Veranos de antaño

Con la silla en la vereda

-Anda a la “esquina” a comprar diez de hielo. “Yevá” la bolsa.

En las primeras horas de la mañana era común el mandato materno que se repetía diariamente en los veranos porteños de comienzos del siglo XX.

El buen trozo de hielo que se adquiría por diez centavos en el almacén de comestibles y despacho de bebidas, se envolvía en una arpillera humedecida y se acomodaba en el centro del tacho de lavar la ropa u otro de forma similar. En seguida se lo rodeaba con botellas de vino y frascos conteniendo refrescos caseros, como ser agua con limón y café, o con vinagre y azúcar. Encima se ponían algunas frutas y finalmente se cubría todo con otra arpillera mojada. Realizada esta operación, se colocaba el tacho en el lugar más oscuro de la casa y allí se le mantenía hasta la hora del almuerzo.

Tal la “heladera” a la que forzosamente debía recurrir el vecindario que habitaba en los barrios suburbanos de aquellos tiempos.

En tratándose de botellas y porrones, y cuando la casa contaba con aljibe o pozo de balde, se aprovechaba también de otro recurso: mediante una piola o cordel que se ataba al cuello de los envases, se los bajaba al fondo. Algunos preferían mantenerlos sumergidos y otros, suspendidos a flor de agua. Eso era asunto de tradición, de refrigeración casera que el mismísimo Tellier no habría osado discutir.

También por la mañana, era infaltable el paso del aguador. Este se diferenciaba de su antepasado en que ya no se servía de los bueyes ni llevaba en lo alto del tonel el santo de su devoción. Entre las dos ruedas tiradas por el sufrido jamelgo, encajaba la pipa que llevaba en la parte trasera una pequeña campana cuyo badajo con el rodar del carro no dejaba de repicar. Y este solo anuncio hacía que las puertas se llenaran de baldes y cacharros. La “medida”, como se le llamaba a lo que había sido envase de kerosene, costaba cinco centavos; y el “aguatero”, su nombre en el habla popular, acarreaba al interior de algunas casas cuantas latas de agua cabían en las tinas destinadas al baño de la familia, o bien las volcaba en las piletas donde la ropa enjabonada esperaba los enjuagues de rigor. Pero esto no era cosa de todos los días, pues, por lo general, desagotaba su pipa despachando el agua al menudeo.

En aquellos años los Despachos de Bebidas se mantenían en incesante movimiento: desde las 7 a las 12 a.m., se trabajaba sin pausa alguna. No eran sólo los parroquianos bebedores, de reuniones más o menos prolongadas; eran también los carreros, los vendedores ambulantes y cuanto pasaban por allí y no se resistían al deseo de una copa momentáneamente refrescante. Entonces se bebía mucho la cerveza de barril y la inofensiva “granolina”, aunque también se abusaba del ajenjo perturbador. A la orden estaba la limonada que se expendía en botellitas de vidrio oscuro, cuyo corcho se aseguraba con unas vueltas de alambre delgado. Su costo era de cinco centavos.

Las botellas de limonada y de otras bebidas que se conocían con los nombres de frutilla, limón, zarzaparrilla, etc., cerradas por medio de una bolita, aparecieron más tarde manteniendo el mismo precio de cinco centavos. Con esta última limonada, en los almacenes se puso de moda un pedido que pronto se hizo popular: - Deme un “5 y 5. – ¿Vino o cerveza? Porque el “5 y 5” comprendía el despacho de una limonada más cinco centavos de cerveza o vino, a gusto del cliente. Y esto se servía junto, es decir mezclado.

En ocasiones frecuentes el agente de facción sudaba la gota gorda reduciendo a los ebrios peligrosos o sueltos de lengua. Metido en la chaquetilla que cerraba hasta el cuello una hilera de botones, se le veía en el puesto de ordenanza que abandonaba no bien pasaba por allí el oficial o sargento de recorrida. Y como eran de bronce, lustrados conforme lo exigía el reglamento, el sol le arrancaba reflejos de los botones, de la empuñadura del machete y de la contera de la vaina que era de cuero negro..

Pasada la hora del almuerzo, la mayoría se entregaba al goce de la siesta larga. El motor y la mecánica, si bien ya estaban en la ciudad, todavía no habían engranado mayormente en las ruedas del progreso. El vecindario de 1900 vivía sin prisas y sin inquietarse por el porvenir. Por eso aquellas siestas se alargaban hasta después de las 5 o las 6. Se dormía en los sótanos y en los zaguanes oscuros, a lo largo de los patios bajo el amparo de las parras reparadoras, teniendo a mano el porrón de barro. Pero nadie lo hacía a la sombra de la higuera porque, según la creencia de lo tradicional, la planta producía mareos y dolores de cabeza.

De algunas fábricas y talleres salían rumores sordos y por las calles no pasaba un alma, según el dicho. Con la soledad el silencio se imponía y las pocas casas de comercio permanecían con las cortinas echadas, barreras de junco contra los insectos y lo tórrido del sol. Durante unas horas no se escuchaba el machacar del herrador ni las máquinas de las chaqueteras y pantaloneras que trabajaban para la Intendencia de Guerra o los registros de la plaza. El barrio dormía debajo de la abochornante potencia canicular que causaba numerosas insolaciones en los transeúntes de los radios céntricos. Y si alguna cigarra aparecía con su estridencia mortificante, no faltaban certeras piedras de los muchachos que nada tenían que ver con el cansancio ni con el sueño.

