Dicho teatro que era largo y angosto estaba situado en la esquina de Reconquista y Tte. Gral. Juan D. Perón, frente mismo a la Iglesia de la Merced, donde Melchor Rams, que compró la propiedad, demolió el teatro y edificó en 1873 un pasaje al que como recuerdo dio el nombre de “Pasaje del Teatro Argentino”.
Su frente, que durante muchos años ni revocado fue siquiera, se hallaba completamente despojado de todo ornato y su entrada la constituía un simple portón de pino, propio más para una cochera que para un teatro. El proscenio (que no era mucho mayor que el del Teatro de la Ranchería), apenas alcanzaba para las representaciones que se daban y en lo alto ostentaba la siguiente inscripción: “Es la comedia espejo de la vida”.
La “atrecería”, utilería y decorado eran de lo más pobre, como que en su mayor parte los telones y bambalinas las pintaba un tal Mariano Pizarro, quien a la vez que desempeñaba las funciones de pintor escenógrafo, ejercía las de maquinista del teatro.
El telón se corría al principio a los costados como una cortina; en los antiguos “corrales” el “trapo”, como también se le llamaba al telón, en vez de subir, bajaba. En el viejo Coliseo para subir el telón se colocaban uno o dos hombres “arrojes” de cada lado, en la parte más alta de la boca del proscenio, detrás del telón, entre los dos primeros “bambalineros”. Allí permanecían sentados; cuando se daba la señal de subir el telón abandonaban su asiento y bien agarrados de las cuerdas, descendían al piso por su propio peso, subiendo el telón a medida que ellos bajaban. Aseguraban bien las gruesas cuerdas en unos postes destinados al efecto y cuando querían que el telón bajase soltaban las cuerdas, como quien afloja hilo a un barrilete. Las bambalinas en su mayor parte eran fijas, las decoraciones escasas, los bastidores groseramente pintados. Durante mucho tiempo, una misma bambalina servía tanto para representar escenas de jardín, bosques, cielo sereno y tempestuoso, escenas de día o de noche, según lo requerían las obras que se daban.
El primer pintor de bambalinas y bambalinones llegado al país fue un marinero napolitano, que atacado de fiebre amarilla, tuvo que desembarcar e internarse en el Hospital de Bettlemitas en 1778. Fue él quien por encargo del “oidor” del Virrey Vértiz, que habiendo averiguado que sabía algo de brocha gorda, le encomendó cuando se hubo sanado –a falta de otro mejor- que pintase las decoraciones para el estreno de “Siripo”. Era todo un hombre-orquesta; sabía de cocina, relojero, pintor y era bastante listo para cualquier trabajo. El segundo escenógrafo –si tal título merece- fue otro italiano, Giacchetti, que fue quien pintó casi todas las decoraciones y bambalinas del Coliseo.
Aún treinta años después para figurar el mar, por ejemplo, se tomaba una gran lona pintada de color de las olas y debajo, tendidos de bruces, unos muchachos la movían suavemente o la agitaban con furia, cuando había que representar un mar en calma, o un mar embravecido.
Los truenos se figuraban por medio de una bolsa o de un barril lleno de piedras que se hacían arrastrar sobre las tablas y cuando los maquinistas y la falta de decorado apropiado no permitían representar exactamente lo que la obra exigía, los mismos actores tenían que suplir la falta haciéndosela imaginar al público y sugestionándolo con frases como ésta por ejemplo: “estamos ahora en una prisión” o “en el templo” o “en el palacio del duque” y aunque la escena representara todo lo contrario, el público tenía que creerlo, para lo cual sólo hacía falta un poco de imaginación y otro poco de buena voluntad, pues no había aquí verdaderos escenógrafos ni quien supiera “fabricar apariencias” hasta la llegada de Mr. Perfail que fue el primero que vino a nuestro país.
Por mucho tiempo este teatro estuvo alumbrado con velones de sebo, años más tarde con quinqués de aceite y finalmente con lámparas de kerosén que daban más humo y mal olor que luz. La fila de candilejas corría al borde del proscenio, a lo largo de la orquesta y alumbraba tanto a la escena como a la platea, encandilando la vista del espectador, hasta que años después, a alguien se le ocurrió la buena idea de corregir este defecto colocando simplemente una larga tabla que ocultaba al público, evitando a éste tan desagradable molestia. Como las luces eran fijas y permanentes, el proscenio no podía oscurecerse, cuando el caso lo requería, lo que tornaba ridículas algunas escenas que debían desarrollarse en plena oscuridad.
Al principio las arañas eran fijas, así que las velas había que espabilarlas con un palo largo. En las temporadas del tenor español Mariano Pablo Rosquellas, se les colocó un dispositivo que permitía bajarlas y subirlas para poder hacerlo más cómodamente. Todavía en 1850 se espabilaban las velas bajando las arañas del techo en cada entreacto. Recién en 1854 se empezó a hablar del gas, el que se implantó en 1857, en el teatro Colón.
