituyendo a la pala— que al par que golpeaba la ropa jabonada, acompañaba los aires del terruño con que la lavandera amenizaba la ruda faena — los tendederos a vapor, las máquinas de planchar y todos los instrumentos con que la mecánica moderna había reemplazado los primitivos utensilios del arte.
A fines del siglo XIX la Municipalidad poseía tres lavaderos, siendo de ellos el principal, el de la esquina de French y Centro América (actual Pueyrredón). Estos establecimientos, que funcionan desde 1889, fueron edificados por una sociedad anónima, de la cual los adquirió luego el municipio, y constaban cada uno de 128 piletas, que se arriendaban a cincuenta centavos por semana, no habiendo nunca piletas vacantes. En el año anterior el impuesto que era de dos pesos semanales, dejó en cada lavadero una utilidad de 4.000 nacionales, y a fin de facilitar la concurrencia de lavanderas y favorecer la higiene de la ciudad, la tasa fue rebajada. Cada lavadero tenía un administrador general y un inspector, y constaba de tres departamentos: uno de lavado, otro de secadores, que contenían hornos y máquinas de exprimir, y otro de tendederos, donde se hacía el secado al natural y se asoleaba.
La concurrencia a los lavaderos es variable, pero nunca estaban desocupadas las piletas, pues las chapas semanales que daban derecho a ellas eran transferibles y una misma podía servir un día para diversas personas.
La lavandera llegaba al establecimiento con su atado perfectamente hecho y llevando clasificada la ropa que iba a lavar, para conducir cada clase a su correspondiente compartimento. Se aproximaba a su pileta perfectamente aseada y allí no tenía más que abrir las canillas para comenzar su tarea con toda comodidad. Aseada la ropa no tenía necesidad de inquirir si el sol saldrá o no; ahí están a mano los tendederos que lo sustituyen. Las ropas resultaban limpias y secas sin mayor fatiga, sin contacto las de un cliente con las de otro, y suprimido en absoluto el perjuicio para la salud, proveniente de aquellas mezcolanzas en que un solo ciudadano podía impunemente poner en circulación algunos miliares de microbios pestosos e infeccionar con ellos media población.
En el establecimiento no se admitían niños y las lavanderas se veían en el caso de mandar sus hijos a las salas maternales de cada barrio, si son muy chicos, o a las escuelas graduadas, si tienen ya la edad, y pronto transformaban allí sus hábitos del conventillo y los sustituían por otros, quizás menos pintorescos, pero seguramente más aptos para lograrles su felicidad en el futuro.
Era curioso detenerse en la puerta de uno de estos establecimientos y presenciar la llegada de las lavanderas, que venían en pelotón, adueñadas de la vereda; al lado de la profesional, que llevaba orgullosa su gran atado del día, iba la simple aficionada, la madre pobre, que en su pequeño atadito llevaba la ropa de la familia, que debía asear antes de la hora del almuerzo, y más allá la turba de chiquillos, que capitaneados por los más avisados, iban camino de la escuela, con sus grandes bolsas que encerraban apenas una pizarra cuadriculada y un pedazo de esponja diminuto. Y pronto la calle quedaba solitaria. Las lavanderas al lado de sus piletas respectivas no perdían su tiempo en charlas ni en rencillas, y hasta la tarde no devolvían a la calle su animación pintoresca ni su bullicio característico.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar
Revista Caras y Caretas – Octubre (1899)
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