A la caída de la tarde se repetía el movimiento en los almacenes y canchas de bochas en las que no faltaba la nota amable de algunos sauces. Y por allí, doblando la esquina, se escuchaba la esperada corneta del vendedor de helados, comercio ambulante que recién aparecía con su carrito de mano, cuyo conductor se destacaba por su guardapolvo blanco. El vehículo portaba dos grandes y largos tarros de tapas redondas que iban metidos en la caja del carro. Los helados de mayor consumo eran los de crema, frutilla, chocolate y limón; y el hombre los liquidaba en un santiamén, pues no eran pocas las tazas y platos que se le presentaban. El precio, por supuesto, variaba según la cantidad; pero existía el fijo de cinco centavos, que era cuanto costaba el que se expendía mediante el molde y las dos obleas de forma rectangular. Y hasta por dos centavos conseguían los chicos un cucurucho de crema.

Ya con la fresca aparecía otro vendedor, el de ricota. Este era el mocetón meridional cuyo comercio recordaba el del negro mazamorrero de los años posteriores al virreinato. Al grito de “¡ricota fresca!” se presentaba con su canasta al hombro, repleta de envases de latón en forma de vaso. Su vozarrón recorría la cuadra y se metía por los inquilinatos. Pero, antes que él, ya había pasado por allí quien desde el pescante y con alargada entonación criolla atraía a los interesados: “San…diá calaaaada y coloraaaada”. Y entonces era de ver la glotonería con que grandes y chicos daban cuenta de las tajadas de encarnada pulpa, ávidos de lo dulce y aguanoso, mientras el vendedor con el trozo recién calado trataba de convencer al cliente, mostrándole la calidad purpúrea de la sandía.

Por la noche, ya satisfecha la hora de la comida, se echaban todos a la calle; las sillas se acomodaban en la vereda y en tanto que algunos tomaban mate con hojitas de cedrón, otros obsequiosos, hacían correr la jarra con cerveza. Las mujeres preferían el “agua panada” o la llamada “sangría” compuesto casero de aquellos días, en que entraban agua, vino, azúcar y limón.

A lo largo de la cuadra era notable el movimiento de pañuelos, de abanicos y pantallas. Las niñas jugaban a la ronda entonando canciones propias de la edad, y los chicos se entretenían con el “Oficio mudo” un juego de mímica, o corrían con otros llamados “rescate”, “cachurra monta la burra” y “vigilante y ladrón”.

Eran aquellas las noches sofocantes de los veranos porteños, con todas las molestias de mosquitos y polvo espeso levantado por los vehículos que rodaban sobre las calles que aún carecían de pavimento sólido. En la vereda, los hombres formando pequeños grupos charlaban a cual más y mejor; allí se hablaba del fantasma que aparecía en la quinta cercana; del gobierno de Roca; de la bravura de Juan Moreira; de la “cuadrera” que se correría el domingo próximo, y de los grandes tribunos que habían sido Adolfo Alsina y Leandro N. Alem. Entre las mujeres mayores eran otros los asuntos: las curaciones milagrosas de Pancho Sierra y la Madre María; las posibles causas del suicidio de alguna muchacha conocida; el mejor remedio para curar la jaqueca y cómo terminaba la última entrega de la novela “La mártir de su honra”, de Luis de Val. Alguna noche los interrumpía la intención premeditada del muchachón que voceaba “El Picaflor Porteño”, especie de publicación chismográfica alimentada por galanes desdeñados y algún corresponsal oficioso que se ocupaba en ilustrarla con los cuentos bochornosos de la vecindad. El vozarrón decía los nombres y las cosas con sus puntos y señales: detalles poco gratos a los novios y defectos que se le adjudicaban a las futuras suegras. Y todo eso provocaba risas y comentarios que se tejían con más o menos disimulo.

En algún balcón bajo, la niña cuya posición la apartaba de la compañía de las comadres, estaba interesándose por el mocito bien trajeado que comenzaba a rondar por allí. En ocasiones sucedía que el galán era un desconocido, razón para que el celo “localista” le tomara olor a forastero. Y eso era lo peligroso. En seguida, y con alevosía que anticipaba risa a sus autores, se le armaba en la vereda un pozo de barro y agua para que el hombre, pisando en él, hiciera un papelón. Pero el medio más expeditivo corría por cuenta de los pilletes aleccionados, que viendo al galán tocado con galera se echaban a gritar: - ¿Quién se comió la pera? El de galera. Y si en lugar del hongo usaba sombrero de paja: – ¿Quién se comió la pata ‘e chancho? El de rancho. Y así la incesante burla hasta que el mozo se iba para no aparecer más.

Igualmente en aquellas noches era infaltable la presencia del musicante de organito portátil, acompañado por algún inválido con su muleta encargado de recoger las pocas monedas que se les solía dar. El otro no hacía más que dar vueltas a la manija del aparato y de éste salían trozos de “La verbena de la paloma”, de “La Dolores” o del vals “Sobre las olas”. Pero alguna vez debía de interrumpirse porque todo el vecindario se ponía de pie y se persignaba respetuosamente. Eso sucedía cuando el viático avanzaba con la misión de llegar antes que la muerte. Era el sacerdote, camino de la casa del agonizante que llevaba la custodia con la hostia sagrada y a quien precedía el monaguillo con una campanilla, cuyos sonidos pausados sobrecogían el ánimo y provocaban el sentimiento devoto con que las mujeres se arrodillaban rezando, y algunos hombres con faroles se agregaban a la lúgubre procesión.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Llanes, Ricardo M. – Recuerdos de Buenos Aires – Cuadernos de BA XI, Buenos Aires (1959)
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