La platea que en aquel entonces se llamaba “patio” y a la que se había suprimido el “degolladero” de los “corrales” coloniales dejando sólo el corredor para la gente de a pie, estaba formada por unos largos bancos de pino, muy estrechos e incómodos, divididos por brazos que formaban los asientos o lunetas, cubiertos por un pequeño cojín forrado de pana, que más de cuatro veces volaron por el aire cuando los cómicos eran malos, que lo eran las más de las veces. Tenía capacidad para 276 personas. Delante del proscenio, hacia el centro, había una garita estrecha y cuadrada que tenía entrada por el lado de la platea y en la cual se instalaba el “consueta” o apuntador, puesto que por muchos años fue desempeñado por un señor Insúa, que tenía la mala costumbre de “apuntar” en alta voz, de modo que el espectador oía dos veces la obra: una de boca del apuntador, y otra por boca de los artistas. Pero la culpa de esto no era tanto del “consueta” como del público, pues era tal la bulla que metían durante la función los del patio y las de la cazuela que hasta los actores, para hacerse oír, tenían que desgañitarse. Años después se cambió la ubicación de la garita, ubicándola más adelante, en el mismo proscenio, en una más chica, en forma de media naranja, llamada “concha” que tenía entrada, como hoy día, por debajo de las tablas.
Entre bastidores andaban de un lado para otro los traspuntes, para dar la “entrada” a cada actor y darle asimismo “paño” cuando estos se alejaban de la garita del consueta, es decir “soplarles” lo que tenían que decir.
Las señoras no concurrían en aquellos tiempos a la platea y durante muchos años el “patio” siguió siendo patrimonio exclusivo de los hombres. Rodeando la platea estaban los palcos o “aposentos” como también se les llamaba. Dentro de cada palco cabían seis sillas pero, por mucho tiempo fue costumbre que el que tomaba un palco tenía que llevarlas o alquilarlas.
Los palcos bajos eran generalmente ocupados por hombres, reservándose los palcos “balcón” para las familias que querían ostentar la sencilla elegancia de aquellos tiempos. En la hilera de palcos altos, en el centro, frente al proscenio, estaba en tiempo de la Colonia el palco del Virrey, de dobles dimensiones, a la derecha el de los cabildantes y regidores, y a la izquierda el del Tribunal o Juez del Teatro, los que se cerraban con grandes cortinados que se descorrían al llegar sus respectivos ocupantes, debiendo los cómicos hacer la venia a los tres, al empezar y terminar su función.
Hasta el año 1813 los palcos tenían cenefas y cortinas con los colores de España, los que se cambiaron por blancos y celestes a raíz de la creación de la bandera nacional. Al principio no tenían puertas, y aún cuando llegaron a tenerlas, existía entre el público la mala costumbre de no cerrarlas, fomentando así la fea “confianza” de apiñarse a su entrada grupos de personas extrañas que obstruían el paso y obligaban a los ocupantes a esperar que se despejase la “barra”, cada vez que uno quería entrar o salir de su palco, desde donde presenciaban toda la representación, con solo pagar entrada general.
La cazuela, vulgarmente llamada “gallinero”, estaba exclusivamente reservada para el bello sexo. Su concurrencia era de los más heterogénea y formada de todas las clases sociales. Señoras y niñas de la clase humilde y hasta negras muy señoronas, alternando con las mejores familias, que iban a la cazuela cuando querían estar más “a sus anchas”, en vez de ocupar palco.
Las jóvenes, sobre todo, tenían un gran recurso en la cazuela, dándose allí cita con sus amiguitas para poder hablar largo y tendido de amores y amoríos, y hacerse recíprocas confidencias. Allí se comentaban las últimas novedades del día, se “cortaba capote” y se chismografiaba de lo lindo.
A mediados del siglo XIX, se hizo célebre en este teatro un personaje apodado “Don Pepe de la Cazuela”, quien en su juventud había intentado varios oficios pero era tan poco apto para el trabajo que buscó uno, en el que no tuviera mucho que hacer ni que pensar, hasta que finalmente le fue brindado un puesto de acomodador que le sentó a las mil maravillas para su carácter alegre y servicial, pues le encantaba traer y llevar billetitos a fulanita y zutanito, ofrendar flores y otros presentes a tal o cual artista y cosas por el estilo.
El nombre de “Cazuela” es una galante ocurrencia madrileña, pues proviene del plato de cocina así llamado en cuya composición entran los más exquisitos manjares del gusto español, pero aplicado al teatro resulta lo contrario, pues en ella estaba encerrado como en un corral todo un sexo en completa promiscuidad, negras, blancas, mulatas y chinas, sirvientas, niñeras con sus críos y señoronas que no querían o no podían tomar palco.
Este teatro no tenía naturalmente mingitorios, ni cosa que se le pareciera, por lo cual las “cazueleras”, que eran las que más cerca estaban de la azotea, cuando se les ocurría alguna “necesidad” utilizaban ésta, como la cosa más natural…¡y así quedaba la pobre!… hasta que algún aguacero se encargaba de higienizarla.
En la platea se había hecho notar un “rico tipo” por lo visto muy amigo de la comodidad, que ocupaba dos “lunetas del patio”; una para sí y otra para su capa, sombrero, gemelos y bastón.
La vigilancia estaba cargo de numerosos “centinelas” en vez de acomodadores, pues el público de entonces era como quien dice “de caballería”.
Fuente
Bosch, Mariano G. – Historia del teatro en Buenos Aires – Establecimiento Tipográfico El Comercio, Buenos Aires (1910)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Taullard, Alfredo – Historia de nuestros viejos teatros – Ed. Imprenta López, Buenos Aires (1932).
Wilde, José Antonio – Buenos Aires desde 70 años atrás, Serie del Siglo y Medio, vol. 2, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Bs. As (1961)
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